Las secuelas de la banalización

 

La banalización

Por Clara Olivares

Me parece que todos hemos sido testigos y víctimas a la vez de la era de la banalización.

He acudido a diferentes diccionarios (el de la RAE, de filosofía, de psicología y de psicopatología) buscado una definición del término «banalización».

Sorprendentemente, en ninguno de ellos aparece el término. Curioso, pensé.

Entonces acudí a Internet y allí sí aparecían varias definiciones. La que me pareció más completa fué la que encontré en un enlace de ABC:

El concepto de banalización es aquel que se utiliza cuando se busca a hacer referencia a la actitud de banalizar algo, es decir, volverlo banal, superficial o poco importante. Si partimos de la idea de que algo banal es algo superficial y poco importante, entenderemos entonces que la banalización de algo sea justamente transformar a esa cosa, situación o fenómeno del cual se hace referencia en algo poco importante. En muchos casos, la banalización de algo es entendida como algo negativo ya que se está transformando algo que debería preocupar a la gente, en algo banal y superficial.

Más adelante habla de la repercusión de este fenómeno en la sociedad.

No me parece que sea casualidad que se escriba sobre el tema. Los medios, en teoría, deberían reflejar lo que está sucediendo en la sociedad.

Y lo hacen, entre comillas: por un lado se diría que sí, pero por el otro, manipulan la información.

Hace muchos años, alguien me decía que cuando se comienza a hablar profusamente de algo, este fenómeno es un síntoma evidente de que ese algo ha dejado de existir.

Y, con los años he llegado a constatar que así es. Sucede en las familias y en la sociedad.

Por esa razón comienzo este artículo diciendo que todos hemos sido víctimas de este fenómeno.

Como he repetido en numerosas ocasiones, es imposible abstraerse del todo a lo que está pasando fuera, en este caso, a lo social.

Existen familias en donde los límites (llamémoslos también fronteras) que las delimitan son muy rígidos, lo que las convierte en impermeables ante el intercambio que debería llevarse a cabo entre el afuera (el mundo, la sociedad) y el adentro (la familia).

Pero, afortunadamente, siempre aparece un miembro del grupo que saca la cabeza y mira hacia el exterior.

Creo que Internet ha roto las barreras que hacían que una persona, una familia o una sociedad, no pudieran acceder al mundo externo.

Por eso creo que, no en vano algunos regímenes totalitarios han buscado y siguen buscando desesperadamente bloquear el acceso a la información impidiendo que los ciudadanos «salgan y miren afuera».

Pongo como ejemplo a los dirigentes de alguna nación, pero, en el entorno familiar sucede otro tanto de lo mismo.

Algunas personas ubican este fenómeno dentro de la llamada post-modernidad, aunque hay otras que dicen que esta era nunca existió.

Yo personalmente, ni soy filósofa ni socióloga, por lo que no poseo la autoridad necesaria para decantarme hacia un lado o hacia el otro.

De lo único que puedo hablar es de lo que observo, en mí y en otros y en la sociedad.

Y, he visto que durante unos años, la banalización era una práctica habitual. En el círculo de amigos, la familia y la pareja, así como en el mundo laboral y profesional.

La profusión de programas de televisión llamados «tele-realidad», que en mi opinión son «tele-basura», en los que se explota y se ofrece como entretenimiento el dolor ajeno, se le manosea, se le banaliza y se le desprecia.

Hay una película que muestra muy bien este fenómeno: «Volver» de Pedro Almodóvar. No me canso de verla una y otra vez.

Uno de sus personajes es una mujer enferma de cáncer a la que su hermana presiona para que ésta última hable sobre su intimidad en el programa de tele-realidad que dirige. A cambio de ofrece pagarle el viaje a Estados Unidos para realizar un tratamiento que le puede ayudar a combatir su enfermedad. Cuando la mujer llega al plató y comienzan a emitir el programa, se da cuenta de la situación humillante y degradante en que se encuentra y, sencillamente, se levanta y abandona el lugar.

Esta misma perplejidad la he llegado a observar en ese grupo de personas quienes no llegaban a comprender qué era lo que estaba pasando. No entendían cómo personas que les eran cercanas, se rieran o le restaran importancia a su sufrimiento, llegando incluso a mofarse de ellas considerándolas «raritas».

Y, felizmente lo eran. Me explico: raras en cuanto no se dejaron absorber por la corriente imperante y apostaron por seguir siendo humanas, es decir, seguir sintiendo compasión por el otro y dirigirles una mirada que llevaba el mensaje de «no estás loc@».

Lo sorprendente del asunto es que poco a poco, ha surgido un pequeño (o grande) grupo de personas que comienzan a echar en falta la necesidad de una estructura social.

El «todo vale» comienza a perder su fuerza, porque no es cierto que ésto sea así. Todo ser humano necesita de una contención que le permita construirse una estructura interna.

De otra forma, simplemente, no existe.

Si todos los límites han saltado y ya no se ofrece una herramienta que le permita a cada sujeto establecer en su mente una diferencia entre lo de afuera y lo de adentro, se consigue una sociedad sin identidad.

Y me parece que con la «era de la banalización» eso fué, precisamente, lo que se consiguió.

Pero como el ser humano es tan increíble y siempre renace de sus cenizas, ha comenzado a clamar por un orden que permita la estructura.

Así, estamos presenciado manifestaciones multitudinarias pidiendo la instauración de nuevo de mecanismos que fomenten la contención: bien sea a través de la religión, o de iniciativas privadas que promuevan lugares que ofrezcan la instauración nuevamente de valores.

En otras palabras, se pide a gritos la vuelta de la ética.

El todo vale jamás fué un valor, aunque se disfrazó de ello. Quizás gracias a esa estrategia consiguió instaurarse durante un tiempo.

Los estragos que produce la banalización son enormes. Bien sea a nivel personal, o social.

Si se coloca en el mismo nivel un tema banal con uno que no lo es, el resultado será, en primera instancia, la confusión y, en segundo, la escisión interna, y de ahí a la creación de una sociedad de psicópatas, sólo hay un paso.

Mis preguntas son: ¿realmente ya dejaron de existir los valores?, o, ¿surgen pequeños grupos que intentan volver a instaurarlos?, o, ¿estamos ante un recurso colectivo de banalizar para no sufrir?

Espero y voto por la segunda opción.

El sufrimiento jamás es banal. Forma una parte consustancial a la especie humana.

Si permitimos que se pierda la característica que nos hace humanos, ¿qué nos queda?

La semana que viene hablaré sobre la necesidad vital de cada individuo de saber quién es.

(Imagen: http://pijamasurf.com)

¿Cómo encaramos las vicisitudes de la vida?

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Por Clara Olivares

La vida no da tregua.

Suele estar plagada de contratiempos, cambios, sorpresas, unas agradables y otras desagradables, alegrías, tristezas, pérdidas, ganancias, etcétera.

No os cuento nada que ya no sepáis.

Pero, ¿cómo las encaramos? ¿de qué forma las percibimos? ¿cómo las vivimos?

En otras palabras, ¿cuál es el lugar en que me coloco cuándo éstas aparecen en el horizonte?

