Los prejuicios

protestantedigital.com

Por Clara Olivares

 

«Juicio u opinión, generalmente negativo, que se forma inmotivadamente de antemano y sin el conocimiento necesario».

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Me atrevería a decir que no creo que exista una persona que no albergue un prejuicio, por pequeño que éste sea.

Como todos sabemos, los grupos humanos están conformados por individuos, sean asociaciones, amigos, clubes, etc. Estos grupos en ocasiones constituyen una fuente de prejuicios.

Quizás el grupo con más influencia en la creación de prejuicios sea la familia.

Ésto no quiere decir que dichos prejuicios carezcan de una base: la vivencia de alguna experiencia nefasta, como la discriminación o la violencia, por ejemplo, pueden ser el origen de éstos.

El problema surge cuando termina transmitiéndose de generación en generación, llegando muchas veces a olvidarse cuál fué su orígen y las razones y circunstancias que los generaron.

Estoy convencida de que el prejuicio se forma por un motivo. Como señalo más arriba, creo que en general los prejuicios tienen un origen.

El miedo y la ignorancia los alimentan.

Miedo ante lo desconocido o ante aquello que es diferente. E ignorancia ya que, o bien, no nos molestamos en averiguar de dónde proviene, o bien, el miedo nos paraliza impidiendo que veamos más allá de nuestras narices.

Los prejuicios por lo general tienen un componente negativo, pero también los hay con una connotación positiva, como «todo aquello que provenga de... siempre es bueno«. Por poner un ejemplo.

En este aspecto, la educación recibida influye notablemente. Quizás hemos crecido escuchando que tal o cual comportamiento es inapropiado, o, que las personas que tienen equis color de piel son peligrosas, o, que tal grupo busca nuestra ruina, etc. O, todo lo contrario, el espectro es bastante amplio.

El poder que tiene un grupo de pertenencia (aquellos que nos dan identidad) es enorme, y la familia en este caso es poderosa.

Me atrevería a afirmar que algunos de nuestro prejuicios, buenos y malos, son heredados. Nos los transmitieron y los acatamos sin rechistar.

Seguramente, sólo en la medida en que maduramos los podemos cuestionar.

Basta con observar a un niño pequeño, éste carece de prejuicios. Tiene una mirada abierta y sin juicios de valor sobre el mundo.

Por norma general, no percibe al otro como amenazante. A no ser que exista una razón que su instinto percibe rápidamente y despierta las alarmas.

En numerosas ocasiones la razón nos juega malas pasadas, incluso cuando disponemos de pruebas palpables de lo contrario. Seguimos aferrados a nuestra creencia haciendo caso omiso de lo que nuestro instinto nos alerta.

Optamos por seguir aquello que nos dicta la razón. ¿Porqué?

Quizás si hacemos caso a las pruebas nuestro mundo se derrumba, o, si mostráramos ante el entorno que hemos estado equivocados es algo inasumible, o, seremos marginados por el grupo, etc.

¿Qué es lo que nos impulsa a «no bajarnos del burro»?

Valdría la pena que hiciéramos una revisión de nuestros prejuicios y preguntémonos si merece la pena seguir aferrados a ellos.

Permitamos que la duda entre y nos haga cuestionarnos las premisas que damos por verdades inamovibles.

¿De dónde vienen? ¿Dónde los aprendí? ¿Quién lo dice?

En mi próximo artículo hablaré sobre la pereza.

(Imagen: protestantedigital.com)

La obediencia

 

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 Por Clara Olivares

No resulta tan fácil ni tan evidente hablar sobre este tema.

Me parece que, para abordarlo tendría que partir de las definiciones que existen del término, para así, ir desgranando todo lo que éste implica.

El término obediencia (del Lat. ob audire = el que escucha), al igual que la acción de obedecer, indica el proceso que conduce de la escucha atenta a la acción, que puede ser puramente pasiva o exterior o, por el contrario, puede provocar una profunda actitud interna de respuesta.

… Obedecer implica, en diverso grado, la subordinación de la voluntad a una autoridad, el acatamiento de una instrucción, el cumplimiento de una demanda o la abstención de algo que prohíbe.

La figura de la autoridad que merece obediencia puede ser, ante todo, una persona o una comunidad, pero también una idea convincente, una doctrina o una ideología y, en grado sumo, la propia consciencia y además, para los creyentes, Dios. (Wikipedia)

Dos de los puntos que señala me parecen muy interesantes: la escucha y la noción de autoridad.

¿Qué hace que obedezcamos? ¿Por qué al escuchar la orden que nos da esa persona que «posee» el poder, acatamos su mandato?

Sin embargo, no tod@ aquel que ocupa un lugar de poder posee autoridad.

Por esa razón me gustaría incluir esta definición:

autoridad f. Derecho o poder de mandar, regir, gobernar, promulgar leyes, etc.

Persona revestida de este derecho o poder.

Crédito y fe que se da a una persona o cosa en determinada materia.

Texto que se cita en apoyo de lo que se dice: diccionario de autoridades.

 sociol. Poder justificado por las creencias de un grupo social que se somete a él.

Esta definición incluye la noción de poder. Para mí, uno de los puntos centrales del tema.

Y creo que es interesante hacer la distinción entre la obediencia porque se «debe» de la obediencia porque «se cree».

Cuando ocupamos un lugar en el que «debemos» obedecer (como en el ejército, o, en el trabajo, por poner sólo dos ejemplos), si no acatamos las órdenes que nos dan, las consecuencias que conlleva nuestra desobediencia, pueden ser más o menos graves, según sea el caso.

Es decir, que en este caso, obedecemos porque existe un poder ante el cual «tenemos» que doblegarnos.

Las razones que nos llevan a plegarnos a las órdenes de ese poder, son muy variadas, pero me parece importante destacar el miedo a las consecuencias que acarrearía la desobediencia, como una de las principales. Y me atrevería a decir que casi la única que nos mueve a doblegarnos.

Esta es una de las múltiples herramientas de las que se vale una persona de corte psicpat@n para conseguir el control sobre el otro.

Esto no significa, en ningún momento, que la orden nos pueda parecer justa, o, que hagamos lo que nos piden por placer.

En este punto, me parece interesante diferenciar entre autoridad y autoritarismo. Quien tiene autoridad, necesariamente ocupa un lugar de poder. Le obedecemos porque queremos hacerlo.

En el caso del autoritarismo, se obedece porque se debe, un «deber» que nace, por lo general, del miedo o/y del temor.

El autoritarismo impone, ejerce un abuso de poder y obliga a obedecer; en cambio la autoridad permite que el otro tome sus propias decisiones.

