Las pérdidas y la necesidad de atravesar un duelo

(Por Clara Olivares)

Este es un tema que por lo general, la gente evita tratar.

Está muy afianzada en nuestra sociedad la negación de cualquier cosa que represente una «muerte»: envejecer, tener una dolencia física, cumplir años, perder una relación, etc., o dicho de otra forma todo aquello que signifique una pérdida.

Se penaliza duramente mostrar signos de «debilidad» de cualquier índole. Siempre se debe y se tiene que ser «fuerte».

¿Y eso qué significa?

Pareciera que mostrarse humano, es decir, expresar los sentimientos, los miedos y las angustias estuviera prohibido.

Ser y mostrarse vulnerable está vetado. Es como si el fin último a alcanzar fuese el de convertirse en una máquina tipo replicante en el más puro estilo de la película «Blade Runner».

Pero lo paradójico del asunto es que esta imposición de silencio y de negación es imposible de llevar a cabo, ya que siempre lo emocional busca la manera de expresarse.

Puede ser a través de una dolencia física (como un dolor de espalda, por ejemplo), o de una depresión, o de una contractura, o de una dermatitis, etc.

Es imposible negar una parte que conforma nuestra propia naturaleza, el ser humano es cuerpo, mente y emoción.

Hay pérdidas reales (una muerte, una bancarrota, un empleo) y pérdidas simbólicas (cambiar de década, una amistad, estatus).

Lo interesante es que, por lo general, toda pérdida real va asociada a una simbólica.

¿Qué representaba eso para mí? El hecho de saber que nunca más voy a volver a ver a esa persona, o que no voy a rejuvenecer, etc. ¿me resulta insoportable? ¿Qué hago con el desgarro que siento por dentro?

Es más fácil barrer esos sentimientos y meterlos debajo de la alfombra, a lo mejor, con suerte desaparecen.

Pero desafortunadamente no es así.

Siempre vuelven a aparecer, de forma enmascarada en la mayoría de los casos.

De ahí el título de este artículo, es necesario que se viva el duelo por esa pérdida. Es importante que se tome contacto con nuestro sentir y se atraviese el dolor.

Si no es así, es imposible que se pueda liberar el dolor, siempre permanecerá allí agazapado. Lo puedo negar, esconder, enmascarar, pero continuará existiendo y hasta que no contacte con él no me podré liberar de su influencia.

Perder siempre produce dolor.

Las personas con creencias religiosas lo tienen muy presente y su religión les ofrece fórmulas para poder hacerlo soportable: obtener méritos para la vida eterna. Es una alternativa muy útil para los creyentes.

Para aquellos que no creen en un dios, la alternativa que queda es la de la introspección.

Bucear en el síntoma que se manifiesta (migrañas, erupciones, hernias discales, etc.) hasta descubrir la emoción que subyace.

Se impone realizar un doble trabajo: el personal y el que va en contra de los dictados sociales que banalizan el dolor.

Si cogemos un periódico o vemos un telediario, descubriremos asombrados el incremento de productos y de ofertas que se ofrecen para «conjurar» la «muerte»: cremas, tratamientos, terapias para ser feliz, cómo conseguir la pareja perfecta para siempre, etc.

Pero se está olvidando algo fundamental: todas éstas mercancías las diseñan personas para personas.

Somos seres humanos, es decir, sentimos. Y lo que sentimos se expresa siempre, nos guste o no.

Por eso creo que es de crucial importancia darse permiso para vivir y atravesar el duelo que genera una pérdida. Es necesario que lloremos y que seamos conscientes de nuestra fragilidad y de nuestra condición de humanos.

Si nos empeñamos en seguir negando esta realidad, estaremos a un paso de convertirnos en seres duros y despiadados, lo que ya está contribuyendo  a la transformación de la sociedad, cada vez más inhumana.

¿Eso es lo que queremos para nuestra vejez y es el legado que le queremos dejar a nuestros hijos y a nuestros nietos?

No deja de sorprenderme aún la transformación que se opera en un desconocido cuando se le reconoce su sentir: es como si recuperara su dignidad y comenzara a brillar de nuevo.

No es tan complicado, basta con un «tiene razón, eso que cuenta es injusto», o «entiendo que esa situación le moleste o le enfade» por poner dos ejemplos.

El punto central es trasmitirle a esa persona que «tiene derecho a existir», es decir, es legítimo que sienta lo que siente. Si alguien está enfadado o triste, lo está sin más.

¿Qué sentido tiene decirle que no puede sentir lo que siente si lo siente?

Es de locos.

¿Por qué nos asusta tanto la expresión de nuestros sentimientos? En especial aquellos que han sido catalogados como «negativos» (como si existieran sentimientos y emociones positivas y/o negativas).

Los sentimientos y las emociones son eso: sentimientos y emociones, nada más. Cada uno siente lo que siente: dolor, ira, tristeza, etc.

Yo me sonreía cuando dictaba cursos en los que este tema afloraba: nunca fallaba, la gente siempre calificaba los sentimientos y las emociones en «positivos» y «negativos», en donde el objetivo a conseguir, por supuesto, era el de extinguir aquellos que pertenecían a los negativos.