No siempre somos conscientes de nuestra actuación. De ahí que resulte muy importante, tanto para la propia persona como para las que conviven con ella, que ésta comience a observar y a darse cuenta de sus propias actuaciones.

Si no es así, lo más probable es que continúe siendo presa de sus hábitos, y, algunos de éstos a veces se convierten en un obstáculo más que en una ayuda para el propio sujeto.

Y no de forma exclusiva para la persona en cuestión, también para quienes están a su lado. Las limitaciones y dificultades que tiene afectan siempre la relación con el otro.

Puede que éstas incidan levemente, lo que no causará conflictos en la relación.

Pero cuando se convierten en algo que afecta el vínculo, me parece que es muy necesario que se haga algo por parte de quien origina la causa del problema, así como por parte de la otra persona, aunque ésta última ocupe un lugar secundario en el asunto.

Como he venido repitiendo en todos los artículos que he escrito, son múltiples los factores que se ponen en juego. Los que me parecen más relevantes a la hora de efectuar un análisis son: la historia familiar y la personal.

Sería interesante que nos planteáramos estas preguntas: ¿qué papel es el que he desempeñado en mi familia? ¿Cuál ha sido la constante en mi vida? ¿Quiénes desencadenan en mi ese funcionamiento?

He asumido el rol de: ¿el/la salvador@?, o, ¿el de víctima?, o, ¿el de sacrificad@?…

A todos nos han asignado un personaje, lo trágico del asunto, es que irrumpimos en una obra de teatro que ya había comenzado.

Puede que estemos de acuerdo, o no, con el personaje que nos dieron.

Si lo aceptamos, lo llevamos a cabo con esmero. Pero si no es así, nos rebelamos.

Quizás fuimos personas conflictivas, o, una que cuestionaba cualquier decisión u opinión, o, la que se oponía sistemáticamente… el abanico es tan amplio como lo son los seres humanos.

Solemos repetir de forma inconsciente aquello que aprendimos. Esta forma de funcionar se recrea una y otra vez en nuestras relaciones de adult@: en el trabajo, con los amig@s, con la pareja…

Volviendo a la auto-observación: ¿qué actitud suelo tomar?

Existen muchas y muy variadas, pero sólo voy a abordar las que aparecen con más frecuencia.

La víctima: es una de las actitudes que suele generar más rabia en los otros.

  • La frase que define esta modalidad es toda aquella que encierra el mensaje de: «pobrecit@ yo».
  • Como por ejemplo: «qué injusta es la vida conmigo, que injust@ eres tú, con todo lo que siempre he hecho por ti, ¿así me pagas?, siempre me estás criticando, etc.
  • Genera rabia ya que la persona está haciendo un chantaje afectivo. Se coloca en el lugar del «mundo y todos están en mi contra, con lo intachable y buen@ que soy».
  • Suele ser una maniobra para hacer sentir culpable al otro de forma que el que tiene el «problema» jamás es él o ella.
  • Y ésta no es una práctica reservada en exclusividad al género femenino. También hay hombres que interpretan este papel con maestría.

El salvador@: por todos los medios de que dispone, es su obligación salvar a cualquiera que esté en dificultades.

  • Jamás tienen en cuenta lo que la persona afectada necesita, o, desea, o, quiere. Ell@s determinan qué es lo que (de acuerdo a su percepción) alguien en esa situación precisaría, y, sin más lo llevan a cabo.
  • De nada sirve que el sujeto afectado les haga saber que NO es eso lo que precisa, es otra cosa, o, simplemente no necesita nada.
  • Pero estos ruegos suelen caer en saco roto.
  • No escuchan, pero no porque sean malas personas, ni mucho menos. Me parece que es tan grande su necesidad de sentir que salvan que son incapaces de VER al otro.
  • En algunas ocasiones se sienten realmente impotentes al ver que «no son útiles» y este sentimiento es tan poderoso que suele enmascarar cualquier otro.

El que niega: la frase «aquí no pasa nada», creo que resume esta actitud.

  • Cuando hablo de negación me refiero a la percepción que se tiene de que no está sucediendo nada.
  • Y como nada pasa, ¿para qué tanto revuelo?
  • Lo increíble de esta postura es que, aunque se le pongan enfrente las evidencias, su actitud no cambia. No las ven.
  • Funcionan como las avestruces: meten la cabeza en un hoyo.
  • Desde su óptica (el hoyo) no hay nada de qué preocuparse.

El/la héroe/ína: es la persona que asume que «ella/él puede con todo».

  • Como siempre hemos visto, esta creencia tiene puntos a favor y puntos en contra para quien la asume.
  • A favor: sabe desenvolverse con bastante solvencia cuando se trata de resolver problemas. Enfrentan la vida y sus dificultades diréctamente.
  • Suelen ser personas bastante resolutivas e independientes.
  • En contra: no es verdad que alguien pueda con todo. Nadie es Atlas, sólo en la mitología Griega, las evidencias de la vida son bien diferentes.
  • Cuando estas personas se estrellan con la realidad, suelen salir dañadas (física o emocionalmente).
  • Quizás lo más perjudicial que tiene para ellas, es que piensan que NO necesitan de nadie. ¿Para qué, sin son omnipotentes?

Independientemente de la modalidad que hayamos escogido o heredado, subyace la problemática que causa esta dificultad: la incapacidad para asumir la propia responsabilidad en una situación.

O en la vida.

Y cuando digo «responsabilidad» me estoy refiriendo a una que comprende exclusivamente la PROPIA, no la ajena.

Hay que ser muy cuidadosos a la hora de diferenciar una de otra. O bien nos pasamos (asumimos la propia, la del otro, la de la humanidad…) o, nos quedamos cortos (no asumo NADA).

Creo que en más de una ocasión, todos hemos padecido a alguien con alguna de estas características.

Dándonos cuenta de ello, quizás comencemos a comprender lo que cualquiera de estas actitudes genera. Sabemos de lo que estamos hablando.

Es importante que despertemos las alarmas para comenzar a percibir cual es nuestra propia actitud.

¿Cómo? Observando cómo reaccionan las personas que están a nuestro lado para luego preguntarnos: ¿esa reacción guarda alguna relación conmigo, o, con lo que hago?

En mi próximo artículo hablaré sobre cómo el hecho de interactuar con otros potencia nuestra creatividad.

(imagen: www.recursosdeautoayuda.com)

Miedo a la muerte

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Por Clara Olivares

Imagino que recordaréis la segunda entrega de la saga «Piratas del Caribe» en la que el personaje de Davy Jones le preguntaba a todas sus víctimas: ¿Temes a la muerte?

Más que temerla pienso que la respuesta que todos daríamos sería que ninguno de nosotros desearía morir.

Quizás la única certeza que tenemos en la vida es que vamos a morir.

Hacemos muchas cosas para conjurar a la muerte: tenemos hijos, escribimos libros, creamos obras de arte, etc., etc., etc.

Morir asusta.

Hace poco volví a ver la maravillosa película de Woody Allen, «Hanna y sus hermanas». El personaje que hace Woody Allen, un hipocondríaco obsesionado con la muerte, busca desesperadamente creer en algo para poder sobrellevar la existencia y la angustia que ésta le genera.

