Darse permiso (o, autorizarse a…)

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Por Clara Olivares

Para las personas que han desarrollado una auto-exigencia muy elevada, el hecho de autorizarse a sí mismas a decir, actuar, expresar, disfrutar, y un largo etcétera, a veces resulta prácticamente impensable.

En el caso de ciertas emociones que socialmente están penalizadas, como por ejemplo la rabia o el enfado, se suele desarrollar un mecanismo de auto-censura. Son ellas mismas las que se coartan a sí mismas.

Desgraciadamente, el sistema social en que vivimos actualmente se ha valido de la misma estrategia y ha conseguido instaurar en cada ciudadano la misma auto-censura, y, me temo que lo “políticamente correcto” va encaminado a conseguir ese mismo objetivo.

Ha llegado a estar tan interiorizado el mandato de no permitirse expresar lo que se siente, que la sola idea de pensar que existe la posibilidad de no hacerlo, está fuera de cualquier discusión.

Desde el punto de vista emocional, es habitual que a estas personas les resulte muy difícil contactar con sus emociones, por eso es habitual observar que “actúen” aquello que sienten en lugar de sentirlo.

Este proceso es, evidentemente, inconsciente. Se pueden observar actuaciones como por ejemplo, criticar constantemente todo (personas, situaciones, grupos, etc.), o responder de manera agresiva, o despellejar a la persona con la que se está enfadado una vez que ésta se haya ido, por poner unos pocos ejemplos.

Casi todos esos condicionamientos están respaldados por una ley, manifiesta o tácita, que se aprendió en el seno familiar.

Al “autorizarse a”, se estaría contraviniendo una ley en concreto que fue inculcada por alguno de nuestros progenitores, o nuestros abuelos, o nuestros tíos. Ha sido la familia, nuclear o extendida así como el entorno social, los que se encargaron de enseñarnos y los que se aseguraron de que lo interiorizáramos.

Algunas veces el “super yo” que se desarrolla es tan enorme que se llega a ser despiadado consigo mismo, y por ende, con los demás. Se alcanzan cotas muy elevadas, como, por ejemplo, la de auto-aplicarse castigos absurdos y arbitrarios.

¿Qué ley se está infringiendo? ¿Quién la transmitió? ¿Qué es exactamente lo que se teme?

Podría ser, por ejemplo, la condena eterna, o la exclusión de la sociedad al ser señalado, o la crítica, o dejar de ser apreciado y aceptado por el medio, entre otros. En otras palabras, siempre subyace un castigo por haberse atrevido a desafiar lo establecido, es decir, a la norma.

En algunos casos, además de la obediencia ciega a la norma, se suma una profunda creencia de que no se es merecedor de, por ejemplo, un reconocimiento, o un placer, o un regalo, etc.

Con frecuencia las necesidades del otro se anteponen automáticamente a las propias. No digo que en algunas ocasiones es conveniente que así sea, me refiero al hecho de reaccionar siempre, y ante cualquier circunstancia, de esa manera.

Llega un momento en la vida en que es importante parar y replantearse los cimientos que sustentan nuestro funcionamiento.

¿Por qué no voy a ser merecedor de…?, o ¿Qué me impide ser feliz?, o ¿Por qué no voy a darme permiso para…?.

¿Es cierto que ese mandato tan rígido es válido para mí hoy en día? ¿Realmente quiero continuar obedeciéndolo?

No estoy refiriéndome a caer en un “laisser faire, laisser passer”, sino a plantearse si ese mandato se puede modificar por otro más en consonancia con nuestras necesidades y deseos en este momento de nuestra vida.

Lo he dicho antes y lo repito ahora: cualquier actuación es válida siempre y cuando no cause daño, a otro, o a uno mismo.

Para algunas personas es casi imposible “autorizarse a”, y me pregunto, mientras no dañe, ¿por qué no?

En mi próximo artículo hablaré sobre cuando no se quiere, o no se puede, ver.

