Los secretos

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Por Clara Olivares

¡Qué difícil resulta cargar con un secreto!

Lo que es cierto es que todos tenemos uno o varios. Los hay inconfesables y los hay menos graves.

El punto importante a tener en cuenta es la implicación que tendría para otras personas el hecho de que éste se conociera.

Y el drama es precisamente ese porque siempre afecta a otrospor esa razón es un secreto.

Resulta primordial que no se sepa.

Cuántas películas se han hecho y cuántos libros se han escrito teniendo este tema como argumento.

Los secretos son algo oculto.

Y lo está, porque sino fuera de esa manera afectaría relaciones, familias, empresas, etc.

El secreto es excluyente por el hecho mismo de serlo. Así, se crean dos grupos excluyentes entre sí: los que lo conocen y los que no.

¿Cómo determinamos el punto que separa a los dos grupos?

Podría entrar en una disgregación inacabable sobre este punto, pero mi objetivo no es ese.

Pienso que la clave radica en calibrar muy bien las consecuencias que acarrearía desvelarlo.

Muchos chantajes se han hecho amenazando con hacer pública una información.

Pero, a veces, no es necesario llegar hasta esos extremos.

Compartimos un secreto con otro cuando confiamos en esa persona. Le damos un voto de confianza que esperamos, sepa corresponder con la misma moneda.

Pero, en ocasiones no resulta ser así. Cierto es que cuando confiamos un secreto estamos involucrando a esa persona en el grupo que lo separa de «los que no lo conocen», y, además, le cargamos con un peso al no poder revelarlo.

Porque si fuera de dominio público no sería un secreto, evidentemente.

Cuando contamos un secreto que nos habían confiado estaríamos traicionando la confianza que ese alguien depositó en nosotros. Algo que pertenecía a lo privado lo hemos convertido en público.

Muchas veces confiamos en alguien que creemos que merece nuestra confianza y, no es verdad. Porque hay personas que son incapaces de guardar un secreto, o, simplemente en su cabeza no tienen establecida la frontera que marca los límites entre lo privado y lo público.

No tienen interiorizada la noción de límite. Es como si al contar las intimidades de otra persona se valorizaran ante los ojos de quienes les escuchan.

Sus necesidades de reconocimiento, valoración y de inclusión son tan grandes que no se paran a pensar si lo que están contando es correcto o no lo es.

Quizás crean que es algo banal y por eso lo cuentan. Pero lo peligroso de esa actuación es que no piensan en ningún momento si para quien les confió el secreto no era algo banal.

La falta de consciencia de esos límites es muy dañina.

Existe la creencia tácita de que hay cosas que no se cuentan fuera de los entornos íntimos como son la pareja, la familia y la amistad.

Pero desafortunadamente hay personas que cuentan todo lo que sucede en cualquier entorno. No son capaces de discernir entre qué se puede contar y qué no.

O, también es cierto que quienes son conscientes de que les resulta imposible guardar un secreto optan por advertírselo a sus allegados. Detalle que es de agradecer.

Para terminar cito a William Le Pen: «Es sabio no hablar de un secreto; y honesto no mencionarlo siquiera.»

En mi próximo artículo hablaré sobre las relaciones virtuales.

 

(Imagen: elblogderamon.com )

 

Resiliencia

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Por Clara Olivares

«La resiliencia es la capacidad de los seres vivos para sobreponerse a períodos de dolor emocional y situaciones adversas. Cuando un sujeto o grupo es capaz de hacerlo, se dice que tiene una resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o incluso resultar fortalecido por éstos…»

Wikipedia

 Según los expertos, todos los seres humamos nacemos con esta capacidad, aunque no todos la desarrollan.

¿Por qué?

Me atrevería a decir que tiene que ver con las dificultades a las que cada persona ha tenido que enfrentarse en su vida.

Como reza el dicho: «lo que no te mata, te hace más fuerte».

He observado que aquellos que han tenido existencias difíciles ya sea física, emocional o económicamente suelen poseer una actitud diferente hacia la vida.

O bien están amargados, o bien desarrollan esa capacidad innata de la resiliencia. No obstante, estoy convencida de que convertirse en alguien amargad@, es una decisión que se toma consciente o inconscientemente en un momento de la vida.

La resiliencia no se debe comparar con una actitud pesimista u optimista. «Ver el vaso medio lleno o medio vacío», ayuda pero no es suficiente. La resiliencia es más que eso.

Significa pasar a la acción, avalar con nuestros actos nuestra forma de enfrentar la existencia.

Hay quienes tienen una existencia «tranquila» y otros que no la tienen.

«La resiliencia es la entereza más allá de la resistencia». No es simplemente resistir un período difícil, como digo más arriba, es demostrar con los hechos nuestra actitud. Es enfrentarse a la vida manteniendo la convicción de que se va a salir adelante, aunque la realidad te esté mostrando lo contrario.

No siempre se es consciente de la propia resiliencia, éstas personas consideran que esa es la forma natural de reaccionar ante las situaciones adversas.

Para alguien que siempre ha actuado así, resulta sorprendente la admiración que su propia actitud despierta en otros.

Es más, las dificultades y los obstáculos suponen un reto para ellas. Pareciera que éstos las aguijonearan y que recurrieran a toda su creatividad para sortearlos.

 Existe una certeza de que lograrán atravesar ese bache en el camino. Y lo cierto es que así lo hacen.

Los expertos apuntan una serie de características que poseen las personas que desarrollan su capacidad de resiliencia.

