Ser o no ser: ¿es posible?

(Por Clara Olivares)

Aunque parezca un chiste que utiliza una expresión de Shakespeare para hacer un juego de palabras, la realidad es que de gracioso no tiene nada.

Es más, a veces resulta verdaderamente dramático el intento de tantos seres humanos que desean desesperadamente ser, es decir, poder expresar libremente lo que piensan y sienten, así como hacer lo que estiman que va en concordancia consigo mismos.

Bien sea por impedimentos familiares o sociales, la posibilidad de ser uno mismo no siempre resulta tan evidente. En algunos casos, serlo puede llegar a ser completamente inadecuado o inaceptable para el medio.

Me parece importante señalar la diferencia que existe entre una estrategia de supervivencia y una negación del otro.

Las consecuencias que acarrean estas dos opciones son muy diferentes entre sí. En el primer caso, se consigue una adaptación del individuo al entorno y en el segundo se produce una devastación psíquica que probablemente impedirá la sana construcción del soporte identitario del sujeto.

Para poder sobrevivir en cualquier ámbito es necesario que cada uno de nosotros fabrique un «otro yo» que le permita ser aceptado e incluido en la familia o en la sociedad.

Hablaríamos entonces de una «estrategia de supervivencia», sana y necesaria por otra parte.

¿Pero que pasa cuándo los intentos por mostrar lo que uno es resulta imposibles? ¿Qué pasa si cada vez que alguien se expresa recibe una descalificación sistemática del medio?

Los padres, de forma consciente o inconsciente, albergan expectativas frente a sus hijos: desean que desarrollen tal o cual profesión, que consigan el éxito en equis campo, que se casen, que tengan hijos… etcétera.

¿Y si esas expectativas no coinciden con el deseo, con las aspiraciones y las preferencias del hij@?

Puede suceder que se trate de una familia flexible y respetuosa en la que la diferencia está permitida y ésta pueda llegar a tener un lugar. Así por ejemplo, un padre que deseaba que su hij@ fuera médic@, choca con lo que él/ella quiere ser, por ejemplo, bailarín.

Esta opción no se acerca ni por asomo a la expectativa de ese padre, sin embargo éste acepta y reconoce que si ese es el deseo de su hij@ y que además éste posee cualidades para desarrollar ese oficio, le apoya y le anima.

Pero si ese hij@ se encuentra en el seno de una familia o de una sociedad rígida en la cual no está bien vista su decisión, entonces comienzan los problemas.

Tanto para la familia como para el hijo. Nadie sale indemne.

Si alguien le niega sistemáticamente a otro el derecho que tiene éste a ser diferente y a existir, la construcción de ese soporte identitario del que hablaba más arriba, no va a ser posible.

¿Por qué? Porque todos necesitamos de la mirada del otro para poder saber quienes somos. Si el entorno nos devuelve una mirada valorizante, entonces sabremos que poseemos aspectos positivos que son admirables, que tenemos cualidades y que nuestras características personales poseen valor.

Si por el contrario la mirada que recibimos es descalificatoria, es decir, el conjunto de elementos que hacen que yo sea Pepe o María es inadecuado o es inaceptable, la imagen que tendremos de nosotros mismos será muy pobre y no será válida para construir alrededor de ella nuestra identidad.

Una forma de descalificar a otro, muy utilizada por lo demás, es la de emitir un juicio sobre lo que el otro es. El juicio valora al sujeto y lo aboca exclusivamente a dos salidas: aceptable o inaceptable.

Puede que si al tercer juicio (por poner un número) la persona sigue obteniendo un resultado de «soy inaceptable o inadecuado», entonces lo que probablemente sucederá es que esta actitud favorezca la creación de «otro yo» que obedezca a las expectativas del entorno para conseguir convertirse en un ser aceptable y adecuado.

Esta situación es especialmente dramática en edades tempranas durante las cuales el individuo está en un «proceso de formación».

No es posible construir una identidad sobre un elemento negativo.

Y si ese «otro yo» es diametralmente opuesto a lo que una persona es, las consecuencias a nivel psíquico pueden llegar a ser desastrosas.

Por eso es tan importante ser muy cuidadosos para no emitir juicios sobre otro, ya que el hecho de enjuiciar significa dar una aprobación o una desaprobación sobre lo que ese otro es.

Me pregunto si en el fondo y de forma inconsciente, quien enjuicia no se coloca en un lugar de superioridad frente al que tiene enfrente y le transmite sutilmente su desprecio, quizás en un intento inconsciente de compensar el daño que le causaron en algún momento de su vida y así «sanar» la herida que tiene.