(Imagen: www.diazbada.blogspot.com)

La fidelidad

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Por Clara Olivares

Como muestra la imagen, el perro es el icono de la fidelidad por antonomasia.

¿Cómo se ganó esta fama? Quizás porque a pesar de todo aquello por lo que pueda pasar su amo, permanece a su lado.

Ser fiel es «seguir ahí» en las buenas y en las malas. Por esa misma razón, me llaman la atención los votos que hacen los recién casados: «en la salud y en la enfermedad». Son las mismas promesas que se realizan ante lo ojos de un dios o ante los de un juez.

Alguien que se compromete a cumplir sus promesas, lo hace tomando la decisión HOY sin saber qué derroteros seguirá su vida en el futuro incierto.

No obstante, lo hace de manera lúcida y libre. De hecho la ley contempla la reducción de una condena, si el delito se ha cometido bajo coacción.

Quien es fiel cumple sus promesas a pesar de los cambios que sufrirán sus ideas, convicciones y sentimientos. ¿Esto no es uno poco soberbio? Yo pienso que se trata más de una elección inconsciente.

Me parece que quizás se relaciona más con la omnipotencia (yo puedo con todo) que con cualquier otra cosa.

Es este sentimiento, tan juvenil, de estar convencidos de que es posible hacer no importa qué, el responsable, quizás, de nuestra inconsciencia. Tampoco olvidemos que es gracias a ella que nos hemos atrevido a hacer muchas cosas.

En la medida que envejecemos aprendemos a ser más cautos, menos mal!

La palabra fidelidad proviene del latín fidelitas que significa «servir a un dios».

Cierto es que existen muchos dioses: el dinero, la fama o el poder, entre otros.

Según la definición que ofrece Wikipedia la fidelidad implica «…una conexión verdadera con una fuente».

 Por eso creo que resulta muy difícil mantener una promesa con el paso del tiempo, o no…

Eso en el caso de un sólo individuo. Pero, ¿que pasa cuando se trata de la fidelidad a un grupo? Por ejemplo, ¿a la familia? Por fidelidad a ella se llegan a hacer grandes sacrificios personales.

Nos quedaríamos sorprendidos de lo que es capaz de sacrificar un ser humano (en especial un niño) por su familia. Llegaría incluso a comprometer su salud mental para salvar al grupo.

Así, la afirmación de que la fidelidad es una virtud cobra mucho sentido.

En este punto me gustaría matizar. Creo que gran parte de lo que significa ser fiel está en consonancia con lo que cada uno es realmente, es decir, para poder ser fiel a algo o a alguien es necesario, en primer lugar, ser honestos con nosotros mismos y saber a que dios es al que servimos.

Como todo en esta vida, nada permanece inamovible, la vida es movimiento.

Las actuaciones que tuvimos en un momento equis de nuestra existencia, felizmente, con la edad y la madurez, las abandonamos y las modificamos.

Quizás no fuímos fieles a algo o a alguien por un sinnúmero de circunstancias.

Probablemente, nuestras creencias y las maniobras inconscientes que se ponían en juego, estén relacionadas con la propia historia personal, así como las estrategias de supervivencia a las que recurrimos para ser aceptados o, simplemente, incluidos en un grupo social.

Seguramente estos comportamientos no fueron los más correctos ni los más deseables, lo importante es que algún día descubramos la razón de nuestras actuaciones.

Valdría la pena averiguar qué parte de nosotros mismos se estaba jugando cuando apostábamos por esta maniobra: ¿buscar la valoración? ¿conseguir una identidad? ¿Demostrarnos algo a nosotros mismos, o al grupo?

 Dejando al margen estas preguntas, el concepto de fidelidad otorga especial atención al deber, en otras palabras, a hacer lo correcto.

O, por lo menos, tener el deseo (o la virtud) de cumplir las promesas hechas.

Creo que en la actualidad este concepto se ha banalizado y se ha manoseado enormemente.