Éstas serían:

  • Sentido de la autoestima fuerte y flexible
  • Independencia de pensamiento y de acción
  • Habilidad para dar y recibir en las relaciones con los demás
  • Alto grado de disciplina y de sentido de la responsabilidad
  • Reconocimiento y desarrollo de sus propias capacidades
  • Una mente abierta y receptiva a nuevas ideas
  • Una disposición para soñar
  • Gran variedad de intereses
  • Un refinado sentido del humor
  • La percepción de sus propios sentimientos y de los sentimientos de los demás
  • Capacidad para comunicar estos sentimientos y de manera adecuada
  • Una gran tolerancia al sufrimiento
  • Capacidad de concentración
  • Las experiencias personales son interpretadas con un sentido de esperanza
  • Capacidad de afrontamiento
  • La existencia de un propósito significativo en la vida
  • La creencia de que uno puede influir en lo que sucede a su alrededor
  • La creencia de que uno puede aprender con sus experiencias, sean éstas positivas o negativas

Desarrollar la propia capacidad de resiliencia permite tener la sensación de un control sobre aquello que podemos controlar y de una aceptación de lo que se escapa a nuestro control.

Ya lo he dicho en otros artículos, aceptar la realidad que nos brinda la vida es un síntoma de sanidad mental.

Una aceptación que jamás debe confundirse con la resignación. Ésta significaría «bajar los brazos» y dejar de luchar.

Quienes han sido personas resilientes siempre hallan el aprendizaje que la situación a la que se han visto sometidas les ha ofrecido.

Os pregunto: ¿Cómo os enfrentáis a los avatares de la vida?

Probablemente no como quisiérais ni como deberíais, sino simplemente como podéis.

En mi próximo artículo hablaré sobre las compulsiones.

(Imagen: www.adeccorientacionempleo.com)

 

 

 

La compasión

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Por Clara Olivares

La compasión (del latín cumpassio, calco semántico o traducción del vocablo griego συμπάθεια (sympathia), palabra compuesta de συν πάσχω + = συμπάσχω, literalmente «sufrir juntos», «tratar con emociones …», simpatía) es un sentimiento humano que se manifiesta a partir y comprendiendo el sufrimiento de otro ser. Más intensa que la empatía, la compasión es la percepción y comprensión del sufrimiento del otro, y el deseo de aliviar, reducir o eliminar por completo tal sufrimiento.

Wikipedia

 

Me parece perfecta para ilustrar el tema una de la primeras escenas de la película «Blade Runner» (Ridley Scott, 1982), en la que mediante un test, se busca despertar respuestas emocionales en el individuo con el fin de detectar a un tipo de robots, llamados replicantes, que han vuelto a la tierra sin permiso.

Los replicantes carecen de emociones, así que una de las preguntas que le hacen a uno de los personajes (León) es: «…ud. va caminando por un desierto y ve una tortuga patas arriba, ésta no puede girarse sola»… «Él permanece en silencio y el examinador le dice, ¿ud. no la ayuda?».

Hay personas que funcionan igual que los replicantes: no se conmueven con el dolor ajeno.

Son incapaces de sentir empatía con el otr@. A este tipo de gente la pongo en el grupo de los «corazones de piedra». Y desgraciadamente hay más de los que se desearía.

Como dice la definición: «… la compasión es la percepción y comprensión del sufrimiento del otro, y el deseo de aliviar, reducir o eliminar por completo tal sufrimiento.»

Y me pregunto: las personas compasivas, ¿nacen o se hacen?

Yo me atrevería a afirmar que nacen así, aunque la educación a veces ayuda, pero no es una garantía.

El factor cultural juega un papel primordial en este tema. Los occidentales hemos estado influidos por la religión católica durante siglos, y ésta ha dejado su impronta.

Mostrar compasión ante el sufrimiento ajeno es una de ellas, y, desde esa herencia escribo.

He conocido gente que no se conmueve con el dolor de alguien pero que llora cuando ve un perro abandonado.

Esta incongruencia me lleva al siguiente punto: ¿son humanos?

Y cuando digo humanos, me refiero a esa característica que nos es propia: ser compasivos, sentir compasión.

Un abrazo, un apretón de manos, una mirada, etc. Cualquier manifestación por nuestra parte que le haga saber al otro que le acompañamos en su dolor y que lamentamos que esté pasando por ese momento.

Por eso en España, cuando alguien muere, la frase que se le dice al deudo es : «te acompaño en el sentimiento».

Leí en algún sitio que la compasión es lo que diferencia a una persona perversa de una que no lo es.

Y comparto esta afirmación.

Ya he hablado en otros artículos sobre los perversos o «perversones», como llamo a aquellos que tienen ramalazos de perversión.

No es de sorprender que en el budismo y en otras religiones orientales exista el buda de la compasión, o, Avolokitésvara.

La historia de este buda dice que «hizo un gran voto para escuchar los ruegos de todos los seres sensibles en momentos de dificultad y posponer su propia «budeidad» hasta haber ayudado a cada ser sobre la tierra a alcanzar el nirvana«.

Me parece que su figura resume claramente el concepto de la compasión.

No se trata únicamente de resonar con el sufrimiento del otro, es dar algo de uno mismo.

Es salir de nuestro propio egoísmo para tenderle la mano a otra persona.

Pero tendérsela desde el corazón, no desde la cabeza.

Existen seres que «parecen» compasivos, pero no lo son. Aparentan y representan un papel de alguien que se conmueve y es empático, pero, es una simple actuación.

Cuando una persona de verdad es compasiva, la otra siente su cercanía.

Preguntémonos si a lo largo de nuestra vida hemos sido capaces de mostrar compasión por alguien, o, si aquellos que presumen de ser compasivos en verdad lo son. Seguramente nos llevaremos más de una sorpresa.

En mi próximo artículo hablaré sobre la imagen vs. la identidad.