Busca en las religiones la respuesta y no la haya. Finalmente acaricia la idea de suicidarse y por un accidente fortuito con su arma se ve cara a cara con la posibilidad de morir. Le asusta tanto esa realidad que sale a la calle y, agotado de tanto andar, se mete a un cine en donde proyectaban una película de los hermanos Marx.

La visión del baile que realizan los Marx, le aleja de sus obsesiones y le lleva a reconciliarse con la vida y comprender que solamente viviéndola y aceptándola, su angustia de estar vivo cesará.

Desperdiciamos tantos años de nuestra vida combatiendo nuestra angustia vital, cuando podríamos invertir ese tiempo en festejar cada instante en que seguimos vivos.

Como reza el dicho popular: «mientras haya vida, hay esperanza».

Con esta frase quiero decir que mientras sigamos vivos, siempre dispondremos de la posibilidad de abrazar la vida. Una vez muertos, no hay vuelta atrás.

Nos resistimos con tanto ahínco a entregarnos a la vida y a que ésta nos atraviese, que nos perdemos todas aquellas pequeñas cosas que hacen que ésta sea tan maravillosa.

Sí, nos moriremos algún día. Pero, mientras tanto ¿por qué nos cuesta tanto vivir plenamente?

Imagino que dejar que entre sin oponer resistencia nos lleva a perder el control, y, a eso no estamos dispuestos.

Dejar de controlar significa que ya dejo de ser yo quién  dice la última palabra.

Y la realidad es que a la vida no se la puede controlar, como tampoco a la muerte.

Intentamos desesperadamente evitar ambas opciones, o bien, resistiéndonos a la vida, o, negando la muerte.

Una de las formas que adopta la negación, y que representa de manera simbólica  la muerte, es el hecho de envejecer.

Mostrar signos externos de vejez, como por ejemplo tener canas o arrugas, perder el tono muscular, ser flácid@, etc., se combate sistemáticamente.

El empeño que tiene nuestra sociedad en detener el paso del tiempo y no envejecer, es sorprendente.

¿Os habéis fijado en la proliferación de cremas, tratamientos milagrosos, cirugías, etc. que prometen la eterna juventud?

Como si eso fuera posible!

La vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda.

Claro que envejecemos y moriremos. Como señala la segunda ley de la termodinámica: «todo tiende a destruirse». Y nosotros también.

Creo que no existe una visión más patética que la de una persona, hombre o mujer que se niega a envejecer.

Me parece que las vías que hacen soportable la existencia y que le confieren sentido a la vida, son la creatividad y el amor.

El acto de crear calma la angustia. Bien sea a través de un soporte artístico (pintura, escultura, escritura) o mediante un acto de amor, como por ejemplo, tener un hijo, dedicar la vida a una causa, etc.

Y hablo del amor en mayúsculas, es decir, amar a secas. Bien sea a una pareja, un herman@, una amig@, etc.

Como el personaje de Woody Allen en la película, la necesidad de creer en algo a lo que aferrarse es lo que dota de sentido una vida.

No sabemos si existirá otra vida después de muertos, nadie ha regresado para confirmarlo, entonces, aprovechemos la oportunidad que nos brinda el hecho de estar vivos para vivir amando, riendo, celebrando la vida y no la muerte.

Hoy no voy a anunciar de qué se tratará mi próximo artículo. Nos vemos el domingo… sorpresa!

(Imagen: www.oshodespierta.blogspot.com)

El miedo a la vulnerabilidad

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(Por Clara Olivares)

La definición de «vulnerable» que aparece en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es: que puede ser herido o recibir lesión, física o moral.

Más coloquialmente, estaríamos diciendo que si nos mostramos vulnerables, podríamos resultar heridos o salir dañados.

Y esta posibilidad genera mucho miedo, en algunos casos, pánico.

La parte física es la que más fácil nos resulta de identificar. Es previsible o cabe dentro de lo que es posible, que suframos una lesión si nos colocamos en situaciones de riesgo en las que podríamos resultar heridos, como por ejemplo, transitar a pie voluntariamente de noche por un callejón oscuro en una ciudad peligrosa, o, tirarse por el torrente de un río sin ninguna protección, etc.

Pero el terreno al que me interesa referirme es, precisamente, aquel que no se ve, aquel que es más difícil de identificar ya que no muestra señales externas evidentes.

Hablo del corazón, y por lo tanto de los sentimientos.

Mostrarse vulnerable en este campo equivaldría a descubrir ante el otro lo que se siente, es decir, exponerse. De esa forma, le dejo saber que soy susceptible de ser herid@, que si sufro un rechazo de su parte, éste va a resultar doloroso para mí.

Y nadie desea que esto le suceda.

Pero desafortunada, o, afortunadamente, nadie puede escapar al sufrimiento.

Estoy hablando de personas corrientes, no de los casos de l@s psicopaton@s. Éstos son incapaces de sentir, tanto las alegrías como las tristezas.

Para una gran mayoría de los mortales, existe la creencia extendida de que si no se muestran los sentimientos se será más fuerte y se estará protegido.

Y me pregunto: ¿más fuerte que quién? y ¿protegido de qué?

Obviamente más fuerte que el que «parece» más vulnerable. Y pongo la palabra entre comillas ya que parecer vulnerable no es sinónimo de que se sea. En el fondo las personas que comulgan con esta idea, desprecian, a la vez que envidian en su interior, al que muestra lo que siente.

Paradójicamente, si muestro mi propia vulnerabilidad, cierto es que me expongo a ser herido, pero al mismo tiempo, en esa vulnerabilidad se haya mi fortaleza.

Fortaleza que se alimenta del hecho de haber perdido el miedo a sufrir.

Es sorprendente comprobar todo lo que llegamos a inventarnos los seres humanos para evitar el sufrimiento.

Como si eso fuera posible!

En mayor o en menor medida, el hecho de estar vivos incluye una dosis de sufrimiento.

Bien sea por una pérdida, un accidente, una enfermedad, un desamor... siempre aparece una fuente de dolor en la existencia.

Ampararse en una concha de dureza para evitar ser vulnerable y sentir dolor es una mentira.

No existe nadie invulnerable.

Quizás lo que habría que preguntarse es ¿de dónde proviene ese miedo?

Y la respuesta, me atrevo a afirmar, es que el miedo se originó probablemente como consecuencia de una primera rotura del corazón en el pasado.

No me refiero a una causada por un desamor. Generalmente proviene de una herida más antigua, quizás un padre o una madre, o, un familiar, que, probablemente de manera inconsciente, nos rompió el corazón.

Es lógico que se cree un resorte automático llamado protección ante cualquier posibilidad de volver a vivir y a experimentar el daño que se sufrió en el pasado.

De ésta manera solemos blindarnos. Es habitual que se hiper-desarrolle la razón, ésta no produce dolor si la maltratan.

Pero si persistimos en seguir protegidos con este blindaje, corremos el peligro de perdernos la experiencia de amar y ser amados.

Puede sonar un poco cursi, pero, ¿tiene sentido vivir sin amar?

Yo creo que no.

Al final lo único que nos llevaremos a la tumba serán los momentos en que hemos compartido cualquier tipo de amor con otr@: llámese pareja, amig@, colega, herman@.

El camino para aislar el momento en nuestra vida en que nos rompieron el corazón por primera vez, nos llevará a sanar la herida.