Si no, escuchemos las promesas que hacen los políticos en el momento de conseguir más votos, o, cuando alguien desaprensivo antepone siempre sus intereses personales para satisfacer sus deseos a cualquier precio.

 Desafortunadamente, parece que la sociedad actual premia estas conductas.

 Y cada uno de nosotros ¿es fiel a sí mism@?

¡Elegir esta senda no es un camino de rosas!

En mi próximo artículo hablaré sobre la superstición.

(Imagen:www.leynatural.es)

Las compulsiones

obsesión

 

Por Clara Olivares

Debemos tener cuidado para no confundir una compulsión con el Transtorno Obsesivo-Compulsivo (TOC).

En el primer caso se trata de un impulso irresistible, como comprar por ejemplo. El sujeto obedece a la llamada que le hace el impulso y busca su satisfacción inmediata, prácticamente sin pensarlo (las famosas rebajas comerciales se apoyan en esta debilidad y la explotan).

«Si está baratísimo, como no lo voy a comprar», es uno de los argumentos que se esgrimen ante sí mismos pero la realidad es que la persona lo hace aunque no lo necesite. Se entrega a la seducción que un precio bajo le puede ofrecer a fin de obtener, de forma inconsciente, el placer que le brinda poseerlo.

Pero desafortunadamente, éste suele ser un espejismo. El «placer» que se obtiene por lo general es momentáneo y efímero el cual muchas veces provoca un sentimiento de culpa.

La satisfacción que produce ese placer no perdura, se esfuma casi siempre después de pasar al acto.

Tanto en los casos de una compulsión como en un TOC, subyace la angustia y, en la mayoría de ellos se despiertan sentimientos de culpa y de vergüenza.

En el transtorno obsesivo-compulsivo la aflicción que provoca la obsesión hace que se realicen rituales con un estructura determinada (poseen un orden) para calmar la angustia y el dolor.

El sujeto lucha por recordar muy bien todos los pasos a seguir en la realización del ritual, ya que, si se salta alguno, éste no va a funcionar como antídoto a su obsesión.

Algunas veces la persona entiende que éstos son absurdos e inútiles pero no puede resistirse a la compulsión, le es muy difícil parar ya que estos rituales posee un carácter mágico: llevándolos a cabo su obsesión se va a neutralizar.

Es el caso de las personas que están obsesionadas con el contagio de microbios y se lavan las manos contínuamente hasta llegar a despellejarlas en los casos más severos, o, nunca abren una puerta sin una protección para que su piel no entre en contacto con el pomo «contaminado», etc.

«Las obsesiones son pensamientos, ideas o imágenes inadecuadas y desagradables que se le imponen al sujeto de forma intrusiva y repetitiva, generando un malestar clínico significativo. El contenido de estas ideas es irracional, absurdo y moralmente inadecuado desencadenando angustia, duda y culpa al mismo tiempo».

«Las compulsiones o rituales son comportamientos o actos mentales repetitivos y estructurados de una manera rígida. El sujeto acude a ellos con el fin de aliviar de forma mágica la angustia o ansiedad que se despierta tras las ideas obsesivas».

Wikipedia

Es mucho más fácil enfrentarse y manejar una compulsión que un TOC. En el control de impulsos la persona puede conseguir resistirse a él y aprender a parar.

Seguramente en un inicio resulte más difícil resistirse, pero con la persistencia lo logrará.

Opino que en ambos casos subyace una estructura psíquica rígida que seguramente se gestó en edades tempranas.

Seguramente esta rigidez fué aprendida en el entorno familiar. No se desarrolla un alto grado de rigidez porque sí.

En el caso del control de impulsos existe un umbral a la frustración bajo. Resulta insoportable no satisfacer ese arrebato de forma inmediata. Pareciera que la no satisfacción del deseo de ese momento desencadenara una desazón imposible de soportar.