(Imagen: www.coaching-tecnologico.com)

 

 

 

 

 

 

 

Relaciones fusionales

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Por Clara Olivares

No resulta tan evidente comprender el esquema de funcionamiento de una relación fusional.

El concepto parte de la idea de fusión: f. Acción y efecto de fundir o fundirse.

Real Academia de la Lengua

 

En otras palabras, las relaciones fusionales se caracterizan por el hecho de que una persona, literalmente, se «funde» con otra dando como resultado una pérdida total o parcial de la propia identidad.

Este tipo de relación se suele establecer desde la niñez hasta la adolescencia. Por lo general, se da entre padre(s) e hijo(s).

Es el progenitor quien establece este tipo de vínculo, en donde al niñ@ le resulta prácticamente imposible negarse.

¿Por qué?

Básicamente por la sencilla razón de que es un niñ@, y, como tal, depende del adulto para estructurarse internamente y así poder sobrevivir.

¿Qué necesitaría un niñ@ para crear una base sólida que le permita crecer con una identidad fuerte?

Se podrían resumir en tres puntos.

  1. Sentir el amor del adulto y tener una conexión con él
  2. Recibir suficiente cuidado y nutrición (física, psíquica y emocional)
  3. Aprender las estructuras y normas necesarias para interiorizar los límites y, por lo tanto, sentirse seguro.

Desgraciadamente la totalidad de estos puntos no suelen estar presentes en este tipo de relaciones.

Un padre/madre con una débil estructura psíquica, «fagocita» al hij@ para apoyarse en él/ella con la esperanza (inconsciente) de que éste le dé todo aquello de lo que carece.

En este caso, el adulto no le proporciona ninguno de los puntos que describo más arriba, y si lo hace, es de manera muy precaria.

Así, la situación del adulto hace que éste no reconozca las necesidades ni los deseos del niño. Dicho de otra forma, le niega.

Es incapaz de permitir que las señales, necesidades y deseos del bebé/niñ@ sean los que determinan las acciones y no las necesidades y los deseos de los padres.

Los niñ@s que han sufrido este tipo de relaciones suelen repetir el mismo esquema cuando son adultos. Lo repiten porque fué ese modelo el único que tuvieron.

Para ser aceptados y queridos aprendieron a fundirse con el otro sacrificando así su propia identidad.

Más adelante, con sus parejas, vuelven a recrear el mismo patrón

Son personas que desean que sus parejas y ellas sean, literalmente, una sola persona.

No hay diferenciación entre una y otra. Les resulta imposible concebir otro tipo de relación.

Este tipo de personas suelen establecer vínculos (inconscientemente) con el otro buscando ese amor, disfrute y/o protección del cual carecieron

Este déficit hace que esta búsqueda se convierta en su meta, dándose los siguientes tipos de comportamiento:

  1. los que salen a perseguir su meta
  2. los que niegan esa meta y van en contra de ella
  3. Los que se mueven entre un extremo y el otro, o dicho de otro modo, los ambivalentes.

Como señalo más arriba, se recrea el mismo tipo de vínculo que tuvieron en su infancia con la madre. Con sus parejas expresan la misma forma de relacionarse que su propia madre tuvo con ellos.

Hablaríamos entonces de cuatro formas básicas de establecer el vínculo:

  1. Búsqueda de un apego seguro: el individuo se siente angustiado por lo que con frecuencia busca en los demás ayuda y apoyo. Se sienten cómodos con la intimidad, se dejan conocer y suelen confiar en los demás. Probablemente tuvieron una relación cálida con uno de los progenitores o con ámbos. Percibieron la relación de sus padres como buena y basan las suyas propias en la confianza.
  1. Evitación de intimidad: son individuos que les cuesta mucho reconocer su propia angustia y por ende la búsqueda de apoyo. Son personas que no se sienten cómodas con la intimidad y no les gusta depender de nadie, razón por la cual les cuesta mucho abrirse a su pareja. Han tenido madres frías con tendencia a juzgar y a rechazar al otro. No creen mucho en la durabilidad de las parejas y la intensidad de su amor decrece con el tiempo.
  1. El apego ansioso-ambivalente: son individuos que muestran una hipersensibilidad hacia las emociones con matices negativos y muestran su angustia de manera intensa. Presentan grandes dudas respecto a su propia valía y suelen sentirse incomprendidos por el otro. Buscan parejas complicadas con una carga sexual muy fuerte con las cuales puedan vivir su amor ansioso. Seguramente tuvieron un padre/madre intrusivo y/o ambivalente que fueron percibidos como injustos. Buscan relaciones fusionales basadas en la dependencia afectiva y la idealización.
  1. Apego desorganizado y desorientado: expresan conductas contradictorias, como por ejemplo, se acercan pidiendo apoyo mirando hacia otro lado, o saludan al otro girando la cabeza sin mirarle.

Abría este artículo diciendo que este tipo de relaciones no son tan evidentes de explicar. Quienes las han padecido, perciben de manera inconsciente el mundo más desde la intuición que desde la cabeza. Aunque, paradójicamente, usen la racionalización como mecanismo de defensa.

En mi próximo artículo hablaré sobre la compasión.

(Imagen: www.telejunior.blogspot.com)

El arte de la discusión

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Por Clara Olivares

La palabra «discusión» en muchas ocasiones se confunde con el concepto de «pelear» o de «pelea».

Cuando se entabla una pelea, ésta sólo tiene dos finales posibles: ganar o perder. Consiste en un enfrentamiento entre dos o más personas/grupos en los cuales el objetivo que se persigue es el de combatir al otro(s) para, finalmente, imponer la propia voluntad y/o el propio punto de vista.

En otras palabras, lo que se hace es combatir. Nada más lejos del deseo de comunicar. En una pelea se emite un juicio sobre la idea o sobre la persona y se le califica: estás conmigo o contra mí.