Entonces, ¿dónde queda nuestra capacidad para elegir?

Y, aquí es donde entra en juego la libertad.

Como lo señalo en artículos anteriores, nosotros elegimos si acatamos o no las órdenes que nos dan. Pero no olvidemos que, la verdadera libertad radica en qué elegimos, sabiendo cuáles son las consecuencias que genera nuestra elección.

Esa es la pequeña-gran diferencia. Sopesamos las alternativas y las consecuencias que éstas traen, antes de decantarnos por una de ellas.

Obedeceremos o no la orden, en función de lo que ésta implica y de lo que se pone en juego a todos los niveles.

No resulta del todo válido decir que «nos mandaron» hacer equis cosa, cada uno de nosotros, en su fuero interno, decidió hacerlo.

Y esta realidad, en general, no suele ser un plato de nuestro gusto.

Hay una película que me llamó la atención por el final que tiene («Devil’s advocate», con Al Pacino, K. Reeves y Charlize Theron). Se trata de la figura del mal encarnado como alguien con mucho encanto que invita al ser humano, a través de la seducción, a optar por la alternativa más atractiva.

Al final, el demonio dice: «la cualidad que más me gusta del ser humano es la del libre albedrío». Es cada un@ quien elige libremente qué hacer.

Cierto es que, en ocasiones, la opción de elegir no se contempla. Si otro nos amenaza con una pistola, lo más probable es que hagamos lo que nos pide, ya que preservar nuestra vida física y/o psíquica es lo más importante en ese momento.

Encuentro fascinante el papel del demonio en la película: es alguien que juega con los puntos débiles del ser humano para atraerle a su mundo. En este caso, juega con la vanidad del protagonista.

Siempre las películas que había visto sobre el tema, lo abordaban casi siempre desde el mismo ángulo: las posesiones demoníacas.

Ésta es la primera que veo que trata el tema desde la libertad que posee cada individuo para tomar las decisiones de su vida.

Y es aquí donde deseo plantear la siguiente pregunta: ¿Obedezco porque quiero, o, porque debo?.

Me gustaría pensar que cada persona escuche esa vocecita interna que le acompaña y decida «hacer lo correcto» (en otras palabras, actuar con ética), aquello que no cause daño a otro(s) y que favorezca la convivencia pacífica.

Habrá quienes posean un ámplio campo de influencia y habrá otros para quienes su círculo de personas cercanas sea reducido. A la larga, esta situación no tiene tanta relevancia.

En la medida en que cada un@ de nosotr@s pueda, ¿por qué no intentar hacer esta vida más fácil y hacérsela mas agradable al otr@?

En mi próximo artículo (15 de Julio) hablaré sobre el sentido de la vida: ¿Para qué vivir?

(Imagen: www.oraturiaencasa.wordpress.com)

La educación (la buena educación)

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Por Clara Olivares

Durante mucho tiempo la buena educación ha sido objeto de burla, se le ha catalogado de «caduca», «añeja», «rancia» por parte de aquellos que promulgaban que las muestras de buena educación expresaban una «coacción» a las libertades personales.

Como dirían en mi tierra: «no confundamos la gimnasia con la magnesia».

¿Qué significa entonces la libertad?

Es éste un término que justifica ¿hago lo que quiero?. Si a alguien se le ocurre decirme que no puedo hacer mi voluntad, ¿realmente me está coartando mi libertad?

Me parece que no.

Si nos remitimos al diccionario de la RAE, libertad se define como:

«… el estado de libertad define la situación, circunstancias o condiciones de quien no es esclavo, ni sujeto, ni impedido al deseo de otros de forma coercitiva. En otras palabras, aquello que permite al hombre decidir si quiere hacer algo o no, lo hace libre, pero también responsable de sus actos.»

Porque, ¿de qué libertad estamos hablando entonces? ¿De la que coarta o de la que decidimos ejercer al tomar nuestras propias decisiones?.

La definición del diccionario introduce un concepto que muchas veces se nos olvida: la responsabilidad.

Si soy libre para tomar mis decisiones, así mismo es mi deber ser responsable de las consecuencias que éstas acarrean.

Sí, ya se que es más conveniente y más fácil quedarse con la parte que decide sin hacerse cargo de la responsabilidad de lo decidido.

El tránsito hacia la madurez está caracterizado por la asunción de las consecuencias de mis decisiones.

Como expresaría alguien alguna vez: «el rumbo que toma la vida de una persona lo marcan las decisiones que ésta toma en determinados momentos de su existencia».

¿Cuáles han sido nuestras decisiones? Cuando tomamos consciencia de ello, ya no vale echarle la culpa a otro. Soy yo quién ha decidido siempre, incluso en las situaciones más adversas.

Y, en este punto es cuando irrumpe el tema principal de mi artículo: la educación.

Me remito a Wikipedia en la búsqueda de una definición, y ésta es la que he encontrado:

La educación, (del latín educere ‘sacar, extraer’ o educare ‘formar, instruir’) puede definirse como:

  • El proceso multidireccional mediante el cual se transmiten conocimeintos, valores, costumbres y formas de actuar. La educación no sólo se produce a través de la palabra, pues está presente en todas nuestras acciones, sentimientos y actitudes.
  • El proceso de vinculación y concienciación cultural, moral y conductual.  Así, a través de la educación, las nuevas generaciones asimilan y aprenden los conocimientos, normas de conducta, modos de ser y formas de ver el mundo degeneraciones anteriores, creando además otros nuevos.
  • Proceso de socialización formal de los individuos de una sociedad. (Wikipedia)

Encuentro esta definición muy completa, ya que encierra varios elementos importantes que es necesario que se tengan en cuenta.

Es más, me atrevería a decir que, el proceso educativo nunca termina, bien sea como padres, tí@s, hij@s, etc.

La educación es la herramienta que permite que una sociedad y sus individuos, o bien, se conviertan en bestias que buscan la satisfacción de sus pasiones, o bien, en una que busca encauzar el torrente pasional presente de forma natural en el ser humano para dirigirlo hacía el bien común.

El Sábado pasado aparecía un artículo muy interesante escrito por Javier Gomá Lanzón en El País a propósito de este tema. En él apuntaba: «… una sociedad será tanto más madura cuanto más respete la ley por convicción íntima de sus ciudadanos». Y cita a Tocquerville: «… el interés reflexivo del ciudadano, ese que no niega el egoísmo individual, sino que lo civiliza para armonizarlo con el bien común…»

Habla de la ley, ese elemento que introduce el padre en la educación de toda criatura humana. Aspecto fundamental y necesario para triangular la relación simbiótica que se establece entre madre e hijo. Es indispensable que la Ley irrumpa para que un individuo o una sociedad madure.