No suele ser una camino corto ni agradable, pero tremendamente liberador.

Podremos comprender que ya no necesitamos seguir protegiéndonos.

Sí, en la vida sufriremos arañazos que nos dejarán heridos, pero en la medida en que podamos ir dejando la protección, iremos teniendo una piel más gruesa.

En otras palabras, exponiendo nuestro corazón seremos más vulnerables, sí, pero así mismo, nos haremos cada vez más fuertes.

Paradójico, ¿cierto?

Nuestra capacidad de recuperación nos sorprenderá, ya que, ésta será cada vez más rápida.

Siempre quien es más vulnerable, es la persona más fuerte.

Por esa razón ponía más arriba la palabra entre comillas. Aparentemente se es más frágil, pero no nos equivoquemos, esta fragilidad es sólo una apariencia.

En mi próximo artículo seguiré hablando sobre los miedos, ésta vez sobre el miedo a la muerte.

(Imagen: www.bixymasambiente.blogspot.com)

¿Qué hacer con el sufrimiento, ya sea el propio o el ajeno?

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(Por Clara Olivares)

Tema complicado, doloroso y nada fácil de manejar.

Ante el sufrimiento surgen varias preguntas: ¿Qué despierta en mi ver sufrir a otro? y ¿qué hago cuando eso pasa?

No sólo se trata del hecho de ver que una persona que es querida, sufre y que ante ese sufrimiento uno se siente por lo general, impotente, sino que además cada cual se ve impelido a encarar la forma en que reacciona ante el sufrimiento.

Y hacerlo no siempre resulta fácil ni cómodo.

He observado varias reacciones. Una suele ser la de creer que se debe proporcionar alivio a quien sufre y si no se consigue ese objetivo el sujeto se culpa inconscientemente y piensa que es una mala persona, o, alguien incapaz de consolar, o, alguien inadecuado.

Y la otra modalidad es la de atacar abiertamente a quien sufre. Parece inconcebible, pero así es.

Pienso que quien ataca lo hace porque no puede soportar inconscientemente observar en otro su propio dolor.

Este tipo de personas cuando ven a alguien que sufre por una enfermedad, o, que se encuentran en un estado de fragilidad por la razón que sea, le atacan y creo que actúan así ya que pegándole (metafóricamente hablando, claro) a lo mejor cesa la angustia que le produce su propio dolor.

Es como si a través del ataque intentaran conseguir que el clamor de su herida se acallara.

Es bastante retorcida esta maniobra, pero os sorprendería ver la cantidad de gente que suele actuar de esa forma.

«El dolor es intransferible«.

Con esta afirmación quiero decir que, por más que uno lo desee, no se puede evitar que el otro sienta dolor y sufrimiento.

Hablo evidentemente de ese tipo de dolor que ningún calmante puede aliviar.

Ver sufrir a alguien es duro. A veces llega a ser tan insoportable que, de forma inconsciente, no se ve ese sufrimiento.

O se niega…

En cualquier caso, tanto para quien lo padece así como para el que está al lado, las reacciones de ambas personas ante el sufrimiento se convierten, a veces, en una fuente de malentendidos, desencuentros y desilusiones.

Cada persona, de manera consciente o inconsciente, percibe el dolor de una forma muy personal, es decir, lo que para uno es algo doloroso puede que la misma cosa para el otro no lo sea.

Y lo mismo sucede con las expectativas personales respecto a lo que se espera del otro cuando se sufre.

Por lo general, solemos dar lo que, a nuestro juicio aliviaría, ya que lo que damos es precisamente aquello que nos ayudaría a nosotros mismos a calmar nuestro propio dolor.

Desafortunadamente no siempre se acierta, y es a raíz de esta confusión que vienen los desencuentros y se producen las heridas.

Por eso me parece tan importante comunicarle al otro nuestras necesidades, y en especial, poderle decir lo que esperamos de él.

Ésta no suele ser una tarea del todo evidente. Antes tenemos que encarar el asunto y no siempre estamos dispuestos a ello.

O simplemente jamás nos lo hemos planteado y por tanto no lo sabemos.

Para poder proporcionarle a otro aquello que necesita es indispensable que de antemano seamos capaces de ver al otro.

Y con «ver» quiero decir realizar el ejercicio de desplazar nuestra atención del centro de nosotros mismos y mirar hacia el otro.

Entre más infantil sea nuestro comportamiento, más centrados en nosotros estaremos.

Basta con observar como opera un niño: él es el centro del mundo y absolutamente todo y todos giran a su alrededor. Es decir, ellos constituyen la razón de ser del otro.

Si conseguimos proporcionarle al otro lo que él o ella necesita, no lo que yo necesito, habremos madurado, por una lado, y por otro la relación con esa persona abandonará la zona oscura que constituye la falta de comunicación.

Quizás la vida tiene la misión de que cada persona se sumerja en su interior y vaya descubriendo quién es en realidad.

Ésta constituye una tarea que seguramente consuma la existencia de un individuo.

Yo insto a la gente a hacerlo porque creo que vale la pena. Aunque también comprendo que no todo el mundo desee comenzar esa andadura.

Si se emprende, es un camino de «no retorno» como me repetía mi psicoterapeuta.

Y estoy totalmente de acuerdo. Una vez que se ha abierto la caja de Pandora, no sabemos qué nos vamos a encontrar ni hacia dónde nos va a llevar esa aventura.

Abrir esa caja produce miedo indudablemente.

Como señalo más arriba, comprendo perfectamente que algunas personas prefieran dejar las cosa como están y no revolver el avispero.

Lo único que yo puedo decir desde mi propia experiencia personal y profesional, es que se consigue llevar a cabo la tarea y que en ésta habrá momentos en los que lo pasemos muy mal, pero también muy bien.

Hacer descubrimientos sobre uno mismo o sobre su propia historia aporta al individuo alegría y satisfacción, así como la sensación de ganarse el derecho a ser libre.

La angustia omnipresente que suele acompañar de forma callada o que se manifiesta a gritos, va a ir desapareciendo poco a poco.

Me parece que lo único (que no es poco!) que podemos hacer ante el sufrimiento, es acompañar al otro en ese camino, darle la mano y hacerle sentir que no está solo.

Y en el caso de un sufrimiento a título personal, encuentro muy importante comunicarse con el que tenemos al lado, decirle qué es lo que se siente, qué se espera del proceso y de él o ella.

Así mismo, ya de forma imperiosa, no nos queda más remedio que contactar con el sufrimiento, con el nuestro, y aprender a vivir con él.

En mi próximo artículo hablaré sobre la ira.

(Imagen: www.labotodumond.blogspot.com)

Ideas irracionales

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(Por Clara Olivares)

Quien acuñó el concepto de las ideas irracionales fue el psicólogo estadounidense Albert Ellis, más o menos sobre los años 50 del siglo pasado.

Para muchos autores, él fue el padre de las terapias cognitivo-conductuales.

Como le sucede a las escuelas o corrientes terapéuticas, todas poseen puntos fuertes y puntos débiles. No existe la panacea…

Y a la terapia cognitivo-conductual le sucede otro tanto de los mismo.

