Por Clara Olivares
Creo que para comprender mejor este fenómeno es necesario esquematizar someramente los grupos que conforman una familia.
La familia nuclear está formada por: el grupo de los padres y el grupo de los hijos, ambos con diferentes roles y perteneciendo a distintas categorías.
Luego está la familia extensa, aquella que abarca tres generaciones, incluiría a los abuelos y a los tí@s.
Para conseguir una buena salud mental es necesario que éstas entidades estén claramente diferenciadas. Desafortunadamente no siempre es así, en algunos casos los roles y las categorías están confundidos, mezclando todos los niveles.
Una de las consecuencias de esta confusión es que algunos padres parentalicen a uno o a varios de sus hij@s.
Cuando uno de los padres arrastra una inmadurez emocional, puede que esa carencia le conduzca a escoger, de manera inconsciente, a uno o a varios de sus hijos para llenarla.
Nos encontramos entonces frente a un hijo parentalizado.
Existen dos tipos de perentalización: la primera hace referencia a aquella en la que aparece una inversión de roles evidente entre padres e hijos (puede ser instrumental y/o emocional). La segunda es cuando uno de los padres hace una promesa a su hijo, de manera directa o indirecta, de forma que ese hijo abandona el grupo de sus iguales (hermanos) creyendo que será incluído en el nivel de los padres.
Lo dramático de esta versión es que se trata de una falsa promesa: un hijo jamás puede estar al nivel de los padres por la sencilla razón de que es «hijo».
Voy a hablar en primer lugar del tipo número uno.
El lugar que debería ocupar el padre (o madre) es reemplazado por el hijo, dando lugar a niños que en lugar de jugar y descubrir el mundo, tienen que ocuparse de las labores domésticas o de cuidar y proteger a sus padres.
Quien cuida, protege, guía y da sostén es el hijo en lugar del progenitor.
Así encontramos pequeños que se hacen responsables de ocuparse de sus hermanos, de hacer la comida, limpiar la casa, etc., labores de las que debería ocuparse el adulto.
También suelen asumir el cuidado y la atención de alguien que enferme en la familia: vela porque éste tome los medicamentos, esté atendido, acompañado, etc.
Éstos son ejemplos de la parentalización de tipo instrumental.
La emocional es un poco más compleja: recae sobre los hombros del pequeño todo el peso de ser el sostén emocional del adulto. Convirtiéndose en aquél que escucha, cuida, apoya, protege y es depositario de las confidencias de su padre o de su madre.
En estos casos se hace evidente una falta de límites por parte del adulto. Hay cosas que un hijo no debe saber ni debe escuchar, y mucho menos debe hacer.
La imposibilidad por parte del adulto de establecer límites, es algo más común de lo que imaginamos.
Esta carencia trae consecuencias que alteran la interiorización de la noción de límites (absolutamente necesaria para una sana construcción de la identidad) en el hijo. Si alguien no tiene claro hasta donde puede llegar, es decir, en qué lugar comienza a diferenciarse del otro, será complicado que sepa quién es.
Así mismo, cuando crece, es probable que el niñ@ sea consciente de la parentalización de que fué objeto y la ira comience a aumentar en su interior.
No es de extrañar que éstas personas busquen de manera inconsciente parejas y amig@s que funcionen de la misma forma que sus padres en un intento neurótico de conseguir un «esta vez si sale bien». Lo que no saben es que, a menos que lo trabajen de forma consciente, jamás saldrán bien las cosas con el tipo de persona que suelen escoger, es imposible que con él/ella funcione la relación.
Qué malas pasadas nos juega el inconsciente, ¿no?
El segundo tipo de parentalización se caracteriza por un desplazamiento del hijo en cuestión a un lugar que lo sitúa entre el grupo de los hermanos o «fatría» y el grupo de los padres.
Es una especie de limbo en el que queda en medio de los dos grupos sin pertenecer a ninguno de los dos.
De un plumazo, esta designación le perjudica la relación con sus hermanos. Éstos lo perciben como un espía infiltrado de los padres, lo que conlleva que delante de él ellos tengan que ser muy cuidadosos con lo que dicen y hacen por miedo a que los delate ante sus propios padres.
Para compensar, el primogenitor que lo escoge le proporciona privilegios que, por otra parte niega a sus hermanos, pero cuidando mucho de que éstos no interfieran con el lugar que como padre o madre ocupa. Es decir, el poder de que dispone este hijo es relativo.
Con esta estrategia el padre o la madre ratifica esa promesa velada que le hizo a su hij@, trayendo como consecuencia un incremento de la rabia y del rechazo de los hermanos y dificultando aún más su relación con ellos.
Este hijo entonces, ¿a quién es leal? Por lo general a sus padres, ya que ellos representan el poder. Es aquí cuando aparecen los «delatores», los «chivatos» que todos hemos conocido.
La parentalización siempre es nefasta para quienes la han sufrido. Ambos tipos generan una rabia enorme, ya que a ese hij@ le han robado literalmente su niñez y le han estropeado su capacidad de relacionarse de forma sana con sus iguales y con quienes ocupan puestos de poder.
Otra de las consecuencias es el aumento de un sentimiento de culpa del que el sujeto en cuestión no es capaz de discernir de donde proviene. Se siente culpable de algo pero no llega a saber a ciencia cierta de qué.
Ser conciente de ésta realidad suele ser un trago amargo, pero vale la pena tomarlo ya que, la liberación que supone se ve compensada con creces. Se llega a comprender el porqué de los comportamientos y actitudes que hemos arrastrado durante años.
Éstos no han surgido por generación espontánea, existe una razón poderosa que los avala. Ver de dónde provienen permite constatar que no son un sueño ni algo que mi imaginación ha creado.
En mi próximo artículo hablaré sobre los mecanismos de defensa.
(Imagen: www.ivanms12.blogspot.com)