Si observamos algunas sociedades en las que ha primado la satisfacción de las pasiones antes que el bien común, encontramos que éstas utilizan el argumento de «es mi derecho» para justificar atropellos, abusos, indignidades, etc. En otras palabras, crean una sociedad en la que la rige la «ley de la selva» en la que domina la ley del más fuerte.

Y este principio se aplica igualmente a una familia, a un colegio, a unos amig@s…

Se me viene a la mente una imagen que he observado frecuentemente durante los últimos años. La de una mujer caminando con un cochecito de bebé por la acera. Va embistiendo literalmente a cualquiera que se atreva a cruzarse en su camino. Su actitud me transmite un mensaje: mi derecho a transitar por esta acera es más importante que el tuyo.

¿Qué le hace suponer a esa mujer que ella tiene más derecho que el otro?

Mi madre siempre decía: «mi libertad termina donde comienza la del otro».

Y con los años y gracias a la experiencia que me ha dado envejecer, cada vez estoy más de acuerdo con esta frase.

Cuando se enseña a un@ niñ@ a pedir algo con un «por favor», o, a recibir acompañado de un «gracias», se le está enseñando a transmitir a través de esas palabras un principio importante a la hora de aprender a vivir en sociedad: «soy consciente de que tú (el otro) existes, que te respeto y que tienes los mismos derechos que disfruto yo».

Existe un dicho popular español que, a mi parecer, encaja a la perfección con el tema: «Es de bien nacido ser agradecido». Una actitud agradecida por parte de alguien, muestra su reconocimiento y su gratitud hacia quien es educad@ y generos@ con él.

Para nuestra gracia o desgracia, vivimos en sociedad, es decir, con otros. Para garantizar que ésta no se convierta en un caos, es necesario que cada un@ aprenda que, aunque me caiga muy mal mi vecino y a veces tenga ganas de asesinarlo, no por eso voy y lo mato.

En este punto me parece que radica la diferencia entre la buena y la mala educación. Una lleva a la civilización, mientras que la otra conduce al caos.

¿Cuál es la que deseo?

No olvidemos jamás que siempre soy yo quién decide. Cada un@ elige si quiere construir o destruir con sus actuaciones.

Cada actuación individual repercute siempre en la colectividad. En lo bueno y en lo malo.

¿Cuál de las dos opciones estoy eligiendo?

En mi próximo artículo hablaré sobre el amor.

(Imagen: www.elinteriorsecreto.blogspot.com)

 

Control: ¿necesidad? o ¿espejismo?

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Por Clara Olivares

Los temas que voy tratando en el blog suelen estar relacionados entre sí, siento como si cada uno de ellos estuviera encadenado al siguiente.

A raíz de los temas que he tratado sobre el miedo, ha surgido este que me parece, forma parte de nuestra naturaleza.

Se trata de la profunda e, incluso, omnipresente necesidad que tenemos todos los seres humanos de controlar.

Lo que sea: los pensamientos, los sentimientos (y no sólo los míos, los de los demás también), mis obligaciones, etc. Dos aspectos relativos al tema, son los que más me atraen. Uno es la necesidad que tenemos de controlar al otro y, dos, la manipulación que esta artimaña engendra.

Pienso que el control es una mezcla de necesidad y a la vez es un espejismo.

Me explico.

No creo que exista una persona (normal y corriente) que no necesite sentir que controla algo.

Me parece que es una necesidad muy humana, pero hasta cierto punto.

Es decir, existen parcelas en las que puedo (y es necesario que así sea) tener un control, por ejemplo, sobre las decisiones que tomo, sobre cómo es mi aspecto físico, sobre las ideas que tengo sobre determinados asuntos, sobre las amistades que elijo, etc.

Es imprescindible que siempre esté presente una noción de libertad cuando tomo una decisión. La imposición no suele dar buenos resultados.

Y lo que es más importante aún, si mi decisión depende de un tercero, más  libertad debe ofrecer éste último.

Cuando se trata de una relación entre adultos, es evidente esta opción.

En el caso de la educación de un hijo pequeño que aún está en vías de formación, esta alternativa cobra aún más relevancia.

Es importantísimo que siempre se ofrezca la posibilidad de escoger entre una o varias opciones, de manera que sea el niño, en este caso, quién escoja la alternativa que más le conviene, o más le atrae.

Evidentemente, es el adulto el que ofrece las alternativas. Pero es el niño quien toma sus decisiones.

Sobre este punto es importante señalar la diferencia entre libertad y mal crianza.

No se trata de que el niño haga su santísima voluntad, lo intentará, desde luego, pero para eso está el adulto encargado de ponerle límites.

Y la educación se traduciría como «la dotación de las herramientas que un niño necesita para desempeñarse en el mundo exterior».

Esta labor le corresponde al adulto, o adultos que tengan a su cargo esta función.

La educación comienza desde que la criatura es un bebé hasta que sale al mundo y tiene que valerse por sí solo.

Aunque la experiencia me ha demostrado que ese proceso jamás termina.

Ser un adulto no garantiza que se esté educado. En otras palabras, que éste sea capaz de vivir en sociedad sin dañar o sin fastidiar a los que le rodean.

Me da la impresión de que el discurso social de «todo vale» que estuvo tan de moda en la década de los noventa, en especial, ha dejado su impronta.

Algunas de aquellas personas que en esa época eran niñ@s, ahora se han convertido en seres incapaces de contemplar el mundo como un lugar habitado por otros humanos. Es decir, creen que ellos son los amos del universo en el que la única ley que impera es la que ellos imponen.

Y es triste contemplar que, en realidad, no se enteran de que existen otros con los que hay que convivir de la manera más amable posible. Ese aprendizaje no lo tuvieron, nadie les enseñó.

Dejando a un lado este fenómeno puntual, cierto es que cuando un individuo no ha resuelto aún su problemática (y creedme, todos poseemos una), es decir, cuando no se han solucionado las dificultades que limitan a alguien para crecer y madurar, su necesidad de controlar se agudiza.

Algunas de estas personas hiper-desarrollan una estrategia, que todos hemos utilizado en algún momento de nuestra vida, llamada manipulación.

Es odiosa, muy odiosa. En especial cuando nos damos cuenta de que hemos sido víctimas de ella.

Y ese descubrimiento despierta en nosotras una furia

Cuando alguien no puede obtener todo lo que quiere, o cuando aparece otro que le pone un límite, éste suele utilizar la manipulación para salirse con la suya.