En cambio discutir, como señalo en el título de este artículo «es un arte».

Una discusión es un discurso o una conversación en la que se intercambian puntos de vista, ponencias y críticas sobre un tema propuesto a debate. A menudo los grupos poseen ideas o visiones contrapuestas. 

Wikipedia

 La discusión enriquece.

Desgraciadamente, la educación que hemos recibido no nos enseña a discutir.

Por lo general, la curiosidad queda fuera de la ecuación, y sólo ésta permite que averigüemos de donde proviene el parecer del otr@.

Ésta (la curiosidad) hace que dejemos de mirarnos el ombligo y levantemos la vista para comenzar a «ver» al otr@.

Nos podremos plantear preguntas tales como:¿Qué ha hecho que esta persona piense de tal o cual manera? ¿De dónde provienen sus ideas? ¿Son suyas realmente o se las han transmitido?

Si ante una discusión alguien llega a tomárselo como un ataque personal, valdría la pena que se cuestionara sobre el porqué lo vive como una agresión.

Disentir con una idea jamás implica un ataque. Al contrario alguien disiente por una serie de razones que le han conducido a pensar o a sentir de esa forma.

Razones que, en la mayoría de los casos, no nos tomamos la molestia de indagar.

Oponerse por sistema es una actitud que adoptan algunas personas. Lo hacen porque seguramente aprendieron a funcionar así , o, por simple y llana rebeldía, o, porque esta era el único recurso de que dispusieron para sobrevivir a un entorno en donde la diferencia estaba prohibida.

Oponerse es una forma de confirmarse como individuo único e irrepetible. Ser consciente de esa unicidad es vital para la construcción de una identidad sólida.

Esta actitud hace que, por lo general, quienes poseen este tipo de funcionamiento no sean muy conscientes de éste, y que, seguramente de manera inconsciente, teman adentrarse es ese terreno.

Sin duda, llegar a saber cuáles son estas razones, requiere poseer un mínimo de auto-reflexión que le permita cuestionarse a sí mism@ sin el temor a lo que se pueda encontrar.

Repito, la discusión enriquece, no sólo porque ayuda a conocer al otro sino porque fomenta el autoconocimiento.

Quizás esta resistencia pueda deberse a la imposibilidad de soportar la diferencia. Diferencias que se expresan a través del pensamiento, las emociones, las acciones y el aspecto físico.

En algunos casos, esta imposibilidad puede ser fruto de una relación fusional con alguno de los progenitores.

Obviamente, existen grados de fusión. Quizás, el hecho de manifestar esa diferencia era penalizada en el entorno familiar y la consecuencia era la exclusión del grupo.

Hablo de la familia, pero este principio es aplicable a cualquier grupo: iguales, colegas, amigos, etc.

Ser o mostrarse diferente está mal visto.

De esta reflexión se desprende el terror que puede despertar en alguien que ha vivido esa experiencia ser protagonista de una discusión.

Me parece que cuándo descubramos lo apasionante que puede llegar a ser una discusión, seguramente nos haremos fans de ella.

En mi próximo artículo hablaré sobre las relaciones fusionales.

(Imagen: www.todoavatar.com)

La depresión

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Por Clara Olivares

Antes de comenzar el artículo quiero aclarar que voy a hablar de la depresión vital, no de la depresión clínica, esa es otro asunto.

La depresión ha sido denostada, temida, vapuleada, degradada, descastada, pero yo soy una gran fan de ella.

Me sorprende el miedo que por lo general despierta. Es el coco, la «bicha», nadie quiere saber de ella.

¿Por qué se la teme de esa manera?

Imagino que la rodea un halo de prejuicios: «es malo deprimirse«, aunque no se dice por qué, «debes evitar deprimirte«…

Me parece que a las personas se les dispara el imaginario más catastrófico cuando se la nombra.

Pero me parece que justamente, es gracias a ella que contactamos con nuestros sentimientos más profundos.

Cierto es que cuando se destapa la caja de Pandora, no podemos saber (ni controlar) de antemano que puede salir de ella, y, eso genera mucho miedo.

Lo que no sabe la mayoría de la gente es que, deprimirse forma parte del proceso vital de crecimiento interior, en otras palabras, madurar.

Sólo cuando contactamos diréctamente con nuestros sentimientos y permitimos que éstos nos embarguen, sabremos quienes somos en realidad.

Sé de un caso en el que un señor un día se sentó en una silla (sólamente salía para ir a trabajar) y estuvo llorando durante un mes. Al cabo de ese tiempo, se levantó y retomó su vida cotidiana.

Jamás un proceso vital se completa totalmente hasta que no nos deprimimos.

Es necesaria, en algún momento de nuestra vida tenemos que deprimirnos y sentarnos a llorar.

Si no contactamos con nuestro sentir profundo y verdadero jamás conseguiremos la madurez.

Me decía una terapeuta: «para que un proceso terapéutico se complete, es indispensable que la persona viva una buena depresión«.

Gracias a ella nos humanizamos.

Es como si, de alguna forma, comenzáramos a ver el mundo desde otra óptica. Las cosas de la vida pasan de ser «blanco o negro» para adentrarnos en una visión que contempla todas las gamas del gris.

Ante cualquier evento al que nos enfrentamos podemos comenzar a mirar muchos más aspectos, aparte de lo que resulta obvio. Es como si comenzáramos a observar todo aquello que tiene lugar «tras bambalinas».

Seremos capaces de mirar «más allá» y, lo más importante, el órgano que comienza a tomar relevancia es el corazón.

Vemos con los ojos del corazón, no con los de la razón.

Y, eso, marca una diferencia abismal.