Eso no quiere decir que no haya aportado herramientas valiosas que han favorecido el auto-conocimiento y el trabajo con otros seres humanos.

Ellis partía de la hipótesis de que, «… no son los acontecimientos los que generan los estados emocionales, sino la manera de interpretarlos. Si somos capaces de cambiar nuestros esquemas mentales seremos capaces de generar nuevos estados emocionales menos dolorosos y más acordes con la realidad, por tanto, más racionales y realistas

Observó que existían unas ideas irracionales comunes a los seres humanos y sintetizó 11 de ellas como las básicas.

Lo que me resulta muy interesante de las aportaciones de esta escuela, es que las ideas irracionales tienen su origen en las creencias que tiene todo individuo.

De hecho, cuando una persona se toma el tiempo para analizar sus propias creencias, puede seguir el rastro que éstas van dejando. Siguiendo su pista podrá determinar de dónde provienen.

Lo que las convierte en irracionales, es que por una parte, se mueven dentro de un espectro dicotómico que únicamente admite dos únicas posibilidades, por lo general contradictorias (todo/nada, siempre/nunca, etc.) y por otra, que éstas se manifiestan como certezas irrefutables.

Sin lugar a dudas son interpretaciones que se hacen de asuntos variados, pero que en un momento dado, estas interpretaciones se convierten en verdades absolutas de carácter dogmático.

Como señalo más arriba, la naturaleza irracional de estas creencias viene dada por la interpretación que de ellas se hace, y que por regla general, éstas adolecen de un sustento lógico.

El cumplimiento de una creencia puede darse o no, es aleatorio.

El planteamiento del Sr. Ellis consistió en hacer un análisis de cada una de estas creencias y así descubrir qué es lo que las hace irracionales, ofreciendo  alternativas diferentes también de tipo racional.

Tomemos como ejemplo la Idea Irracional Nº 1: «Es una necesidad extremas para el ser humano adulto el ser amado y aprobado por prácticamente cada persona significativa de la sociedad».

Es necesario contemplar el aspecto racional al que está asociada esta idea: la necesidad de aprobación y de amor. Pero, para mi gusto, se queda limitado el análisis si no añadimos otros componentes, como por ejemplo, las necesidades de existir y de confirmación, entre otras.

Me parece una enorme aportación la que hace al sugerir un esquema de análisis basado en el desentrañamiento, uno a uno de los componentes que forman cada idea.

El principio del que parte es similar al que yo suelo llamar «desenredar la madeja», es decir, utilizar una idea, creencia, sentimiento, hecho, etc. como si fuera el extremo de un hilo e ir tirando de él hasta que éste nos vaya adentrando en el origen que tiene y descubramos el sentido que éste hecho tiene para cada uno.

El ser humano es más que emociones y racionalidad. Además forma parte de un grupo (familia) que arrastra una historia que se remonta a varias generaciones.

Muchas de las creencias que tenemos son heredadas, la mayoría nacieron fruto de unas circunstancia y unos hechos que, al saber cuáles han sido, les confieren sentido. Lo interesante es averiguarlo, ya que, en la mayoría de los casos, se desconoce de dónde provienen y porqué se acuñaron.

Lo más seguro es fueran el producto de una estrategia de supervivencia en un momento dado.

Lo que intento transmitir es que las creencias no nacieron fruto de la casualidad ni por generación espontánea. Surgieron por una necesidad real y vital, que de no ser así, carecerían de sentido.

Lo que le permite a un sujeto recuperar su salud mental suele ser la comprensión de que lo que hace, piensa, o, siente, no es un sinsentido.

Todos poseemos unas creencias en las que se sustenta nuestra identidad. Quizás el trabajo consiste en ir desvelando el origen que tienen.

Desde mi óptica, solo es a través de la comprensión que se llega a modificar un funcionamiento equis. Mientras no se comprenda la función que tiene no se podrá alcanzar la libertad que permite al sujeto decidir qué quiere hacer con él. 

Puede ser que decida modificarlo o no, puede desecharlo y crear uno nuevo… las posibilidades son tan variadas como lo son los seres humanos.

Cuando nos observamos haciendo una afirmación de forma categórica que no admite ningún tipo de discusión o de cuestionamiento, deberíamos pensar que la reacción exagerada que estamos teniendo es un indicativo de que quizás nos hemos topado con algo importante.

Puede ser algo de la historia familiar, o de la historia personal.

Y si esa afirmación no admite ningún cuestionamiento, seguramente se trate de algo muy gordo a lo que vale la pena darle una segunda mirada.

A lo mejor nos sorprendan los resultados de nuestras pesquisas. a lo mejor nos demos cuenta de que no tiene nada que ver con nosotros, o, por el contrario, quizás encontremos el sentido a aquello que hacemos sin saber muy bien porqué.

Lo que yo he observado, es que muchas de estas ideas surgen en entornos familiares rígidos en donde la exigencia es tan exagerada que ningún ser humano puede cumplir jamás con esas expectativas.

Lo que, por lo general, lleva grandes dosis de culpabilidad y de sufrimiento, aparte de una necesidad exagerada de control.

Entre mayor sea la auto-exigencia, mayor es el miedo a no cumplir con lo que se espera de uno.

Lo que encuentro muy útil del concepto de las ideas irracionales es que cuando se pasa de la expresión de un deseo, usando un «me gustaría» a un «tengo que» o, «debería», o, «estoy obligado a», probablemente exista una creencia irracional perturbadora.

Me parece que si cada uno de nosotros se toma la molestia y el tiempo de observarse, por ejemplo, simplemente escuchándose hablar, encontrará muchas claves que le llevarán a descubrirse y a conocerse.

Si encontramos que nuestro discurso está más lleno de «deberías», o «tengo que», con toda seguridad existe un nivel de exigencia muy alto hacia uno mismo o hacia los demás.

Una alternativa que funciona muy bien en los casos de personas que han sido muy exigidas en su infancia y que luego han incorporado una auto-exigencia a su vida, colocándose el listón muy alto, es modificar cada «debería» por un «me gustaría».

Es sorprendente los resultados que se obtienen con este simple ejercicio.

Invito a todos los que leen estos artículos a que se permitan emprender ese camino que les llevará a saber quienes son y a convertirse poco a poco en seres cada vez más humanos.

Finalmente lo único que nos llevaremos a la tumba, serán los momentos que hemos compartido con otros.

En mi próximo artículo hablaré sobre la manera de afrontar el sufrimiento.

(Imagen: www.myutopysleep.com)

Estrés

(Por Clara Olivares)

Al igual que con el miedo, el estrés es una respuesta adaptativa del organismo que permite entrar en acción.

La primera persona en utilizar el concepto en el campo de la salud fué el fisiólogo Hans Selye en los años 30 del siglo XX.

Definió el estrés (stress en inglés) como «una respuesta adaptativa del organismo ante situaciones estresantes, una respuesta no específica del organismo ante cualquier demanda».

Se asocia la palabra estrés con algo que no va bien, con un problema. Y no es así: es necesario el estrés para que nos pongamos en movimiento. Sin él quizás nos moriríamos…

Etimológicamente, la palabra «stress» significa fuerza que provoca tensión y deforma los cuerpos.

En éste caso, las fuerzas serían las demandas a las que un sujeto se ve expuesto en su vida cotidiana.

