Por Clara Olivares
El término omnipotente o todopoderoso proviene de dos vocablos, omni, que significa todo, y potente, que significa poder. Por tanto, alguien omnipotente es una persona que es capaz de hacer todo (o casi) cualquier cosa, que lo puede todo, que lo abarca todo, que no tiene ningún tipo de dificultad. Un ser omnipotente es aquel que no necesita a nadie, es poderoso en todos los sentidos, tiene un poder inagotable y sin límites, un poder infinito e ilimitado.
www.significados.com
Como especifica la definición, la omnipotencia se caracteriza por pensar y creer firmemente que uno puede con todo.
No importa lo que la vida nos depare, ni las dificultades que nos pongan la zancadilla, «yo puedo», así que, ¿para qué preocuparme?
Es más, ni siquiera pasa por nuestra imaginación pensar que no vayamos a ser capaces de salir siempre airosos.
Hasta que comienzan a aparecer las consecuencias de esa creencia. Puede que al principio tímidamente con síntomas que, por lo general, pasan desapercibidos y a los que más adelante diréctamente ignoramos.
Cansancio, estrés, angustia y en especial, mucha rabia.
¿Contra quién? Contra nosotr@s mism@s, contra la vida, contra «el culpable» de turno. Tristemente somos incapaces de darnos cuenta de que quién dice siempre sí, somos nosotr@s mism@s.
Como siempre en la vida, es más fácil culpar a otro de nuestras desgracias que reconocer y darnos cuenta de que quién decide siempre es uno mismo, nadie más.
El término omnipotencia generalmente se asocia a Dios, el que todo lo puede. ¿Será que en nuestra estúpida arrogancia estamos convencidos de que somos dioses?
Probablemente sí.
Es habitual observar este comportamiento en los niños y en los adolescentes en especial. En el caso de los niños éstos van aprendiendo, a medida que crecen, que existen límites que les indican que su poder no es infinito, que existen topes, gracias a ello se van formando y preparando para enfrentar la vida.
En la adolescencia el aprendizaje, muchas veces, se realiza a golpes. La vida o el otro les detienen (menos mal!)
Pero, ¿que pasa cuándo la lección no se aprendió?
La temeridad y la enorme dificultad para decir que no, constituyen dos de las consecuencias más frecuentes.
Si digo que no quizás piense de manera inconsciente que no puedo, y eso, por supuesto, es inadmisible.
La incapacidad para negarse ante cualquier cosa está ligada a una convicción profunda de creer y pensar que yo solo puedo asumir lo que venga, entonces si digo que no a alguien significaría que soy débil, que no puedo. «Yo me basto y me sobro» reza el dicho popular.
Si éste es el caso, es lógico que jamás necesite a otro, ¿para qué?
Con frecuencia nos encontramos frente a personas de 30, 40, 50 y hasta 80 años, que siguen con ese sentimiento de omnipotencia intacto. Quizás se trate de individuos que han tenido mucha suerte en la vida y en apariencia su experiencia les ha demostrado que es verdad, que son omnipotentes.
Pero, la realidad les termina por demostrar que están equivocados.
Ay! el batacazo cuando se dan cuenta de que no es así es enorme.
Entonces aparece la rabia o se deprimen. Recordemos que rabia y depresión son las dos caras de una misma moneda.
Estas personas se encuentran ante una disyuntiva: si siempre he podido con todo, ¿por qué ahora no es así? La disonancia cognitiva está servida.
Es verdad que no entienden el porqué.
Suele suceder que un hecho o una situación en concreto les haga abrir los ojos… o no.
Si en este punto no dan el salto hacia la consciencia y se dan cuenta de que su funcionamiento infantil les ha conducido a esa situación, se les va a hacer aún más difícil el camino porque estarán cada vez más ciegos.
Recordemos que no hay que confundir la valentía con la temeridad. En el primer caso se conocen de antemano las consecuencias que trae una actuación, y aún sabiéndolo, se actúa. En el segundo caso se enfrentan al peligro ciegamente sin contemplar las consecuencias que pueden acarrear su enfrentamiento.
Están convencidos de que van a salir ilesos porque siempre ha sido de esa manera.
«Crecer duele». Aceptar que no se puede con todo y de que siempre se necesita a otro, les hace vulnerables.
El antídoto para neutralizar esta dolencia es una buena dosis de humildad.
Reconocer que nuestro cuerpo tiene límites y que es indispensable escucharlos y respetarlos, impedirá continuar actuando en un registro omnipotente a la hora de enfrentar las obligaciones y los avatares de la vida.
La humildad también nos enseña que necesitamos de otro y, que no por eso somos menos fuertes.
Para conseguir superar este funcionamiento infantil, aprendamos a decir que no, sabiendo que hay cosas que no podemos asumir porque tenemos límites. Cuando se aceptan la propia fragilidad y la propia vulnerabilidad, nos humanizamos, y, gracias a este proceso se va curando la omnipotencia.
En mi próximo artículo hablaré sobre la crueldad.
(Imagen: www.dfjr.blogspot.com)