Curiosamente, este método es el «modus operandi» típico del funcionamiento mafioso. Y cuando me refiero a él, no estoy haciendo alusión a un grupo determinado que ejerce el control por la fuerza, también se utiliza como método de coacción a un compañero de trabajo, a un amigo, a la pareja, etc.

En Mayo del año pasado dediqué un artículo entero a hablar sobre este tema.

De lo que se trata es de controlar al otro para impedirle que no me deje hacer lo que yo quiero.

El chantaje es la piedra angular de este método.

Puede tratarse de hacer público un trapo sucio de otro que utilizo como baza para que éste haga lo que quiero, o, amenazo con retirarle mi cariño, o, con desprestigiarle ante el grupo o ante los hijos, o, que sea exclusivamente a través de mi persona que pueda acceder a información, un puesto de trabajo, a una relación importante, etcétera, etcétera, etcétera.

Cuando me sorprendo a mí mism@ utilizando este método de control, sería interesante que comenzara a desmenuzar el contenido del argumento que utilizo para obligar al otro a hacer lo que deseo.

En otras palabras, identificar es qué mío y qué es de otra persona. Quién en nuestro entorno operaba de forma similar a la que yo estoy utilizando ahora.

Heredamos modos de funcionamiento de otros de la misma forma que nos parecemos al tío equis, o, tenemos los mismos ojos de… Aprendimos a funcionar de manera similar y lo repetimos de forma inconsciente.

Suele ser de alguien que jugó un papel importante en nuestro pasado: un padre, una madre, un@ tí@, un@s herman@s, un@s amigo@s, etc.

El camino para detener esa herencia comienza por identificar la fuente de mi aprendizaje, comprenderla y no repetir de forma consciente la misma actuación.

La familia suele influir sobre nosotros sutilmente, de una manera tan poderosa, que a veces escapa de nuestro control.

Por eso recomiendo comprender de dónde viene ese aprendizaje.

Porque entre más miedo se tenga, la necesidad de control es mayor.

Quizás el descubrimiento más importante y más liberador que podremos hacer es el de constatar que el control total es un espejismo.

No podemos controlar lo que es incontrolable: a otro, a la vida, a la naturaleza.

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¿Cómo se construyen las relaciones?

 

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Por Clara Olivares

Este artículo me lo ha inspirado el comentario que dejó un lector del blog a quién le estoy muy agradecida. Sus palabras me han hecho reflexionar y analizar los puntos que planteaba.

Dado que los seres humanos somos por naturaleza gregarios y que ésto nos hace vivir en sociedad, es interesante echarle un vistazo a la forma en que se construyen las relaciones con otros.

El primer impulso que nos hace acercarnos a otro individuo suele ser la necesidad.

Si observamos el funcionamiento social de los primates, éstos, al igual que nosotros, buscan la forma de llegar a pertenecer a un clan.

Da igual la vía que utilice para entrar en él, es importante ser incluido ya que éste le procura compañía, protección y amparo, además de una pertenencia.

Y cualquier ser humano necesita una pertenencia.

Dentro del grupo aprende varias cosas, como por ejemplo, las reglas de convivencia, aquello que está permitido y lo que no, a quien obedecer y a quién temer, etc.

Los seres humanos aprendemos las mismas cosas y casi de la misma forma.

Nuestro primer núcleo de aprendizaje lo conforma la familia. Luego, cuando comenzamos a socializarnos interactuando con el exterior, aprendemos en el colegio las normas que rigen al clan, en este caso, la sociedad a la que pertenecemos.

Por eso me parece que, partiendo de las necesidades personales y sociales, busquemos establecer lazos con el otro.

En función de cómo ha sido ese aprendizaje, así estableceremos las bases de nuestras relaciones interpersonales.

De nuestra percepción del mundo, la de nuestra familia y de la realidad de las personas que conforman nuestro núcleo social, surgirán los ideales que buscamos en otro.

Elegiremos nuestras parejas y amigos entre aquellas que obedezcan a ese ideal.

Unas veces coinciden y otras veces no.

En algunas ocasiones, de forma inconsciente, le atribuimos al otro cualidades que éste no posee.

Luego viene el batacazo cuando comprobamos que la realidad y las  expectativas que tengo son diferentes, o, incluso, opuestas a aquellas que buscamos.

Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Por qué razón elegimos a una persona que no obedece a lo que nosotros deseamos en el fondo de nuestro corazón?

Imagino que por una necesidad poderosa de que ést@ sea como yo desearía que fuera, no como es en realidad.

Cuando el entorno del que venimos no es muy acogedor, o, es hostil, desarrollamos una esperanza que crece agazapada de forma inconsciente, la cual se expresaría como un: «por favor, que las personas que he elegido no sean como en realidad las estoy percibiendo«.

Ésta lleva a la siguiente pregunta: ¿es este funcionamiento una constante en mi vida? y, si es así, ¿de dónde viene?

Para hallar la respuesta tendremos que retroceder en el tiempo buscando responder al interrogante: ¿dónde y cuándo lo aprendí?

Este camino se puede hacer en solitario, o, con la ayuda de un profesional.

El hilo conductor de esta búsqueda lo constituye el historial de nuestras relaciones.

Sería interesante observar si todas los tipos de relación obedecen a un mismo patrón, o, si las relaciones de amistad se conforman de forma diferente que las amorosas; o si buscamos recrear el mismo tipo de relación que tuvimos con un padre o con una madre, etc.

Lo que más me llamó la atención del comentario de mi lector, era que hablaba de la meta que se busca en las relaciones sociales.

Decía que, había observado que la meta que se perseguía generalmente era la de llegar a ser una persona independiente.

Me quedé perpleja al constatar que yo había crecido con ese mismo discurso.

Y me pregunto: ¿eso qué significa?, ¿es eso posible?, ¿de qué estamos hablando exactamente?

Ser independiente significaría «¿no necesitar a nadie?».

Claro, si consigo ese objetivo, contrarresto de forma tajante toda posibilidad de que me duela la ausencia de ese otro que tanto anhelo.

Quizás habría que establecer una diferencia entre «ser independiente» y «ser autónomo».

Independencia se traduce, creo yo, en un «yo puedo todo sol@».

«Puedo» ¿con qué?. Con la vida, con el amor, con la amistad…

Volviendo al punto de partida de este artículo, no creo que sea posible no necesitar a nadie.

TODOS necesitamos a otro.

Me parece que la palabra «dependencia» se confunde con «quedar a merced de».

Es como si se pensara que si le declaro a alguien que «le necesito» ya no podré jamás sustraerme a la dominación que ese otro tenga sobre mí.