La OMS (Organización Mundial de la Salud) lo define como el conjunto de reacciones fisiológicas que preparan al organismo para la acción.

El entorno espera que el individuo se adapte a las demandas que van apareciendo y dé una respuesta.

Y es allí en donde radica el núcleo que hace que el estrés se convierta en algo negativo para el sujeto o en algo que le ayude.

Es un baile entre el mundo exterior y el mundo interior. Dependiendo del tipo de relación que tenemos con los dos mundos, así serán las respuestas que demos.

Una persona responde a la demanda desde diversos frentes: el fisiológico, el cognitivo, el emocional y el conductual.

Todos estos elementos se mezclan y se influyen mútuamente. No es posible trazar una línea que separe uno de otro.

Lo que pensamos y sentimos repercute en lo que nuestro cuerpo hace. Si estamos en una situación de indefensión o de intrusión, lo más probable es que aparezca un herpes en el labio o nos «peguen» una gripe.

El cuerpo habla y lo hace con síntomas. Probablemente éstos digan qué es lo que la persona necesita en ese momento o denuncien precisamente aquello de lo que carece en un momento dado.

Es decir, que si de pronto alguien comienza a tener una gripe, quizás está necesitando aislarse del entorno.

No soy de la opinión de que lo que manifieste nuestro cuerpo sea caprichoso o casual. Estoy firmemente convencida de que a nivel simbólico existe una estrecha relación.

No soy ni la primera ni la única que ha observado éste fenómeno. Existen muchos autores que han escrito sobre el tema.

Como decía antes, cada uno de nosotr@s da una respuesta equis ante las demandas que nos exige el medio.

El problema aparece cuando no es posible recuperarse de la respuesta que en un momento dado se ofreció porque hay que atender la siguiente demanda. Es como si se cayera en un túnel del cual no podemos salir y tenemos que seguir respondiendo.

Es en ese punto cuándo el estrés se convierte en algo nocivo para un sujeto.

Fisiológicamente las glándulas suprarrenales secretan adrenalina al torrente sanguíneo para que la persona tenga la energía necesaria para dar la respuesta que se le exige.

Pero si una vez que ha pasado la emergencia el cuerpo no puede regresar a un estado de reposo (recuperar la homeostasis) se cae en un círculo infernal que llevará indefectiblemente a que la persona enferme.

Lo importante es aprender a manejar el estrés de forma que no nos enferme. ¿Y cómo hacerlo?

Antes que nada, empezar por analizar las características del entorno y la forma en que nosotr@s nos relacionamos con ellas. Es decir, preguntándonos qué exige de nosotros el medio en el que estamos y si estamos o no en condiciones de responder adecuadamente a lo que nos está pidiendo.

¿Cómo vivo las demandas que me piden? ¿Me siento demasiado exigid@? ¿Supone en esfuerzo superior a mis fuerzas?

No siempre se está en las condiciones óptimas para hacerlo, o no podemos hacerlo, para poder dominar el estrés que nos hace daño es necesario trabajar sobre nosotr@s mism@s y sobre los acontecimientos del entorno.

Y aquí es cuándo son tan necesarios los límites. No somos dioses, somos simples mortales y como tales es imposible estar en todos los lugares y responder a todas las demandas.

Esta constatación impone dos preguntas: ¿hasta donde? y ¿a qué precio?

Primero investiguemos cuáles son las fuentes que nos generan estrés, si logramos identificarlas la mitad del trabajo está hecho.

Es cierto que soy yo quien decide, no es esa fuerza que me posee y decide por mí y ante la cuál yo no puedo hacer nada.

Sí puedo hacer y decidir, quizás la confusión proviene de una creencia personal de que esto no es posible.

Seguramente esa creencia tiene un origen más que justificado y quizás ni siquiera nos hemos dado cuenta de que nos la han transmitido y que no es nuestra.

Es como si creyéramos firmemente que no podemos hacer nada y que estamos impotentes y desarmados ante ese «sino».

Siempre se puede hacer algo. Excepto si estamos muertos, siempre existe algo que podamos hacer.

Me parece que la clave radica en ir viendo el tipo de relación que yo mantengo con el entorno, y cuando digo relación me refiero a lo que siento, a lo que pienso y a cómo actúo ante lo que se pide de mí.

El estrés se puede manejar y controlar a condición de que lo deseemos de verdad y a que nos comprometamos con las medidas que imponen los cambios.

En el próximo artículo hablaré sobre la necesidad que tenemos del otro.

(Imagen: www.benews.it)

El miedo

(Por Clara Olivares)

Existen miedos y miedos.

Me explico. Como bien dice la definición de Wikipedia, el miedo es una respuesta natural del organismo ante un peligro. Este mecanismo permite que el sujeto entre en estado de alerta y se prepare para la acción la cual le permitirá huir del peligro.

El primero en percibir un riesgo es el cuerpo. Éste lo percibe inmediatamente y manda señales mediante una contractura muscular, o, un encogimiento en la boca del estómago, o un dolor de cabeza, o a través de un malestar masivo e indeterminado.

Estas señales le están informando a la persona que está frente a algo o a alguien que constituye una amenaza para su salud física o psíquica.

Si el sujeto está en capacidad de percibir esas señales entonces su psiquis o su mente, interpreta esas señales y reacciona para que éste se aleje del peligro.

Pero si la conexión entre su mente y su cuerpo está cortada o es defectuosa, no podrá reaccionar y alejarse de lo que le amenaza.

Es necesario que la señal de alerta pase a la consciencia para que una persona se de cuenta de que está ante un peligro y reaccione.

Podría tratarse de una amenaza física (que alguien intente pegarte) o psicológica (un intento de manipulación). Es más fácil de detectar un peligro físico que uno psicológico.

Desde el punto de vista biológico, el miedo es un esquema adaptativo, y constituye un mecanismo de supervivencia y de defensa, surgido para permitir al individuo responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia. En ese sentido, es normal y beneficioso para el individuo y para su especie.(Wikipedia)

El miedo permite la supervivencia. Gracias a él se preserva la vida física y la vida psíquica.

¿Pero qué pasa cuando ese mecanismo no funciona de forma correcta? Es decir, cuando una persona es incapaz de reaccionar ante un peligro protegiéndose.

Las consecuencias suelen ser desastrosas ya que la persona es incapaz de protegerse para preservar su salud física o mental.

¿Y qué hace que esta conexión se corte? Probablemente la psiquis de esa persona la esté preservando de algo mucho peor, ya que hay situaciones en las que es mejor no enterarse de lo que está sucediendo alrededor.

Existen familias y sociedades en las que se enseña y se transmite claramente ante qué es necesario tener miedo y huir. Es el caso de un aprendizaje sano en el que se identifica la fuente del peligro.

Y también existen familias y sociedades en las que aparentemente no se identifica ningún peligro de forma clara pero en cambio se transmite el miedo a través del cuerpo (se dice que no se tiene miedo pero la persona está tensa, tiembla, etc.)

Si la palabra y el acto que sustenta ese discurso están en consonancia, esta situación no desencadenará ninguna alteración en la percepción del sujeto.