Por esa razón se pasa al acto, pero al hacerlo la desaparición de la angustia no es permanente.

En la medida en que se aprende a controlar los impulsos y se descubre la causa de la angustia, el umbral a la frustración aumenta, el sujeto comprobará por sí mismo que «no-le-va-a-pasar-nada» si no sucumbe a la tentación.

Es más, llegará un momento en que la omnipresente angustia desaparece y un día descubre que ya no está. ¡Qué cambio y que alivio!

Descubrir que «puede hacerlo» le aportará orgullo de sí mismo y fortalecerá su autoestima.

A continuación os enumero una serie de pasos a seguir cuando «aparece la llamada del impulso» para aprender a resistirse:

  1. 1. Pensar antes de actuar. Preguntarse si verdaderamente necesita, o, es necesario, poseer lo que despertó su deseo.
  1. Buscar otras alternativas. ¿Es necesario enfadarme por eso? ¿Qué voy a conseguir con ello? ¿Y si mejor me ausento de escenario?
  1. Aprender de los errores pasados. ¿Qué consecuencias trajo la última vez que actué así? ¿Sirvió de algo?
  1. Contar hasta 10. Parece una tontería pero no lo es para nada, ese lapso de tiempo le permitirá a la persona parar.
  1. Tolerar la frustración. ¡Todo un aprendizaje!.
  1. Hacer ejercicio. Recordemos que el ejercicio consume energía. Como diría el personaje de Manolito de Mafalda: «una madre cansada pega menos fuerte».

Creo que todos los seres humanos poseemos, grande o pequeña, una compulsión que se manifiesta bajo formas muy variadas.

El secreto radica en identificarla y decidir qué se quiere hacer con ella. Siempre existe una alternativa, lo importante es encontrarla.

En mi próximo artículo hablaré sobre los prejuicios.

 

(Imagen: www.ryapsicologos.net)

¿Por qué una persona necesita mentir?

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Por Clara Olivares

Diría que la principal razón por la que alguien miente es el miedo, ¿a qué?

Probablemente a no cumplir con las expectativas que se tiene de ell@s. O, las que ell@s creen que los demás tienen.

Esto no quiere decir que en un momento dado de su vida sí hubo alguien que esperaba tal o cual logro por su parte.

Depende de la manera en que esas expectativas fueron transmitidas, el daño causado varía. Si se dijeron de forma directa, la persona afectada probablemente no se vió atrapada en un doble mensaje: con la palabra te digo una cosa pero con mi lenguaje corporal te digo lo contrario. Es esta manera indirecta y retorcida la que causa un daño mayor.

Cualquier mensaje que se expresa con una descalificación afecta la autoestima de quien lo recibe. Máxime si se trata de un niño que aún no tiene formada una estructura psíquica sólida.

Éste suele tratarse de un comentario en apariencia inocuo e inocente pero que va cargado de veneno.

Ese alguien que se sintió desencantado le transmite al sujeto su frustración y su decepción.

No es de extrañar que el receptor de esa descalificación comience a mentir como una respuesta de supervivencia. Es decir, al mentir intenta ofrecer una imagen de sí mismo lo más parecida posible a la de alguien que sí sería aceptado y admirado.

Alguien que necesita mentir constantemente suele ser una persona con una baja autoestima.

Es como si se dijeran a sí mismos: «si me muestro tal y como soy, no voy a ser aceptado, así que mejor fabrico una imagen ideal de mí, una imagen que pienso que sí va a gustar, y, así, me aceptan«.

Estos seres poseen una fragilidad interior muy grande. Es como si su sustento psíquico se hubiera quedado a medio construir.

Necesitan causar admiración en sus seguidores, así que se crean otro yo. Uno más interesante, más atractivo, uno al que la gente llegue a amar.

Porque tristemente, muchos de ellos no se creen dignos de amor. Les resulta imposible creer que los puedan amar tal y como son.