Sentirse juzgado por alguien puede llegar a ser verdaderamente antipático, éste juicio va a desencadenar rabia y resentimiento producidos por la negación de que son objeto estas personas.

La persona que emite el juicio quizás haya padecido en su infancia la misma descalificación que luego aplica con el otro.

Existen muchas formas para transmitirle al otro una crítica sin dañarle.

Puede que muchos padres, abuelos y hermanos no se den cuenta de la importancia que sus comentarios pueden llegar a tener en el desarrollo emocional y psíquico de un ser humano.

Felizmente nunca es tarde para aprender y reconocer a otro siempre es posible.

El desafío sería el de plantearse qué camino tomar: ¿Despierto mi curiosidad por el otro y descubro quien es?, o, ¿Me dedico a enjuiciarle y le clasifico en el grupo de los aceptables o en el de los inaceptables?

La semana próxima hablaré sobre la envidia y los celos.

(Imagen: www.people.tribe.net)

¿Cómo reconocer a una persona violenta? ¿Qué hacer?

(Por Clara Olivares)

Si nos tomamos el tiempo para examinar nuestra vida con un poco de detenimiento, encontraremos que alguna vez hemos sido violentos con un ser vivo, puede tratarse de una persona, o, de un animal.

Por lo general, quienes muestran comportamientos violentos (conscientes o inconscientes) suelen ser personas cuyo modo de relacionarse con otro es de tipo perverso.

Afortunadamente, el hecho de haber mostrado una actuación violenta o haber realizado una maniobra perversa en un determinado momento, no nos convierte necesariamente en una persona violenta.

Uno puede tener un comportamiento violento y no ser consciente de ello. Es gracias a que un tercero nos lo hace ver para que seamos conscientes de nuestra actuación y hagamos algo al respecto.

Esto hay que tenerlo muy presente a la hora de discernir entre quién es un perverso y quién no lo es.

Basta con decir una sola vez que la actuación que se ha tenido ha sido violenta para que ésta se detenga y no se vuelva a repetir.

Este instante es crucial, ya que es a partir de la respuesta y de la actitud que esa persona muestra ante quien le hace ver su funcionamiento, que podemos determinar si es alguien sano pero inconsciente o es un ser violento-perverso.

Si la persona en cuestión posee la capacidad para reconocer que ha obrado de forma violenta y se disculpa, es posible que haya una posibilidad de establecer una relación. Para que sea posible algo en lo que la violencia no esté presente, es indispensable que la persona realice una reparación del daño que causó y que no vuelva a repetir el acto violento, por supuesto.

Lo único que hace posible crear un vínculo con una persona que ha dañado a otra es que aquella repare el daño que provocó.

De nada vale que se disculpe o pida perdón y luego repita el acto violento. Si así actúa, lo más probable es que estemos en presencia de un/una pervers@.

Si ante la notificación de que ha vulnerado a otro siendo violent@, éste vuelca toda la culpa de lo sucedido sobre el que reclama, sin llegar a asumir su propia responsabilidad en la actuación que el otro le señala, «apaga y vámonos», como dicen sabiamente en España, nuevamente nos encontramos frente a una persona violenta-perversa.

Los sujetos violentos han aprendido a ser violentos. Quien maltrata, ha sido a su vez maltratad@. Es una cadena.

El perverso suele tener una herida narcisista enorme, no ha podido superar la etapa narcisista normal en cualquier proceso de maduración, es decir, no ha podido construir una buena imagen de sí mism@.

Este hecho es crucial para el sano desarrollo psíquico de un ser humano, es gracias a la interacción con el otro que se construye nuestra psiquis, ésta conformará la columna vertebral interna sobre la que una persona se estructura. Si hemos sido amados y respetados actuaremos de igual manera con los otros, seremos respetuosos y cariñosos con los que están a nuestro alrededor.

Si recibimos de nuestro entorno respeto, cariño, reconocimiento como seres humanos y hemos sido dignificados, entonces podremos poseer un buen concepto de nosotros mismos. Sabemos que somos seres que merecemos ser amados.

Con una persona violenta este proceso no se llevó a cabo.

Una persona adulta que reclama constantemente una mirada de admiración del otro, seguramente o no llegó a superar la etapa del desarrollo del período narcisista, o, es perversa.

Creo que es muy importante hacer la distinción entre alguien pervers@ y alguien que en algún momento dado tiene una actuación violenta, pero que no es consciente de que ha sido violento y repara el daño.