Y, nada más lejano de la realidad.

La clave reside en tener clara la diferencia entre ser dependiente y ser autónomo.

Una cosa es establecer relaciones de dependencia, entendidas como la incapacidad de concebir la realización de una acción sin la ayuda y la presencia de otra persona. En otras palabras, sino hay un otro, yo sol@ no me puedo desempeñar.

Bien sea en el territorio social, profesional, personal, etc.

Y otra bien distinta es construir una relación teniendo siempre presente que necesito a otro, pero que no le preciso para vivir. 

En el primer caso, siempre estaré a merced de esa persona. En el segundo, iré encaminad@ a convertirme en alguien autónomo. Y una de las consecuencias que esta realidad acarrea, es que seré una persona independiente de verdad.

Muchas veces hemos adoptado la imagen de alguien falsamente independiente, es decir, de alguien que aparentemente no necesita de nadie.

Y lo que no nos damos cuenta es que desde ese lugar sí que estamos a merced de otro porque seremos terriblemente frágiles.

Es mentira que no necesitemos a otra persona. Sin ella no sabríamos jamás quienes somos.

Una cosa es la dependencia que lleva a fragilizar y otra bien distinta la dependencia que permite darnos cuenta de que siempre necesitaremos a otro.

La persona que posee más dependencias es la que es más libre.

En otras palabras, poco a poco se va perdiendo el miedo a creer que necesitar a otro significa depender de él para vivir.

Las relaciones sólo se construyen con el paso del tiempo. Es como si de una casa se tratara: hay que ir añadiendo ladrillo a ladrillo.

No se construye de un día para otro.

Os planteo dos preguntas: ¿qué tipo de casa deseo construir? y ¿es posible hacerlo con la persona que he escogido para ello?

(Imagen: www.omarortiz.wordpress.com)

Miedo a la muerte

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Por Clara Olivares

Imagino que recordaréis la segunda entrega de la saga «Piratas del Caribe» en la que el personaje de Davy Jones le preguntaba a todas sus víctimas: ¿Temes a la muerte?

Más que temerla pienso que la respuesta que todos daríamos sería que ninguno de nosotros desearía morir.

Quizás la única certeza que tenemos en la vida es que vamos a morir.

Hacemos muchas cosas para conjurar a la muerte: tenemos hijos, escribimos libros, creamos obras de arte, etc., etc., etc.

Morir asusta.

Hace poco volví a ver la maravillosa película de Woody Allen, «Hanna y sus hermanas». El personaje que hace Woody Allen, un hipocondríaco obsesionado con la muerte, busca desesperadamente creer en algo para poder sobrellevar la existencia y la angustia que ésta le genera.

Busca en las religiones la respuesta y no la haya. Finalmente acaricia la idea de suicidarse y por un accidente fortuito con su arma se ve cara a cara con la posibilidad de morir. Le asusta tanto esa realidad que sale a la calle y, agotado de tanto andar, se mete a un cine en donde proyectaban una película de los hermanos Marx.

La visión del baile que realizan los Marx, le aleja de sus obsesiones y le lleva a reconciliarse con la vida y comprender que solamente viviéndola y aceptándola, su angustia de estar vivo cesará.

Desperdiciamos tantos años de nuestra vida combatiendo nuestra angustia vital, cuando podríamos invertir ese tiempo en festejar cada instante en que seguimos vivos.

Como reza el dicho popular: «mientras haya vida, hay esperanza».

Con esta frase quiero decir que mientras sigamos vivos, siempre dispondremos de la posibilidad de abrazar la vida. Una vez muertos, no hay vuelta atrás.

Nos resistimos con tanto ahínco a entregarnos a la vida y a que ésta nos atraviese, que nos perdemos todas aquellas pequeñas cosas que hacen que ésta sea tan maravillosa.

Sí, nos moriremos algún día. Pero, mientras tanto ¿por qué nos cuesta tanto vivir plenamente?

Imagino que dejar que entre sin oponer resistencia nos lleva a perder el control, y, a eso no estamos dispuestos.

Dejar de controlar significa que ya dejo de ser yo quién  dice la última palabra.

Y la realidad es que a la vida no se la puede controlar, como tampoco a la muerte.

Intentamos desesperadamente evitar ambas opciones, o bien, resistiéndonos a la vida, o, negando la muerte.

Una de las formas que adopta la negación, y que representa de manera simbólica  la muerte, es el hecho de envejecer.

Mostrar signos externos de vejez, como por ejemplo tener canas o arrugas, perder el tono muscular, ser flácid@, etc., se combate sistemáticamente.

El empeño que tiene nuestra sociedad en detener el paso del tiempo y no envejecer, es sorprendente.

¿Os habéis fijado en la proliferación de cremas, tratamientos milagrosos, cirugías, etc. que prometen la eterna juventud?

Como si eso fuera posible!

La vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda.

Claro que envejecemos y moriremos. Como señala la segunda ley de la termodinámica: «todo tiende a destruirse». Y nosotros también.

Creo que no existe una visión más patética que la de una persona, hombre o mujer que se niega a envejecer.

Me parece que las vías que hacen soportable la existencia y que le confieren sentido a la vida, son la creatividad y el amor.

El acto de crear calma la angustia. Bien sea a través de un soporte artístico (pintura, escultura, escritura) o mediante un acto de amor, como por ejemplo, tener un hijo, dedicar la vida a una causa, etc.

Y hablo del amor en mayúsculas, es decir, amar a secas. Bien sea a una pareja, un herman@, una amig@, etc.

Como el personaje de Woody Allen en la película, la necesidad de creer en algo a lo que aferrarse es lo que dota de sentido una vida.

No sabemos si existirá otra vida después de muertos, nadie ha regresado para confirmarlo, entonces, aprovechemos la oportunidad que nos brinda el hecho de estar vivos para vivir amando, riendo, celebrando la vida y no la muerte.

Hoy no voy a anunciar de qué se tratará mi próximo artículo. Nos vemos el domingo… sorpresa!

(Imagen: www.oshodespierta.blogspot.com)

Consecuencias que acarrea ser invadido por otro

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(Por Clara Olivares)

¿A qué me refiero exactamente cuando hablo de invasión?

Cuando se traspasan los límites que una persona establece a nivel físico, emocional e intelectual.

Todos y cada uno de nosotr@s creamos de forma consciente o inconsciente, un «hasta aquí te permito llegar» en cada uno de los niveles que menciono arriba. Éstos vendrían a marcar el lugar en que una persona comienza a establecer los limites necesarios para poder diferenciarse de otra.