No estamos habituados a contemplar el mundo desde esta perspectiva, ni el mundo tampoco.

El corazón tiene razones poderosas para sentir lo que siente, aunque en muchas ocasiones se nos escape su significado profundo.

Podemos engañar a la razón con un discurso elaborado, pero al corazón, jamás.

Y es aquí cuando entran en juego todos los posibles sentimientos que alguien o algo nos despierta. Escapan a los juicios… se siente lo que se siente sin más.

¿Por qué no intentamos ser honestos con lo que sentimos? Hagamos la prueba. Igual nos sorprendemos.

En mi próximo artículo hablaré sobre la frustración.

(Imagen: www.revistareplicante.com)

La obediencia

 

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 Por Clara Olivares

No resulta tan fácil ni tan evidente hablar sobre este tema.

Me parece que, para abordarlo tendría que partir de las definiciones que existen del término, para así, ir desgranando todo lo que éste implica.

El término obediencia (del Lat. ob audire = el que escucha), al igual que la acción de obedecer, indica el proceso que conduce de la escucha atenta a la acción, que puede ser puramente pasiva o exterior o, por el contrario, puede provocar una profunda actitud interna de respuesta.

… Obedecer implica, en diverso grado, la subordinación de la voluntad a una autoridad, el acatamiento de una instrucción, el cumplimiento de una demanda o la abstención de algo que prohíbe.

La figura de la autoridad que merece obediencia puede ser, ante todo, una persona o una comunidad, pero también una idea convincente, una doctrina o una ideología y, en grado sumo, la propia consciencia y además, para los creyentes, Dios. (Wikipedia)

Dos de los puntos que señala me parecen muy interesantes: la escucha y la noción de autoridad.

¿Qué hace que obedezcamos? ¿Por qué al escuchar la orden que nos da esa persona que «posee» el poder, acatamos su mandato?

Sin embargo, no tod@ aquel que ocupa un lugar de poder posee autoridad.

Por esa razón me gustaría incluir esta definición:

autoridad f. Derecho o poder de mandar, regir, gobernar, promulgar leyes, etc.

Persona revestida de este derecho o poder.

Crédito y fe que se da a una persona o cosa en determinada materia.

Texto que se cita en apoyo de lo que se dice: diccionario de autoridades.

 sociol. Poder justificado por las creencias de un grupo social que se somete a él.

Esta definición incluye la noción de poder. Para mí, uno de los puntos centrales del tema.

Y creo que es interesante hacer la distinción entre la obediencia porque se «debe» de la obediencia porque «se cree».

Cuando ocupamos un lugar en el que «debemos» obedecer (como en el ejército, o, en el trabajo, por poner sólo dos ejemplos), si no acatamos las órdenes que nos dan, las consecuencias que conlleva nuestra desobediencia, pueden ser más o menos graves, según sea el caso.

Es decir, que en este caso, obedecemos porque existe un poder ante el cual «tenemos» que doblegarnos.

Las razones que nos llevan a plegarnos a las órdenes de ese poder, son muy variadas, pero me parece importante destacar el miedo a las consecuencias que acarrearía la desobediencia, como una de las principales. Y me atrevería a decir que casi la única que nos mueve a doblegarnos.

Esta es una de las múltiples herramientas de las que se vale una persona de corte psicpat@n para conseguir el control sobre el otro.

Esto no significa, en ningún momento, que la orden nos pueda parecer justa, o, que hagamos lo que nos piden por placer.

En este punto, me parece interesante diferenciar entre autoridad y autoritarismo. Quien tiene autoridad, necesariamente ocupa un lugar de poder. Le obedecemos porque queremos hacerlo.

En el caso del autoritarismo, se obedece porque se debe, un «deber» que nace, por lo general, del miedo o/y del temor.

El autoritarismo impone, ejerce un abuso de poder y obliga a obedecer; en cambio la autoridad permite que el otro tome sus propias decisiones.

Entonces, ¿dónde queda nuestra capacidad para elegir?

Y, aquí es donde entra en juego la libertad.

Como lo señalo en artículos anteriores, nosotros elegimos si acatamos o no las órdenes que nos dan. Pero no olvidemos que, la verdadera libertad radica en qué elegimos, sabiendo cuáles son las consecuencias que genera nuestra elección.

Esa es la pequeña-gran diferencia. Sopesamos las alternativas y las consecuencias que éstas traen, antes de decantarnos por una de ellas.

Obedeceremos o no la orden, en función de lo que ésta implica y de lo que se pone en juego a todos los niveles.

No resulta del todo válido decir que «nos mandaron» hacer equis cosa, cada uno de nosotros, en su fuero interno, decidió hacerlo.

Y esta realidad, en general, no suele ser un plato de nuestro gusto.

Hay una película que me llamó la atención por el final que tiene («Devil’s advocate», con Al Pacino, K. Reeves y Charlize Theron). Se trata de la figura del mal encarnado como alguien con mucho encanto que invita al ser humano, a través de la seducción, a optar por la alternativa más atractiva.

Al final, el demonio dice: «la cualidad que más me gusta del ser humano es la del libre albedrío». Es cada un@ quien elige libremente qué hacer.

Cierto es que, en ocasiones, la opción de elegir no se contempla. Si otro nos amenaza con una pistola, lo más probable es que hagamos lo que nos pide, ya que preservar nuestra vida física y/o psíquica es lo más importante en ese momento.

Encuentro fascinante el papel del demonio en la película: es alguien que juega con los puntos débiles del ser humano para atraerle a su mundo. En este caso, juega con la vanidad del protagonista.

Siempre las películas que había visto sobre el tema, lo abordaban casi siempre desde el mismo ángulo: las posesiones demoníacas.