Como en la mayoría de los casos, la problemática se inicia en la niñez con alguno de sus progenitores o con la persona que constituyó un referente identitario fuerte para ell@s.

Lo terrible de este recurso es que llegan a creer que ese otro yo inventado es real, hasta el punto de que éste llega a anular su verdadera personalidad.

Llegados a ese punto la confusión es tremenda. Entonces, ¿quién soy?

Y ya hemos visto que si una persona no puede contestar a esa pregunta, no pueden colocarse los cimientos sobre los cuales se construya la propia identidad.

Seguramente cuando la vida nos coloca cara a cara frente a esa pregunta tengamos una buena crísis.

¿Y si lo que descubrimos no nos gusta? ¿Seremos capaces de soportar esa imagen?

Si no llegamos a aceptarla vamos a tener más de un problema, eso seguro.

Aceptar que no somos seres extraordinarios, es más, que somos iguales a cualquiera, es el primer paso.

Una buena dosis de humildad no viene nada mal.

En el momento en que se descubre y se acepta quienes somos, se tiene un terreno firme y real del cual partir.

Este proceso no se hace de un día para otro, puede que no se sepa o que quizás se de cuenta de que es diferente a la persona que construyó para que le supliera.

Entonces ahí comienza la verdadera aventura: descubrir quién soy yo.

Me parece que ese descubrimiento nos llevará toda la vida… creo que es un camino que vale la pena recorrer.

Una estrategia que funciona muy bien para comenzar esa andadura es la de hacer bien lo que se me de bien hacer. Conseguir una excelencia profesional alrededor de la cual comenzar la construcción de una verdadera autoestima.

En mi próximo artículo hablaré sobre la cobardía.

(Imagen: www.oscarimorales.com)

Cómo decir las cosas

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Por Clara Olivares

Cuentan que Winston Churchill tenía una estrategia cuando estaba muy enfadado con alguien y le tenía que decir algo. Ésta consistía en coger papel y lápìz y escribir todas las cosas que deseaba decirle a esa persona «en caliente»: quejas, insultos, exabruptos, palabras malsonantes, descalificaciones, etc. Una vez que había descargado todo su enfado en el papel, quemaba la carta y, ya sereno, escribía aquello que necesitaba decirle a la persona sin que sus emociones tomaran el mando.

Sabia estrategia, ¿cierto?

Yo siempre he creído que se pueden decir todas las cosas, incluso las más duras, sin necesidad de dañar al otro.

Felizmente los humanos poseemos el lenguaje, ¡no desperdiciemos ese privilegio! Lo he dicho en otras ocasiones, y lo vuelvo a repetir, quizás el secreto radica en aprender a decir las cosas sin lastimar.

Es un arte sin duda y, como todas las artes, éstas se perfeccionan con la práctica.

Es recomendable alejarnos de las artimañas barriobajeras y retorcidas que much@s de nosotr@s hemos aprendido a utilizar de manera automática para conseguir nuestros propósitos.

Huyamos de la manipulación y de las estrategias culpabilizadoras y perversas, aunque éstas sean las que se hayan popularizado y su contagio se propague por doquier.

¿Qué tipo de sociedad queremos ayudar a crear? ¿Nos interesa fomentar intercambios basados en la agresividad y en la destrucción? Me imagino que no.

La estrategia de Winston Churchill me parece muy útil. Claro que nos enfadamos con el otro y que el primer impulso que tenemos es el de atacar. Pero si permitimos que éste prime, ¿a dónde se han ido tantos siglos de evolución?

Sería una pena desecharlos sin más.

¿Qué hacer? Lo primero es permitir la expresión de nuestras emociones, bien sea escribiéndolas o diciéndolas ante un espejo, o saliendo a correr, etc. El objetivo es evacuarlas SIN negarlas y, especialmente, sin causar daño.

Una vez calmadas nuestras ansias de sangre, analizar la situación, sin olvidar jamás que siempre son dos partes implicadas: el otro y yo.