Estos tres aspectos conforman la intimidad de un ser humano, son ámbitos que le pertenecen a cada cual de forma exclusiva.

¿Cualquier persona puede lograr invadir a otro? No, evidentemente.

Hay personas que lo intentan, pero afortunadamente no lo consiguen porque aquél que podría ser un candidato no se lo permite.

Pero para que esto suceda primero tienen que darse unas condiciones familiares que favorezcan y permitan el aprendizaje para «poner límites».

En mi artículo del Domingo 22 de Mayo del 2012 hablo sobre ellos.

Por lo general, la o las personas que invaden lo hacen porque, seguramente, tuvieron un modelo del cual aprendieron, es decir, en su entorno familiar había una personas o personas que actuaban de esa forma.

¿Cuál podría ser la causa que hace que un sujeto sea invadido por otro?

Ya hemos hablado del aprendizaje, punto importante. Y otra, la más dramática, es que el invadido por lo general no se da cuenta, es como si estuviera cieg@ ante este fenómeno.

Lo que viene a crear esa ceguera es que el vínculo emocional que se tiene con el invas@r es muy estrecho.

Suele ser, por lo general, la razón que hace que la persona baje sus defensas.

Puede tratarse de un padre, una madre, unos hermanos, tíos, abuelos, etc. Lo curioso del asunto es que el sujeto ha crecido creyendo que la invasión era lo normal, de ahí que siendo adulto, le resulte casi imposible detectar una invasión y que sus alarmas naturales se activen.

Probablemente, de forma inconsciente, su cuerpo «notaba» que estaba siendo invadid@ pero su razón descartaba rápidamente esa posibilidad.

Resulta impensable que alguien a quien se ama le pueda hacer daño a uno.

La respuesta inconsciente que da alguien que ha caído en este tipo de relación, por lo general, es la de volcar la rabia y el dolor que siente hacia sí mism@ y enfermar.

Lo más seguro es que tanto el invasor como el invadido, hayan aprendido esta manera de relacionarse, es decir, que no hayan interiorizado la noción de «límite».

De la invasión que hablo es la efectuada por alguien de forma inconsciente. Si se realiza de forma consciente, entonces nos encontramos ante un sujeto perverso, y en este caso, lo más aconsejable es huir, ya que con un pervers@ es imposible establecer un vínculo emocional sano.

Afortunadamente cometer un acto de invasión no nos convierte en una persona perversa, menos mal!

El camino que conduce a la liberación de este aprendizaje, es el de comenzar a escuchar al cuerpo, concretamente a la «tripa».

En otras palabras, lograr que el individuo comience a confiar en sus propias intuiciones.

Unas de las nefastas consecuencias de la invasión, es que la persona que la sufre no confía en sus propias percepciones, y es allí precisamente en donde se encuentran las claves que le permitirán liberarse.

Si uno ha sido invadido en su infancia la tripa lo ha registrado rápidamente. Sería interesante echarle un vistazo al historial de enfermedades que cada un@ ha tenido a lo largo de su vida.

Este análisis puede arrojar mucha información que, a primera vista, resulta difícil de encontrar.

El cuerpo es el «sismógrafo» por hacer un símil. Éste detecta la invasión de forma inmediata.

Por eso, una vez que se ha aprendido a escuchar al cuerpo, ya puede intervenir la razón para analizar y ordenar la información.

Lo que ayuda a sanar esa experiencia es el trabajo conjunto entre cuerpo y razón.

Fruto de este trabajo en equipo se llega a la comprensión. Y es a partir de ese momento en que el individuo es capaz de decidir qué desea hacer con este descubrimiento.

Ya lo he expresado en más de un artículo: es un trabajo largo que se hace poco a poco.

Quizás la conclusión a la que llego y propongo, es la de aprender a escuchar más al cuerpo y aparcar por un instante la razón.

Soy consciente de que la sociedad está enraizada en una veneración al aspecto racional, casi de forma exclusiva. Pero se va demostrando que esta alternativa no lleva al tan cacareado bienestar total.

En mi próximo artículo hablaré sobre la concepción personal de lo que significa la amistad.

(Imagen: www.lockerz.com)

Intimidad: ¿es posible que deje de existir?¿hacia dónde conduciría?

(Por Clara Olivares)

Esta imagen aparecía en un artículo titulado «asuntos privados en lugares públicos» del día 5 de noviembre en el diario El País.

Habla sobre la exposición que se está realizando en Francfort la cual «indaga en la intimidad y el exhibicionismo a través del arte contemporáneo» desde los años 50 hasta ahora.

¿Qué posee esta imagen que perturba cuando se contempla?

No sé si todo el mundo siente lo mismo, pero en mí despertó una parálisis mental causada por el estado de perplejidad en el que me sumió.

Siguiendo esa pista llegué a desentrañar la confusión que a nivel emocional e intelectual me produjo. Es lo que en psicología se llama una «disonancia cognitiva».

La disonancia la causa la emisión simultánea de dos mensajes contradictorios que entran en conflicto. Despiertan un estado de perplejidad ya que los dos mensajes son opuestos y además están revestidos de una apariencia de verdad.

Esta fotografía muestra un momento «íntimo» que se percibe en su desnudez, en su habitación, en sus fotografías, en su peluche

Pero la niña se está haciendo un autorretrato. No es la presencia de esa cámara lo que perturba, es que no sabemos quién va a contemplar esa foto.

Lo preocupante del asunto es que, aunque no lo diga en ningún lugar, damos por sentado que es una fotografía que se va a publicar en una red social o en un medio de divulgación.

Y ¡premio! hemos acertado.

Resulta que es una pose. Esta foto en concreto no es espontánea, es una foto realizada por un fotógrafo.

Siguiendo con el artículo, el periodista incluye una frase que Mark Zuckerberg, fundador de facebook dijo en 2010 referente a la privacidad:  «una norma social que ha evolucionado», y luego éste (el periodista) agrega: «hasta quedar obsoleta».

Estas palabras merecen tomarse un tiempo para analizarlas y ver de qué estamos hablando.

Primero, cuando afirma Zuckerberg que «ha evolucionado», no sé a qué se refiere ni qué entiende por evolución. Para mi la evolución implica un progreso, una mejoría. Y en éste caso me parece que nada tiene que ver con la evolución, en todo caso tendrá que ver más con una transformación.

Una transformación en la que, sin ningún lugar a dudas, la irrupción de Internet ha tenido una importante relevancia, éste ha marcado un antes y un después en el pensamiento y en el comportamiento humano.

Por esa razón me parece muy acertado el título del artículo. Lo que ha cambiado es el concepto de intimidad: lo que antes era privado se ha convertido en algo público.