Pero cuando palabra y acción son opuestas y se refuerza la palabra como fuente de la verdad, la persona crece dividida en dos. Crece haciendo caso exclusivamente al discurso, siendo incapaz de ver que los actos que la acompañan son diametralmente opuestos.

Ha crecido sin ser consciente de esa disociación.

Desde el punto de vista psicológico es un estado afectivo, emocional, necesario para la correcta adaptación del organismo al medio, que provoca angustia y ansiedad en la persona, ya que la persona puede sentir miedo sin que parezca existir un motivo claro.(Wikipedia)

Repito, el cuerpo es el primero en registrar esa incoherencia, pero la mente esta incapacitada para interpretar esos mensajes y reaccionar. Por eso digo que la comunicación entre el cuerpo y la mente está cortada o es defectuosa.

Y si éste es el caso, la persona vive en un estado de desazón permanente en el que entra en un situación emocional de ansiedad y angustia, sin comprender de dónde proviene ese estado, o incluso, sin ser consciente de que lo padece.

Por ésta razón es importante estar alerta y aprender a escuchar al cuerpo. Cuando irrumpe una enfermedad o una dolencia no es gratuita su aparición. Probablemente habrá un importante componente emocional asociado.

Desde el punto de vista social y cultural, el miedo puede formar parte del carácter de la persona o de la organización social. Se puede por tanto aprender a temer objetos o contextos, y también se puede aprender a no temerlos, se relaciona de manera compleja con otros sentimientos (miedo al miedo, miedo al amor, miedo a la muerte, miedo al ridículo) y guarda estrecha relación con los distintos elementos de la cultura. (Wikipedia)

Cada uno de nosotros ha aprendido a comportarse ante el peligro de la misma forma en que lo hacía el entorno familiar y social en que se nació.

Existe una película magnífica que muestra de forma clarísima cómo un grupo utiliza el miedo para conseguir que ninguno de los miembros abandone el grupo. Se trata de «El bosque» (The village) del director M. Night Shyamalan.

Hablamos de una película, pero si nos trasladamos a la vida real, en las familias existe el mismo tipo de funcionamiento.

El trabajo al que nos enfrentamos como adultos consiste en seguir el rastro que va dejando nuestra forma de relacionarnos con nuestro cuerpo y con los otros para poder identificar si crecimos con esta disociación o no.

Es gracias a la comprensión del funcionamiento en el que crecimos que es posible liberarse de ese lastre que arrastramos, llamado aprendizaje. Esta comprensión permite al sujeto elegir realizar un nuevo aprendizaje desde la consciencia.

Es como ir desenredando una madeja siguiendo la punta de un hilo. En este caso, el hilo lo constituye la forma que cada uno tiene de relacionarse con su cuerpo y con el otro.

Nos podríamos preguntar el lugar que ocupa nuestro cuerpo en nuestra propia vida: ¿existe?, ¿es algo de lo que abuso?, ¿lo cuido?

Y, como todo en la vida, cada uno es libre para decidir si quiere o no desenredar su propia madeja.

Yo digo que es absolutamente recomendable hacerlo, pero repito, cada uno hará lo que puede.

A lo mejor hacerlo resulta demasiado doloroso y es mejor «no revolver el avispero».

La próxima semana hablaré sobre el estrés.

(Imagen: www.giovanny10.blogspot.com)

Las pérdidas y la necesidad de atravesar un duelo

(Por Clara Olivares)

Este es un tema que por lo general, la gente evita tratar.

Está muy afianzada en nuestra sociedad la negación de cualquier cosa que represente una «muerte»: envejecer, tener una dolencia física, cumplir años, perder una relación, etc., o dicho de otra forma todo aquello que signifique una pérdida.

Se penaliza duramente mostrar signos de «debilidad» de cualquier índole. Siempre se debe y se tiene que ser «fuerte».

¿Y eso qué significa?

Pareciera que mostrarse humano, es decir, expresar los sentimientos, los miedos y las angustias estuviera prohibido.

Ser y mostrarse vulnerable está vetado. Es como si el fin último a alcanzar fuese el de convertirse en una máquina tipo replicante en el más puro estilo de la película «Blade Runner».

Pero lo paradójico del asunto es que esta imposición de silencio y de negación es imposible de llevar a cabo, ya que siempre lo emocional busca la manera de expresarse.

Puede ser a través de una dolencia física (como un dolor de espalda, por ejemplo), o de una depresión, o de una contractura, o de una dermatitis, etc.

Es imposible negar una parte que conforma nuestra propia naturaleza, el ser humano es cuerpo, mente y emoción.

Hay pérdidas reales (una muerte, una bancarrota, un empleo) y pérdidas simbólicas (cambiar de década, una amistad, estatus).

Lo interesante es que, por lo general, toda pérdida real va asociada a una simbólica.

¿Qué representaba eso para mí? El hecho de saber que nunca más voy a volver a ver a esa persona, o que no voy a rejuvenecer, etc. ¿me resulta insoportable? ¿Qué hago con el desgarro que siento por dentro?

Es más fácil barrer esos sentimientos y meterlos debajo de la alfombra, a lo mejor, con suerte desaparecen.

Pero desafortunadamente no es así.

Siempre vuelven a aparecer, de forma enmascarada en la mayoría de los casos.

De ahí el título de este artículo, es necesario que se viva el duelo por esa pérdida. Es importante que se tome contacto con nuestro sentir y se atraviese el dolor.

Si no es así, es imposible que se pueda liberar el dolor, siempre permanecerá allí agazapado. Lo puedo negar, esconder, enmascarar, pero continuará existiendo y hasta que no contacte con él no me podré liberar de su influencia.

Perder siempre produce dolor.

Las personas con creencias religiosas lo tienen muy presente y su religión les ofrece fórmulas para poder hacerlo soportable: obtener méritos para la vida eterna. Es una alternativa muy útil para los creyentes.

Para aquellos que no creen en un dios, la alternativa que queda es la de la introspección.

Bucear en el síntoma que se manifiesta (migrañas, erupciones, hernias discales, etc.) hasta descubrir la emoción que subyace.

Se impone realizar un doble trabajo: el personal y el que va en contra de los dictados sociales que banalizan el dolor.

Si cogemos un periódico o vemos un telediario, descubriremos asombrados el incremento de productos y de ofertas que se ofrecen para «conjurar» la «muerte»: cremas, tratamientos, terapias para ser feliz, cómo conseguir la pareja perfecta para siempre, etc.

Pero se está olvidando algo fundamental: todas éstas mercancías las diseñan personas para personas.

Somos seres humanos, es decir, sentimos. Y lo que sentimos se expresa siempre, nos guste o no.

Por eso creo que es de crucial importancia darse permiso para vivir y atravesar el duelo que genera una pérdida. Es necesario que lloremos y que seamos conscientes de nuestra fragilidad y de nuestra condición de humanos.

Si nos empeñamos en seguir negando esta realidad, estaremos a un paso de convertirnos en seres duros y despiadados, lo que ya está contribuyendo  a la transformación de la sociedad, cada vez más inhumana.

¿Eso es lo que queremos para nuestra vejez y es el legado que le queremos dejar a nuestros hijos y a nuestros nietos?

No deja de sorprenderme aún la transformación que se opera en un desconocido cuando se le reconoce su sentir: es como si recuperara su dignidad y comenzara a brillar de nuevo.