Ésta es la primera que veo que trata el tema desde la libertad que posee cada individuo para tomar las decisiones de su vida.

Y es aquí donde deseo plantear la siguiente pregunta: ¿Obedezco porque quiero, o, porque debo?.

Me gustaría pensar que cada persona escuche esa vocecita interna que le acompaña y decida «hacer lo correcto» (en otras palabras, actuar con ética), aquello que no cause daño a otro(s) y que favorezca la convivencia pacífica.

Habrá quienes posean un ámplio campo de influencia y habrá otros para quienes su círculo de personas cercanas sea reducido. A la larga, esta situación no tiene tanta relevancia.

En la medida en que cada un@ de nosotr@s pueda, ¿por qué no intentar hacer esta vida más fácil y hacérsela mas agradable al otr@?

En mi próximo artículo (15 de Julio) hablaré sobre el sentido de la vida: ¿Para qué vivir?

(Imagen: www.oraturiaencasa.wordpress.com)

La educación (la buena educación)

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Por Clara Olivares

Durante mucho tiempo la buena educación ha sido objeto de burla, se le ha catalogado de «caduca», «añeja», «rancia» por parte de aquellos que promulgaban que las muestras de buena educación expresaban una «coacción» a las libertades personales.

Como dirían en mi tierra: «no confundamos la gimnasia con la magnesia».

¿Qué significa entonces la libertad?

Es éste un término que justifica ¿hago lo que quiero?. Si a alguien se le ocurre decirme que no puedo hacer mi voluntad, ¿realmente me está coartando mi libertad?

Me parece que no.

Si nos remitimos al diccionario de la RAE, libertad se define como:

«… el estado de libertad define la situación, circunstancias o condiciones de quien no es esclavo, ni sujeto, ni impedido al deseo de otros de forma coercitiva. En otras palabras, aquello que permite al hombre decidir si quiere hacer algo o no, lo hace libre, pero también responsable de sus actos.»

Porque, ¿de qué libertad estamos hablando entonces? ¿De la que coarta o de la que decidimos ejercer al tomar nuestras propias decisiones?.

La definición del diccionario introduce un concepto que muchas veces se nos olvida: la responsabilidad.

Si soy libre para tomar mis decisiones, así mismo es mi deber ser responsable de las consecuencias que éstas acarrean.

Sí, ya se que es más conveniente y más fácil quedarse con la parte que decide sin hacerse cargo de la responsabilidad de lo decidido.

El tránsito hacia la madurez está caracterizado por la asunción de las consecuencias de mis decisiones.

Como expresaría alguien alguna vez: «el rumbo que toma la vida de una persona lo marcan las decisiones que ésta toma en determinados momentos de su existencia».

¿Cuáles han sido nuestras decisiones? Cuando tomamos consciencia de ello, ya no vale echarle la culpa a otro. Soy yo quién ha decidido siempre, incluso en las situaciones más adversas.

Y, en este punto es cuando irrumpe el tema principal de mi artículo: la educación.

Me remito a Wikipedia en la búsqueda de una definición, y ésta es la que he encontrado:

La educación, (del latín educere ‘sacar, extraer’ o educare ‘formar, instruir’) puede definirse como:

  • El proceso multidireccional mediante el cual se transmiten conocimeintos, valores, costumbres y formas de actuar. La educación no sólo se produce a través de la palabra, pues está presente en todas nuestras acciones, sentimientos y actitudes.
  • El proceso de vinculación y concienciación cultural, moral y conductual.  Así, a través de la educación, las nuevas generaciones asimilan y aprenden los conocimientos, normas de conducta, modos de ser y formas de ver el mundo degeneraciones anteriores, creando además otros nuevos.
  • Proceso de socialización formal de los individuos de una sociedad. (Wikipedia)

Encuentro esta definición muy completa, ya que encierra varios elementos importantes que es necesario que se tengan en cuenta.

Es más, me atrevería a decir que, el proceso educativo nunca termina, bien sea como padres, tí@s, hij@s, etc.

La educación es la herramienta que permite que una sociedad y sus individuos, o bien, se conviertan en bestias que buscan la satisfacción de sus pasiones, o bien, en una que busca encauzar el torrente pasional presente de forma natural en el ser humano para dirigirlo hacía el bien común.

El Sábado pasado aparecía un artículo muy interesante escrito por Javier Gomá Lanzón en El País a propósito de este tema. En él apuntaba: «… una sociedad será tanto más madura cuanto más respete la ley por convicción íntima de sus ciudadanos». Y cita a Tocquerville: «… el interés reflexivo del ciudadano, ese que no niega el egoísmo individual, sino que lo civiliza para armonizarlo con el bien común…»

Habla de la ley, ese elemento que introduce el padre en la educación de toda criatura humana. Aspecto fundamental y necesario para triangular la relación simbiótica que se establece entre madre e hijo. Es indispensable que la Ley irrumpa para que un individuo o una sociedad madure.

Si observamos algunas sociedades en las que ha primado la satisfacción de las pasiones antes que el bien común, encontramos que éstas utilizan el argumento de «es mi derecho» para justificar atropellos, abusos, indignidades, etc. En otras palabras, crean una sociedad en la que la rige la «ley de la selva» en la que domina la ley del más fuerte.

Y este principio se aplica igualmente a una familia, a un colegio, a unos amig@s…

Se me viene a la mente una imagen que he observado frecuentemente durante los últimos años. La de una mujer caminando con un cochecito de bebé por la acera. Va embistiendo literalmente a cualquiera que se atreva a cruzarse en su camino. Su actitud me transmite un mensaje: mi derecho a transitar por esta acera es más importante que el tuyo.