Pero, ¿dónde está el límite?

Aún no sabemos hacia dónde se dirige esta transformación, es demasiado pronto para saberlo, es necesario que pase más tiempo.

Sin duda los cerrojos que existían antes para salvaguardar el mundo íntimo del público, han saltado.

Hablamos de un fenómeno social que afecta diréctamente al individuo, evidentemente. La duda que despierta es la de pensar si la privacidad realmente ha quedado obsoleta.

No sé si es posible o no suprimir la intimidad. Me parece que no… si no se guarda algo para sí mismo, ¿con qué se queda?

Me parece que es absolutamente necesario para poseer una buena salud mental conservar una parcela de intimidad.

Si no existe ninguna diferencia entre lo que está afuera de lo que está adentro sin duda nos estaremos adentrando en el mundo de la locura.

La intimidad se construye cuando existe una frontera entre lo exterior y lo interior. Frontera absolutamente necesaria para diferenciarme del otro.

Aquello que pertenece a una esfera privada, se convierte en algo público. ¿Estamos hablando entonces de una invasión, es decir, de la irrupción de la mirada de otro en un terreno que pertenece a la intimidad de una persona?.

Dudo mucho que una red social en la que no existe la interacción con el otro provea una identidad sólida. Tener 500 «amigos» o no tener ninguno es lo mismo.

Es un contacto que se suele realizar de forma aislada. ¿Quienes son las personas con las que tengo esa relación? En el caso de que se pueda establecer una relación con un teclado.

Sí, impera una necesidad de «ser visto», pero ¿qué significa eso?

Hablamos de una mirada que no favorece la construcción de una estructura psíquica. Se trata de apretar una tecla que indica un «me gusta», pero no se sabe qué es lo que te gusta, el porqué te gusta, qué es lo que te despierta, por qué razón no te gusta…

Creo que se trata de actuaciones que se realizan en la soledad y en el aislamiento.

Sí, existen muchas personas que «miran«. No es de extrañar que este fenómeno despierte el exhibicionismo y el voyeurismo.

Pero esa mirada, ¿realmente está favoreciendo la estructura psíquica necesaria para la existencia de cualquier ser humano?

¿Hablamos entonces de una invasión, de una intromisión?

Si se derriban las fronteras que separan el mundo privado del público, ¿sobrevivirá la necesidad de intimidad que todos tenemos?

Espero que sí!

En el próximo artículo hablaré sobre la soledad.

(Imagen: www.evanbaden.com)

Celos y envidia: unos monstruos que generan mucha vergüenza.

(Por Clara Olivares)

Los celos y la envidia tienen muy mala prensa. Nadie admite abiertamente que ha sentido celos en algún momento o que envidia algo que posee otro.

Por más vergüenza que nos de sentir estos sentimientos, resulta que forman parte de nuestra naturaleza.

«…la Psicología actual explica que los celos son la respuesta natural ante la amenaza de perder una relación interpersonal importante para la persona celosa. Los celos parecen estar presentes en todas las personas, indistintamente de su condición socio-económica o forma de crianza y manifestarse en personalidades que aparentemente parecían seguras de sí mismas…

 Los celos también tienen relación con la vergüenza que es una respuesta natural del organismo. Muchas de ellas, una vez que los padecen, se sorprenden de si mismas ya que ni siquiera sospechaban que los padecieran…»  (Wikipedia)

TOD@S hemos sentido en algún momento de nuestra vida celos o envidia de alguien o de algo.

Los celos son la respuesta que damos cuando la otra persona hace cosas que los despiertan.

Excepto en los casos en que existe una patología, una persona se pone celosa porque alguien le provoca esa reacción.

Nadie se pone celoso sin razón ni es «celos@» porque sí. Repito, los celos se despiertan porque existe una causa que los ha activado.

Puede tratarse que, ya siendo adultos, nos hemos quedado en un estadío infantil y sentimos celos sin que exista una causa directa en apariencia.

Pero si ése fuera el caso, sentir esos celos «levanta la liebre» como dicen en España, es decir, es un síntoma de algo más profundo.

Es el caso de los niños pequeños cuando nace un hermanit@. Temen perder su lugar, el cariño y la atención de los padres, ahora eso que tenían de forma exclusiva lo tienen que compartir con ese intruso. Es natural que sientan celos al ver en su nuevo herman@ una amenaza que pone en peligro su estatus.

Esa es la buena noticia, la mala es que existen grados. La pregunta que surge sería¿hasta dónde me están llevando mis sentimientos de celos o envidia?

Ante el temor de perder una relación importante en mi vida, ¿qué hago? El cine está lleno de ejemplos que muestran hasta donde es capaz de llegar una persona cuando tiene un ataque de celos.

Recordemos la famosa película de Charles Vidor, Gilda, en donde los dos protagonistas (Rita Hayworth y Glenn Ford) llegan casi a destruirse mutuamente por culpa de los celos.

Celos.  4. Recelo que uno siente de que cualquier afecto o bien que disfrute o pretenda, llegue a ser alcanzado por otro. 6. sospecha, inquietud y recelo de que la persona amada haya mudado o mude su cariño, poniéndolo en otra. (Diccionario de la Real Academia de la lengua)

¿Y qué pasa con la envidia? Me atrevería a decir que más o menos un poco de lo mismo.

La envidia es aquel sentimiento o estado mental en el cual existe dolor o desdicha por no poseer uno mismo lo que tiene el otro, sea en bienes, cualidades superiores u otra clase de cosas.La RAE la ha definido como tristeza o pesar del bien ajeno, o como deseo de algo que no se posee.

En términos médicos la envidia ha sido definida por diversos términos según los diagnósticos psiquiátricos. El que más ha marcado redundancia en los últimos tiempos es la frase citada por el Dr. Saúl F. Salischiker:

 

«Cuando una persona se obsesiona y deja de vivir por estar pendiente de tu vida o en este caso en la vida de su adversario, de su entorno, y entre otras cosas siente agobio por cada uno de sus triunfos… Aparte de mostrar signos graves de inferioridad, te muestra que estas tratando con una persona psiquiátricamente enferma.»

(Wikipedia)

Existen personas en las familias que están «enfermas de envidia«.

Es normal que en el proceso de maduración hacia la edad adulta se pasen períodos de envidia. Los problemas sobrevienen cuando nos quedamos clavados en esa etapa y no crecemos.

Sentir envidia de lo que pueda poseer otro, como belleza, dinero, éxito, etc. es lícito, somos humanos. Lo desastroso viene cuando no lo decimos abiertamente y no lo reconocemos.