No es tan complicado, basta con un «tiene razón, eso que cuenta es injusto», o «entiendo que esa situación le moleste o le enfade» por poner dos ejemplos.

El punto central es trasmitirle a esa persona que «tiene derecho a existir», es decir, es legítimo que sienta lo que siente. Si alguien está enfadado o triste, lo está sin más.

¿Qué sentido tiene decirle que no puede sentir lo que siente si lo siente?

Es de locos.

¿Por qué nos asusta tanto la expresión de nuestros sentimientos? En especial aquellos que han sido catalogados como «negativos» (como si existieran sentimientos y emociones positivas y/o negativas).

Los sentimientos y las emociones son eso: sentimientos y emociones, nada más. Cada uno siente lo que siente: dolor, ira, tristeza, etc.

Yo me sonreía cuando dictaba cursos en los que este tema afloraba: nunca fallaba, la gente siempre calificaba los sentimientos y las emociones en «positivos» y «negativos», en donde el objetivo a conseguir, por supuesto, era el de extinguir aquellos que pertenecían a los negativos.

Es hilarante, como si eso fuera posible. Alguien está triste o enfadado y eso es lo que siente. ¿Y qué puede hacer si es lo que siente, por mucho que ponga todo el empeño en no sentir lo que siente?

Qué discurso más loco…

No es de extrañar que comiencen a aparecer cada vez más personas escindidas y haya un enorme florecimiento de narcisistas.

Quizás la resistencia pasa por luchar para evitar caer en alguna de estas dos alternativas.

¿Y por qué no comenzamos a darnos permiso para sentir?

En el próximo artículo voy a continuar hablando de la culpabilización.

(Imagen: www.inpsico.com)

La ansiedad: amiga (o enemiga) inseparable.

(Por Clara Olivares)

Cómo canta el bolero: «… ansiedad, angustia y desesperación!» A menudo se utilizan las palabras ansiedad y angustia como sinónimos.

Pero, ¿qué es la ansiedad? Retomando las palabras de Freud, hablaríamos de «un estado afectivo penoso».

Y me parece que la clave la encierra el término afectivo.

Finalmente la ansiedad-angustia es un síntoma, y los síntomas indican que algo no anda bien.

Ésta se manifiesta a través de síntomas físicos tales como sudoración, palpitaciones, encogimiento en la boca del estómago, temblores y/o síntomas psicológicos como un temor indeterminado, un «no me hallo», siento miedo pero no logro saber a qué, terror a las cucarachas… etcétera.

La ansiedad es una respuesta natural del organismo que pone al individuo en un estado de alerta que le prepara para huir de un peligro real. Puede tratarse de un peligro físico o psicológico. La ansiedad advierte al sujeto de que es mejor que salga corriendo.

Es importante no confundir la angustia vital (la que se activa ante un hecho/situación real) de la angustia neurótica (que se activa cuando inconscientemente se evita una situación en la que se pueda recrear un acontecimiento traumático, o el temor a sentir, o al placer, etc.).

La angustia vital es evidente: me van a atacar con un objeto contundente, más vale que corra si no quiero morir.

La neurótica es más compleja.

Siempre subyace un sentimiento bajo la ansiedad. Suele ser, casi siempre, miedo o rabia, o las dos.

Cuando irrumpe la angustia podemos hacer muchas cosas al respecto, evidentemente. Pero existe un tipo de personas, bastantes desagradables por cierto, que, cuando sienten angustia buscan a alguien sobre quien «vomitarla».

Y digo vomitarla porque es eso precisamente lo que hacen. Se deshacen de ella traspasándosela a otro, quitándosela de encima y se quedan tan tranquilas.

¿O no recordamos la desagradable sensación con la que nos quedamos después de que nos la han endosado y nos han colocado encima toda esa angustia?

Como diría mi terapeuta: cada uno debe aprender a gestionar su propia angustia. Y yo añadiría: sin molestar o dañar a otro.

El título de este artículo habla de ella como de una «amiga inseparable» (aunque algunas veces se vive como una enemiga).

La llamo así porque pasará mucho tiempo hasta que descubramos cuál es el sentimiento que subyace y es este descubrimiento el que permite su tránsito hacia la consciencia. Ya  todos sabemos que es desde ese lugar en donde es posible modificar realmente este funcionamiento.

Si esto no se da, siempre estaremos a merced de lo que sentimos. Será nuestro inconsciente quien tome las riendas de nuestras vida y actúe por nosotros.

Seguramente su dominio estará apoyado por una serie de ideas catastróficas del tipo: si tomo contacto con mi angustia me enloqueceré, o, los demás se van a dar cuenta de que no estoy bien, o…

De ahí surge la mágica idea de pensar que si controlamos todo o a todos, neutralizaremos su poder. Inconscientemente, por supuesto.

¿Cuántos años de nuestra vida no hemos invertido en intentar controlar? En mi caso, muchos.

Luego, cuando nos hacemos conscientes, descubrimos que es imposible el control. Es un espejismo.

Pero volvamos al miedo. La angustia que se vivió durante las etapas anteriores de nuestra vida y que nos marcó sin lugar a dudas, se gesta en situaciones de incertidumbre o de inestabilidad casi siempre.

Y me refiero a una incertidumbre concreta y real, pero de índole psicológica y por lo general no explícita y, sobre todo, muy sutil. Es algo así «como no tener jamás la seguridad de saber si»: somos queridos, o, capaces, o, valiosos, o, somos importantes para alguien, etc.

Nos hemos inventado unas estrategias variadas y algunas estrafalarias para no sentir esa angustia: o, siempre estamos ocupados, o, acompañados, o, nos dedicamos a beber, o, comemos demasiado o no comemos, o, no paramos de hacer cosas, el abanico es tan variado como lo somos los seres humanos.

Es solo desde la consciencia que se puede hacer algo. Nosotros decidimos el que.

¿Deseamos perpetuar este comportamiento? ¿Le hacemos frente y lo vivimos, aunque hacerlo signifique pasarlo mal? ¿No deseamos hacer nada al respecto?. Cada uno de nosotros decide.

Lo que sí sé es que mientras no empecemos a tomar contacto con ese sentimiento y le reconozcamos, es decir, le aceptemos y nos digamos a nosotros mismos que sí, que ahí está, seguiremos siendo sus esclavos.

A los demás siempre les podemos contar lo que nos plazca, pero engañarnos a nosotros mismo no conduce a nada y, básicamente, no nos sirve para nada. Al contrario, es «escupir para arriba» como reza el dicho popular.

Es exclusivamente a través de la comprensión de lo que nos sucede y de los orígenes de nuestros funcionamientos que será posible liberarnos de aquello que nos limita y coarta.

No todo el mundo tiene que escoger esta alternativa, faltaría más! Siempre se puede escoger la opción de no querer hacer nada al respecto y es muy respetable.

Lo que no debemos olvidar jamás es que somos el resultado de nuestras propias decisiones y que estas decisiones traen consecuencias. No nos queda más remedio que aceptarlas, aunque sea a regañadientes.

En mi próximo artículo voy a hablar sobre los límites.

(Imagen: http://derechoanimal.es)