¿Qué le hace suponer a esa mujer que ella tiene más derecho que el otro?

Mi madre siempre decía: «mi libertad termina donde comienza la del otro».

Y con los años y gracias a la experiencia que me ha dado envejecer, cada vez estoy más de acuerdo con esta frase.

Cuando se enseña a un@ niñ@ a pedir algo con un «por favor», o, a recibir acompañado de un «gracias», se le está enseñando a transmitir a través de esas palabras un principio importante a la hora de aprender a vivir en sociedad: «soy consciente de que tú (el otro) existes, que te respeto y que tienes los mismos derechos que disfruto yo».

Existe un dicho popular español que, a mi parecer, encaja a la perfección con el tema: «Es de bien nacido ser agradecido». Una actitud agradecida por parte de alguien, muestra su reconocimiento y su gratitud hacia quien es educad@ y generos@ con él.

Para nuestra gracia o desgracia, vivimos en sociedad, es decir, con otros. Para garantizar que ésta no se convierta en un caos, es necesario que cada un@ aprenda que, aunque me caiga muy mal mi vecino y a veces tenga ganas de asesinarlo, no por eso voy y lo mato.

En este punto me parece que radica la diferencia entre la buena y la mala educación. Una lleva a la civilización, mientras que la otra conduce al caos.

¿Cuál es la que deseo?

No olvidemos jamás que siempre soy yo quién decide. Cada un@ elige si quiere construir o destruir con sus actuaciones.

Cada actuación individual repercute siempre en la colectividad. En lo bueno y en lo malo.

¿Cuál de las dos opciones estoy eligiendo?

En mi próximo artículo hablaré sobre el amor.

(Imagen: www.elinteriorsecreto.blogspot.com)

 

La desinformación y el poder

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Por Clara Olivares

En toda relación interpersonal el poder es un elemento implícito en la misma.

En otras palabras, no existe un vínculo entre dos personas, o, entre un estado y su población, o, entre dos o más países, sin que el poder esté presente.

No es posible una relación en la que no aparezca el poder. En sí mismo no es ni bueno ni malo.

Los problemas surgen cuando quien ostenta el poder se sirve de la desinformación para manipular.

No existirá ningún problema entre las partes implicadas si el poder cambia de manos, es decir, se turna. Unas veces lo tiene una parte, y otras veces, la otra.

Por ejemplo: una de las personas es muy buena ejecutando tareas mientras que la otra es una excelente organizadora. ¿Cómo se equilibra la balanza de poder?

Pues cuando se trate de organizar, se encargará de ello la primera persona, y para llevar a cabo la ejecución de esas tareas, será la segunda quien se ocupe. Así, se establece un equilibrio.

Pero en esta alternancia entran en juego otros aspectos vitales para la supervivencia del vínculo.

Estamos hablando del reconocimiento: de una habilidad en éste caso, o, de una cualidad, o, de una aptitud, etc.

Lo que es indispensable es que, ambas partes le hagan saber a la otra que es válid@ para algo, porque de ello depende que las dos se sientan con derecho a existir tal y como son.

Si no se construye un espacio en el que el otro sepa que se le necesita, que es valorad@, que se le tiene en cuenta, esta relación está abocada al fracaso.

El reconocimiento constituye una de las fuentes de alimentación de ese vínculo. Si no se le alimenta, más tarde o más temprano, éste morirá de inanición.

Y volviendo al tema del poder, ¿qué pasaría si solo lo ejerce una parte? ¿Si es siempre la misma persona la que ejecuta, organiza, piensa, etc.?

O bien nos encontramos ante alguien con pocas habilidades o se trata de una persona que necesita de manera enfermiza mantener el poder en sus manos. A este tipo de gente se le suele llamar pervers@, o, si su grado de consciencia es un poco mayor, perves@n.

Ya lo he dicho en otras ocasiones: utilizar una estrategia de tipo perverso no nos convierte en perversos (felizmente!).

El punto que diferencia un funcionamiento perverso de uno que no lo es, radica en que la persona perversa lo realiza con plena consciencia de lo que hace y lo repite una y otra vez.

Quien no es así, primero no es consiente de su actuación y, una vez que se lo señalan, deja de repetirla. Además suele excusarse ante la persona afectada.

Desafortunadamente, existen personas que no soportan dejar de controlar todo y a todos. Necesitan retener el poder en sus manos.

En estos casos estamos delante de un funcionamiento de tipo perverso.

Puede tratarse de personas, o, de gobiernos, o, de empresas, o, de sociedades.

¿Y cómo hacen para que el poder siempre esté en sus manos? Desinformando.

Desinformar significa no dar TODA la información. Siempre se reservan un poco, de manera que SERÁN ELL@S quienes mantengan el poder.

En otras palabras: siempre tendrán al otro (cuando se trata de personas) o a la población entera a su merced.

Entonces estamos hablando de un PODER con mayúsculas.

Me es indiferente que se trate de gobiernos, empresas, familias o parejas.

Si el contexto permite que se ejerza la desinformación, seguramente habrá desaprensiv@s que aprovechen la ocasión.

En el caso de los gobiernos, por regla general, necesitan que el poder esté siempre en sus manos. ¿Qué hacen? desinforman.

¿Cómo? Manipulando los medios de comunicación.

La expresión «la información es poder», no es inocente.

Antiguamente los poderosos retenían información o la publicaban parcialmente. Hoy en día se valen de la «inundación o avalancha» de datos para alcanzar el mismo objetivo.

Se peca tanto por exceso como por defecto, me repetían cuando era niña.

Esta clase de maniobra se ha venido utilizando desde que el mundo es mundo. Y si ha sobrevivido quiere decir que funciona.