Uno le puede decir tranquilamente a su mejor amiga o a su hermano que le envidia equis cosa o característica. Y no pasa nada.

Como casi todo en la vida, una vez que reconocemos y vemos cuáles son nuestros sentimientos, el siguiente paso sería hacernos esta pregunta, ¿y ahora qué hago con esto?

Puedo hacer muchas cosas: decírselo al otro, analizar si ese sentimiento me hace sentir inferior o peor persona…

O tener deseos de destruir al otro o lo que posee.

Lo dramático de la envidia es que la persona que la siente cree firmemente que en «eso» que posee el otro se centra la belleza, o, el éxito o, la popularidad…

En realidad quien sufre es el que siente la envidia, no el que es envidiado.

Se comprende que esa persona quiera poseer lo mismo que tiene a quien envidia con la esperanza de conseguir aquello que, según su creencia, le va a dar la felicidad.

Si yo llego a tener lo que el otro tiene entonces seré feliz, o, tendré valor, o, conseguiré aquello que anhelo… existen razones tan dispares y tan variadas como lo son los corazones humanos.

Quizás el «antídoto» para detener ese sentimiento es aceptar la frustración.

Sería como decirse a sí mismo: vale, yo no poseo la belleza, o, la astucia, o, el don de gentes, etc. de fulanito, ni nunca lo tendré porque yo soy distinto de él/ella y por esa razón yo poseo otras cosas que hacen que yo sea yo.

Brevemente, la frustración es aceptar que no puedo obtener lo que quiero y deseo, que mis necesidades quizás no pueden ser satisfechas o que las tengo que postergar.

Esta aceptación abre las puertas hacia la libertad, ya que la persona estaría en la capacidad de abandonar el ancla que le sujeta a la furia que le produce creer que puede poseer siempre lo que desea.

En otras palabras, ver que en tanto que seres humanos poseemos límites. Y éstos nos enseñan que existe una línea que no se puede traspasar, un «hasta aquí».

En mi próximo artículo hablaré sobre el miedo.

(imagen: www.ideasmx.com.mx)

El deseo

(Por Clara Olivares)

A menudo la palabra deseo suele asociarse a su componente sexual casi exclusivamente.

Pero el deseo es mucho más que eso.

Me gusta recurrir al diccionario para ver cuál es el significado de una palabra. En éste caso, el diccionario de la Real Academia de la Lengua dice: (Del lat. desidium) m. Movimiento enérgico de la voluntad hacia el conocimiento, posesión o disfrute de una cosa.

Sería interesante ir desgranando cada uno de los elementos de su significado.

«Movimiento enérgico de la voluntad»: el deseo es el impulso que mueve hacia algo, activa al sujeto para que se ponga en movimiento y vaya a conseguir aquello que desea.

En otras palabras, es un motor que genera la fuerza necesaria para ir hacia ese algo que despierta mi deseo.

Desde el psicoanálisis se habla de pulsión, entendida como «el proceso dinámico consistente en un empuje (carga energética, factor de motilidad) que hace tender al organismo hacia un fin. Según Freud, una pulsión tiene su fuente en una excitación corporal (estado de tensión); su fin es suprimir el estado de tensión que reina en la fuente pulsional; gracias al objeto, la pulsión puede alcanzar su fin». (Diccionario de psicoanálisis, J. Laplanche y B . Pontalis, Paidós, 1993).

Si revisamos nuestra trayectoria de vida nos daremos cuenta de que hemos llevado a cabo sólo aquello que realmente hemos deseado, aunque en muchas ocasiones ni siquiera lo hemos hecho de forma consciente.

Pero el deseo no se puede exigir, aparece o no aparece. No hay que olvidarlo.

Si no existiese un deseo subyacente que alimentara el movimiento, estaríamos muertos. En otras palabras, ha sido el deseo el que ha propiciado que desarrollemos un proyecto, o, que construyamos una relación con otro, o, que seamos creativos.

«…hacia el conocimiento, posesión o disfrute de una cosa» Y esta segunda parte de la definición acaba de aclarar la dirección hacia la cual nuestro deseo nos encamina. Correspondería al «objeto» del cual habla el psicoanálisis.

Finalmente es energía con la que cada persona puede, de forma consciente o inconsciente, construir o destruir. Hablaríamos entonces de la pulsión de vida (Eros) y la pulsión de muerte (Tánatos).

La ausencia de deseo significa la muerte.

Si nos vamos a la mitología griega encontramos que Eros es el dios de la atracción sexual, el amor y el sexo.

Fue concebido por Poros (la abundancia) y Penia (la pobreza). («El Banquete» de Platón).

Es muy elocuente el origen de Eros. Éste nos habla de las dos fuerzas opuestas que existen en el deseo. Podríamos afirmar que la abundancia representaría el deseo de vida, en tanto que la pobreza iría dirigida hacia el deseo de muerte.

Quisiera unir este concepto de deseo a la naturaleza. ¿Por qué? Porque la naturaleza es al mismo tiempo constructora y destructora. Su fuerza es arrolladora.

Me viene a la mente la imagen de una pequeñísima planta que brota a través del asfalto. La pujanza que la vida tiene se da la maña para atravesar una materia inerme como es el asfalto y crecer.

Es más fuerte la pulsión de vida que la pulsión de muerte.

En una ocasión me dijo una psicóloga: «ábrete a la vida y deja que ésta te atraviese».

Sí, ¿cuántos años de nuestra vida hemos invertido en negarnos la vida? Nos hemos cerrado a cualquier evento que nos conduzca a entregarnos a la vida, a esa fuerza extraordinaria que nos permite transformarnos y que nos conecta con nuestro instinto.

El instinto siempre va encaminado hacia la vida, es muy raro que conduzca hacia la muerte.

¿Y por qué no comenzamos a abrirnos a la vida y nos dejamos guiar por ella?

Finalmente de nada sirve resistirnos, peleamos y peleamos y ésta pelea nos desgasta ya que desde su inicio es una batalla que está perdida.

Nos tenemos por seres muy racionales y muy controladores pero la realidad es bien distinta.

A la larga terminamos llevando a cabo sólo aquello que en el fondo de nuestro corazón deseabamos.

¿Qué hace que nos resistamos tanto a la vida?

«El deseo reivindica la vida, el placer, la autorrealización, la libertad. Unos planifican su vida, mientras que otros la viven al ritmo que les marca el deseo«. («El alma está en el cerebro», Eduard Punset).

En mi próximo artículo hablaré sobre la viabilidad de ser o no ser.

(Imagen: www.alemdodivan.blogspot.com)