Es hilarante, como si eso fuera posible. Alguien está triste o enfadado y eso es lo que siente. ¿Y qué puede hacer si es lo que siente, por mucho que ponga todo el empeño en no sentir lo que siente?

Qué discurso más loco…

No es de extrañar que comiencen a aparecer cada vez más personas escindidas y haya un enorme florecimiento de narcisistas.

Quizás la resistencia pasa por luchar para evitar caer en alguna de estas dos alternativas.

¿Y por qué no comenzamos a darnos permiso para sentir?

En el próximo artículo voy a continuar hablando de la culpabilización.

(Imagen: www.inpsico.com)

Socorro: ¡acabo de descubrir que soy idéntica a mi madre!

(Por Clara Olivares)

En Colombia hay una expresión popular que dice: «a la oveja por la lana y a la mujer por la mama».

Si un hombre o una mujer están enamorados de una bella joven y quieren hacerse una idea de cómo va a ser ésta de mayor, el dicho recomienda que giren la cabeza y miren a la madre de la joven, verán la versión envejecida de la niña.

¿Sucede lo mismo con el mundo masculino? Lanzo una invitación a todos los hombres que lean este artículo para que nos cuenten qué es lo que ellos viven. ¿Es igual? ¿Qué les pasa respecto a ese tema?

Muchas de nosotras hemos hecho de todo durante la adolescencia-juventud para no llegar a parecernos JAMÁS a nuestra madre.

Hasta que un día se nos revela, mediante un gesto, a través de la imagen que nos devuelve el espejo o de una actitud, que dentro de nosotras habita nuestra propia madre.

Este descubrimiento supone un shock, en especial cuándo se ha puesto tanta energía y empeño para conjurar la realidad.

Creo que, hasta la actualidad, no he conocido ninguna mujer a la que no le espante este descubrimiento y no quede horrorizada con él.

Me parece que a casi todas nos ha sucedido que, indefectiblemente, más tarde o más temprano en la medida en que envejecemos, vamos reconociendo en nuestros gestos, posturas, dichos, el aspecto físico, etc., a nuestra propia madre.

Para muchas de nosotras no ha sido un plato que se haya aceptado con gusto. Al contrario, ha causado indigestión.

Imagino que existirá un grupo privilegiado de féminas que no han experimentado este susto.

A lo mejor este trauma lo viven sólamente las mujeres que han sido muy desvalorizadas y poco reconocidas por su propia madre.

Me pregunto si ¿no será debido a que ellas practicaron con sus propias hijas (inconscientemente, por supuesto) un combate sin cuartel, el mismo que les aplicaron a ellas en su juventud?

¿Qué era lo que tanto criticaban, descalificaban, envenenaban con sus destructivos comentarios, en esas hijas?

Yo sospecho que todo aquello que les recordaba su propia experiencia, además de la propia incapacidad para reconocer en sí mismas esa parte. Es necesario realizar un largo camino de aceptación y de perdón para hacer las paces con una misma.

Cuando una persona critica con saña a otra persona, suele tratarse de una proyección en el otro de su propia incapacidad para ver y hacer consciente la parte de ella misma que tanto rechaza.

Imagino que ellas padecieron ese mismo mal. Cierto es que cuando se ha tenido una madre que desvaloriza sistemáticamente a su hija, la mirada que ésta última desarrolla sobre su propia valía es muy pobre. En otras palabras, crece con su autoestima por los suelos.

En la medida en que uno puede ver qué fue lo que le sucedió a la propia madre, es capaz de comprender que, seguramente, este aprendizaje viene de muy atrás, es decir, proviene de las generaciones anteriores, la mirada que se comienza a tener de estas mujeres cambia y se torna más humana.

Debieron vivir un infierno, al igual que se lo hicieron vivir a sus hijas.

Difícil labor la de ser madre! ¿Cómo se puede ejercer de madre buena, es decir, aquella que protege, cuida, es cariñosa, acepta al otro como es y no le critica, cuando se tiene el alma llena de odio y de resentimiento?

Para quienes han emprendido un camino en la búsqueda de la consciencia, han descubierto que ya no se es igual a ellas, han conseguido que la «maldición» sea conjurada.

El hecho de comprender para modificar, es el (creo que único) camino para no continuar transmitiendo el funesto aprendizaje.

Esta comprensión permite que la ira acumulada desaparezca, ya carece de sentido.

Sí, es cierto que no ejercieron de madres amorosas y buenas, no pudieron. Repitieron el mismo patrón que aprendieron con sus propias madres, no conocieron otro distinto.

Somos sus hijas, esa es la realidad.

Lo que hace viable otra mirada, es que, desde esta nueva óptica, es posible rescatar todo lo bueno y valioso que ellas tuvieron.

Y tuvieron muchas cosas. Guardemos en nuestros recuerdos éstas imágenes y éstos valores. No olvidemos nunca que nosotras también somos eso.

En mi próximo artículo quiero abordar un tema: «la niñez: la fuente que alimenta nuestra creatividad».

(Imagen: www.emi.cdef.com)