El primero ejerce la violencia con plena consciencia de lo que está haciendo. En el otro caso, puede tratarse de alguien que no puede soportar la imagen de sí mismo que le devuelve el otro y responde atacando de forma inconsciente.

Hablo de un perverso puro y duro  o de un «perversón» (utilizo este término para diferenciar el grado de consciencia con la que una persona ejerce la violencia), en ambos casos una relación sana con este tipo de personas no es posible.

Ambos poseen un vacío interior enorme que suelen llenar de diversas formas. El perverso se alimenta de lo que poseen otras personas: buen corazón, generosidad, auto estima, etc. Cree que si despoja a otro de las cualidades de las cuales él adolece, su vacío se va a llenar y su angustia va a cesar.

Un «perversón» no soporta su propia angustia y su malestar hace que se apodere de otro y le convierta en una extensión de sí mismo moldeándole a su gusto. Se trata de invasión, de falta de respeto, de carencia de límites, de violencia en resumidas cuentas.

Repito, lo que marca la gran diferencia entre uno y otro, es el grado de consciencia que estas personas poseen de sus actuaciones violentas y/o del deseo que tengan de ser conscientes de ellas, y, por supuesto, de si hay una reparación por su parte o no la hay.

Si no hay una reparación, nada es posible.

En el caso de un perverso la única vía posible para no perecer, es huír y lo más lejos de ser posible.

Cuando se trata de un «pervers@n», si éste no muestra un deseo real de reparar el daño que ha causado, o, de cuestionarse a sí mismo y permitir que la duda anide en él, lo más aconsejable es ponerse lejos de su alcance.

En el caso de la violencia ejercida por un/una pervers@, lo primero que debemos hacer es denunciarle ante las autoridades encargadas (policía) y en segundo término es dejarle claro que su actuación es violenta y que ésta constituye una vulneración de la integridad de cualquier persona además de  que social y moralmente no es aceptable.

Nadie, absolutamente nadie merece ser tratado de forma violenta.

Uno tiene derecho a enfadarse pero no puede causar daño a otro a causa de su enfado.

No existe ningún argumento válido para maltratar a otra persona. Cualquier discurso que se despliegue para justificar el daño causado carece de todo valor.

Una vez que nos hemos ocupado del pervers@/»pervers@n» de turno, a quien hay que atender inmediatamente es a la víctima.

Es muy importante transmitirle que ella no ha hecho ni dicho absolutamente nada para que merezca ser tratada de forma violenta.

La persona que ha sido maltratada cree profundamente que merece ser castigada, golpeada, etc. Este sentimiento surge del trabajo que ha hecho su verdug@ para llegar a tenerla bajo su poder total.

Nadie está exento de caer en las garras de un/una pervers@/»pervers@n», basta con tener un soporte psíquico precario, o, estar en una situación de desprotección, desarraigo, soledad, abandono, etc. que fragilice a la persona y la haga más vulnerable para que un pervers@/»pervers@n» la elija para dominarla.

Es importante mostrarle a la víctima que está bajo el poder de una persona perversa y que ella no es culpable de éso. También que lo que el perverso hace es violento.

El «perversón» así como el perverso no es que posean una gran inteligencia, es que son muy hábiles. Poseen una habilidad especial para encontrar el lado vulnerable del otro y atacar por ahí. En el caso de un/una «pervers@n» éste lo hace como una defensa inconsciente en tanto que el perverso lo hace para dominar, controlar y destruir al otro, necesita que el otro se fragilice y se rompa para tenerlo dominado y no pueda defenderse.

Una persona perversa necesita enmascarar sus propias debilidades y por eso destruye al que sí posee lo que ella no tiene.

Tanto el uno como el otro no van a permitir que su víctima les deje y se vaya sin presentar batalla. Desplegarán todo su armamento para evitarlo: manipulación, amenazas, culpabilización, etc. harán todo lo que juzguen necesario para que su presa no abandone el juego.

En dos de mis artículos anteriores hablo de algunas estrategias para decir no. Utilizarlas con este tipo de personas es tremendamente útil.

También es importante no morder el cebo que lanzan (con una descalificación, a través de la culpabilización, o haciéndose la víctima, por poner tres ejemplos) y caer en una cadena de justificaciones y de argumentos que terminará en la aceptación por parte de la víctima del argumento que ellos plantean. Siempre ganarán porque son tremendamente hábiles en ese juego.

Es importante mantenerse sereno, no «entrar al trapo» como reza el dicho, es decir, no responder al envite que nos lanzan, y, fundamental, no engancharnos en la rabia que nos despiertan sus palabras. Se trata de cebos, no lo olvidemos.