La desinformación es una herramienta de poder que puede ser utilizada por un gobierno, un padre o una madre, un amig@, un herman@

Lo importante es que la totalidad de los datos sólo la tenga una de las partes. De ésa manera utilizo al otro para que haga lo que yo quiero.

En mi niñez escuché en más de una ocasión la expresión «sofisma de distracción». Ahora comprendo en qué consiste.

Creo que aquello que es más simple suele ser lo más efectivo.

Quien manipula a otro se encarga de arrojar un rumor que no tiene una base de veracidad que lo sustente.

Y simplemente, espera. Ese rumor crecerá, engordará, se agrandará y cuando esté maduro, quien lo lanzó actuará manipulando, es decir, llevando a las personas a que piensen, sientan y actúen tal y como él quería.

Maquiavélico, ¿no os parece?

En mi próximo artículo hablaré sobre las secuelas que deja la banalización.

(Imagen: www.gamzuletura.wordpress.com)

 

¿Cuál es mi vara de medir personal?

www.lautopiaesposible.blogspot.com.06.35

Por Clara Olivares

En más de una ocasión en nuestra vida nos hemos visto sacando nuestra propia vara de medir para evaluar a una persona o a una situación determinada.

Por lo general, no somos conscientes de que lo hacemos, pero el resultado siempre suele ser el mismo: clasificamos mediante un juicio.

El juicio que emitimos puede variar, es decir, ¿somos de los que utilizamos una medida para juzgarnos y otra bien distinta para los otros? ¿Quizás somos más indulgentes con nuestros pecados y más exigentes con el que está enfrente?

O, todo lo contrario: nos juzgamos de forma implacable a nosotros mismos, y somos laxos con lo que hacen los demás.

Como digo una y otra vez, solemos repetir de forma inconsciente aquello que aprendimos.

Puede que provengamos de un pasado en el que se nos exigía ser perfectos (de forma explícita o implícita) y crecimos albergando el miedo inconsciente de que «jamás íbamos a dar la talla».

Y fruto de ese miedo, generalmente, nace una auto-exigencia descomunal, incluso una que raya en la inhumanidad.

Y yo digo, ¿ser tan duros con nosotros mismos no nos despierta un poquito de compasión?

Ay! La exigencia… ésta siempre suele albergar dos caras: una, la que puede ser implacable y que no admite la compasión y la otra, aquella que mide con un rasero a los otros y con otro a mí mismo o, a ciertas personas.

En el caso de la compasión, ésta es extensible a otr@ como a mí mism@.

Entre mayor sea el miedo que albergamos, más rígidos o más exigentes nos ponemos.

Llegando incluso a tener actuaciones absurdas, o, a ver cosas donde no las hay. Como, pensar que un gesto cualquiera puede significar que ese otro está enamorad@ de mí por ejemplo, o, todo lo contario, que me odia.

En la mayoría de los casos, suele existir una ceguera ante la vara de medir que se usa consigo mismo respecto a la que se utiliza con otro.

El caso típico es aquel en el que unos padres enamorados de su hij@, son incapaces de apreciar que algunas de las cosas que ese chiquill@ hace son actos de la más pura mala educación.

Ven como «adorable» aquello que el mundo exterior califica de «insoportable».

Sería interesante hacer un ejercicio: ¿cómo he operado yo respecto a la vara de medir que aplico?

¿Utilizo la misma conmigo y con los demás?

Existen casos en los que, pasado el tiempo, continuamos descalificando a otra persona, aunque el suceso que desencadenara el juicio que emití haya sucedido hace mucho tiempo.

¿Qué nos está sucediendo, que hace que para nosotros no corra el tiempo?

Es como si nos hubiéramos quedado anclados en un pasado permanente.

Y si lo analizamos hoy, nos podríamos plantear las siguientes preguntas: ¿fué realmente tan despreciable o tan grave ese acto?, ¿Cuáles eran las circunstancias de esa persona para que actuara así?. Desde ese momento a la actualidad, ¿ha cambiado esa persona?

Por lo general, en el caso de ser implacables, solemos serlo tanto con uno mismo como con el otro.

¿Qué estoy deseando demostrar por todos los medios? y ¿a quién?

Resulta útil observar los indicativos que arrojan las actuaciones puntuales en nuestra vida.

Es el caso de algunos padres y madres que piensan y creen que si le ponen algún tipo de límite a su hij@, van a dejar de ser «enrollados» a los ojos de ellos.

Y nada más lejos de la realidad. Un niñ@ necesita que el adulto le marque un límite, sino, crecerá perdido e inseguro.

Recuerdo lo que decía una madre que tenía una hija pre-adolescente: «dentro de poco va a comenzar a odiarme sin ninguna razón. Pues yo ahora le voy a dar un motivo real para que me odie».

Bueno, tampoco hay que pasarse… como reza el dicho popular: «ni tan cerca que queme al santo, ni tan lejos que no le alumbre».

Lo cierto es que, independientemente de la edad que tengamos, somos sensibles al juicio favorable o desfavorable que el mundo exterior tenga de nosotros.

Existen parcelas en las que este juicio juega un papel decisivo y otras en la que este juicio es más relativo.

Imagino que la importancia que le demos, dependerá de los aspectos que se pongan en juego en cada circunstancia.

No será la misma si de ese juicio depende o no nuestra supervivencia. Y no me refiero exclusivamente a la supervivencia física, la psíquica es igual o más importante.

Lo que si puedo afirmar, es que, en la medida en que vamos madurando, el juicio que otro pueda llegar a emitir sobre nosotros, deja de ser tan  trascendental y se va convirtiendo poco a poco en algo más relativo.

 En mi próximo artículo hablaré sobre la des-información y el poder.

(Imagen: www.lautopiaesposible.blogspot.com)