Una fórmula eficaz es la de «ponerse en los zapatos del otro».

Nuestras abuelas siempre nos lo decían. Para poder prever las posibles reacciones del otro, es muy útil ponerse del otro lado y hacer el ejercicio de escuchar lo que tenemos pensado decir.

¿Cómo lo recibo? ¿Es una agresión? ¿Estoy descalificando a la persona?  ¿La estoy manipulando? ¿Le estoy haciendo sentir culpable?

Es muy importante utilizar un lenguaje neutro carente de carga emocional.

Os remito a algunos de los artículos que he escrito, como «los mensajes yo», «la culpabilización y todos sus derivados». En ellos expongo claves que nos permiten hacer un pequeño auto-análisis de nuestro comportamiento y aplicar conceptos sencillos y claros.

No sólo es importante analizar QUÉ digo sino CÓMO lo digo.

Es fácil enmascarar nuestro enfado detrás de palabras bonitas.

Los que utilizan las estrategias pasivo-agresivas son unos maestros en este arte. Sutilmente consiguen sus objetivos manipulando.

Hacerse la víctima o inocular la culpa suelen dar unos resultados muy efectivos.

Intentemos ser honestos con nosotr@s mism@s y no nos contemos historias. Podemos engañar a todo el mundo, pero no a nosotr@s mism@s.

Hagamos un ejercicio de empatía: pensemos en el otro como nuestro interlocutor, no como nuestro enemig@.

Me parece que no llegamos a ser del todo conscientes de la gran herramienta que poseemos. Utilicémosla para construír, no para destruír.

En mi próximo artículo voy a hablar sobre la renuncia.

(Imagen: www.venyve.com)

Comunicación perversa (3)

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Por Clara Olivares

Antes de abordar el tema, considero que es necesario tener en cuenta algunos conceptos fundamentales de la comunicación.

Todo mensaje presenta dos aspectos: el contenido y la relación. El contenido hace referencia a la palabra, y la relación es todo lo que se comunica a través del lenguaje no verbal y que determina el tipo de vínculo que se crea entre ambas personas.

Por ejemplo, alguien puede decir «te quiero» mientras lee el periódico o mira para otro lado, o bien, acompañar la palabra con un beso. ¿Cuál de los dos casos confirmaría esa declaración?

Si el contenido y la definición de la relación concuerdan, es decir, ante una afirmación amorosa existe una expresión que la confirma, entonces no se crea confusión.

Es en el intercambio de la comunicación entre dos personas como se define el tipo de relación. La naturaleza de una relación queda condicionada por la valoración de los procesos comunicativos por parte de los interlocutores.

Todos los intercambios de comunicación son simétricos o complementarios en función del principio en el que están basados, así serán intercambios cimentados en la igualdad o en la complementariedad.

Por ejemplo, una madre con su hij@, o un jef@ con su emplead@, (complementaria) o dos amig@s, o compañeros de juego (simétrica).

Una relación puede ser simétrica en unos aspectos y complementaria en otros. Imaginemos una relación trabajador-patrón. En el aspecto laboral es una relación complementaria, pero si salen al campo de fútbol a jugar un partido, mientras juegan se transformará en una relación simétrica.

En el caso de la comunicación perversa se emiten mensajes contradictorios y simultáneos, es decir, se dice una cosa con la palabra y al mismo tiempo se niega lo dicho con el lenguaje no-verbal.

Ésta recibe el nombre de comunicación paradójica y el efecto que produce en el otro es la parálisis. Órdenes del tipo: «debes amarme, o, sé espontáneo», son en sí mismas una paradoja que impide una elección entre dos alternativas.

Si alguien ama a otra persona es porque lo desea, no porque se lo ordenan. Así mismo, si me imponen ser espontáneo, si intento serlo automáticamente dejo de serlo.

La persona en cuestión se encuentra ante una disyuntiva: ¿a quién creo? ¿A la persona que significa mucho para mí? o ¿le hago caso a mi percepción?.