Si caemos en manos de este tipo de personas y conseguimos salir airosos será una lección que no olvidaremos en la vida. Desarrollaremos un olfato prodigioso para detectar a un/una pervers@ o a un «pervers@n» a leguas.

La semana que viene hablaré de algo mucho más ligero: el placer.

(Imagen: www.123rf.com)

El cuerpo: ese gran desconocido.


(Por Clara Olivares)

Nuestro cuerpo… consciente o inconscientemente es un tema que no nos deja indiferentes.

¿Qué relación establecemos con él? ¿Rechazo? ¿Incomodidad? ¿Bienestar? ¿Aceptación?

Lo vivimos «bien» o «mal» pero nunca de forma neutra.

Nuestra relación con él cambia a lo largo de nuestra vida porque nosotros cambiamos, se supone que vamos alcanzando la madurez.

No lo habitamos de igual manera cuando somos jóvenes. Durante esta época apenas somos conscientes de su existencia.

Por lo general tiramos de él abusivamente y él siempre nos responde (cuándo tenemos suerte, claro), traspasamos todos sus límites en la creencia de que siempre «seremos invencibles».

En psicología existe un término que describe este fenómeno: la omnipotencia. Se cree que se es un dios que todo lo puede. Observando a un adolescente se comprende muy bien este concepto.

Y TOD@S hemos sido adolescentes (algunos seguimos siéndolo a los 60 años). ¿Quién no recuerda cómo nos «pasábamos de rosca» durante esa época?

Felizmente «de la juventud uno se cura», como diría alguien famoso.

Es necesario vivir y atravesar las diferentes etapas de la vida para evitar el  riesgo de quedarnos atrapados en una de ellas o no experimentarla jamás.

Somos el reflejo de nuestra vida, y es el cuerpo el encargado de mostrarlo. En él llevamos impresa nuestra historia.

En la medida en que nos vamos haciendo mayores y en donde el ímpetu de la juventud se va transformando en una aceptación del normal deterioro físico, la imagen exterior deja de ser tan importante para nosotros, dejamos de ser sus esclavos y comenzamos a ser nosotros mismos.

Ya no dependemos que ella para que nos acepten los demás. Los dictámenes sociales tipo: tienes que estar más delgad@, más san@, más joven, más… pierden su fuerza.

Como expresaría un dicho popular: la experiencia es un estatus. Y comparto totalmente esta afirmación.

Se adquiere una autoridad dada por el hecho de haber vivido y de haber aprendido de nuestros aciertos y de nuestros errores; de haber asumido la responsabilidad de las consecuencias que nuestras propias decisiones accarean.

La impronta dejada por la educación es profunda, así como todas las creencias, las ideas, los prejuicios que durante tantos y tantos años fuimos acumulando.

Felizmente gracias al paso de los años y a la experiencia vivida, se ha construido un soporte identitario que permite que nuestro cuerpo (ya despojado de los atributos de la juventud) repose sobre él.

Ya no es necesario aparentar ser quienes no somos, y eso, creedme supone una liberación enorme. Qué descanso!

Una de las cosas que vamos aprendiendo es cómo el aspecto emocional se refleja en nuestro cuerpo.

Como diría el médico psicoanalista Willy Barral (Entretiens avec Willy Barral, Un film de Jean-Yves Bilien)  «el cuerpo piensa».

Siempre adolecemos de algo: no es gratuito que desarrollemos una dolencia determinada y no otra.

El cuerpo siempre habla.

Esas dolencias nos muestran que aún existen aspectos internos que no hemos acabado de solucionar. Nos dan la oportunidad de volver la mirada sobre lo que estamos viviendo y hacer un balance de nosotros mismos.

Una enfermedad siempre genera una pregunta: ¿cuál es el mensaje sobre mí mism@ que me está enviando?

Las posturas que adoptamos son igualmente elocuentes: hablan de nuestras emociones y nuestra propia ubicación en el mundo.

Somos cuerpo.

Él expresa todo lo que habita en nuestro interior. Observando la relación de una persona con su propio cuerpo podremos deducir qué tipo de relación tiene consigo misma.

Muchas veces se nos «atraganta» algo o alguien, y si nos ponemos a analizar un poquito descubriremos que existe una razón de peso detrás.

Repito: el cuerpo jamás miente. ¿Y si comenzamos a escucharlo?

En mi próximo artículo hablaré de la ansiedad, a veces una compañera inseparable.

(Imagen: htpp://www.ebay.com)