En la mayoría de los casos, aparece este maltrato en el seno de una relación vital (bien sea amorosa, laboral, etc.). Ésto hace que para quien la sufre sea inasumible dudar de lo que esa persona dice, en consecuencia se piensa que quién está equivocad@ es él e irremediablemente se duda de la propia percepción.

¿Cómo pensar que una madre miente? o ¿que una pareja maltrata?

De esta forma se afianza la relación asimétrica entre ambas personas. No hay que olvidar que el perverso busca establecer una relación dominad@r-dominad@ basada en el poder y el dominio.

Pero volvamos a las estrategias que despliega.

Una de ellas es rechazar la comunicación directa: elude las preguntas directas, no nombra nada pero lo insinúa todo (levanta los hombros, suspira,…) de forma que la víctima se pregunte «¿qué habré hecho? o, ¿qué tendrá?. Como nada se habla claramente, lo reprochado puede ser cualquier cosa. Su comunicación verbal es escasa.

Niega la existencia del reproche y del conflicto, así paraliza a la víctima (es absurdo defenderse de algo que no existe).

Deforma el lenguaje: utiliza una voz monocorde, insulsa, ausente de cualquier tonalidad afectiva y por la que asoma el desprecio y la burla. Es muy importante abrir la escucha para detectar el tono y no quedarse en el contenido.

Utiliza mensajes vagos, imprecisos y contradictorios, como por ejemplo, «imposible!, o, ya debería ud. saberlo». Nunca va a explicar por qué es imposible ni qué es lo que debería saber.

También miente, es sarcástic@, se burla del otr@ y lo desprecia.

Suele descalificar constantemente, privando al otro de todas sus cualidades: «lo haces mal, eres inept@…»

También le fascina enfrentar a unos y otros sembrando cizaña, provoca celos y rivalidades mediante alusiones que siembran la duda: «¿No crees que fulano es así o asá?».

Así mismo, suele generar rumores falsos sobre el otr@ de forma tal que este último no pueda identificar su origen.

Por último, suelen ser dogmáticos e impositivos. La verdad es su privilegio, todo lo que no se acerque a su discurso no existe.

Como podréis comprobar, lo más prudente es alejarse de estos seres lo más rápidamente posible, y si esto no es posible, hay que neutralizarlos.

Recordad que con un pervers@ NO HAY CASO!!!! Descartad cualquier intento de salvarles… son casos perdidos.

A menos, claro, que por un milagro pudieran deprimirse y se volvieran human@s, sintiendo.

En mi próximo artículo hablaré sobre el valor terapéutico de la palabra.

(Imagen: www.estarguapas.com)

Los pervers@s (1)

 

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Por Clara Olivares

Creo que tod@s nos hemos topado con uno de estos personajes a lo largo de nuestra vida.

No se trata de una enfermedad mental de la que no puedan escapar y que sea la causa de su comportamiento.

Saben muy bien lo que están haciendo.

Hacen daño adrede, de ahí que se le califique como un acto de orden moral; por esa razón no hay excusa que valga para justificar su comportamiento.

Existe un amplio abanico de perversión: puede limitarse a la manipulación de otr@s (bien sea a nivel de comportamiento, pensamiento o emociones) para satisfacer sus propios deseos, es lo que yo suelo llamar «perversones», es decir, que pueden tener actuaciones de tipo perverso pero no necesariamente llegan a serlo; hasta el auténtico pervers@ extremo cuyo deseo de destruir conforma su razón de ser.

En este artículo hablaré de los perversos con mayúsculas. Son personas peligrosas de las que es aconsejable huir.

Con un perverso no es posible establecer una relación. Para eso tendrían que volverse humanos, es decir sentir, y, a eso le temen profundamente.

Es habitual encontrar casos en los que una persona se fija la meta de salvarles, desgraciadamente lo único que consiguen es perecer (literal y figurativamente hablando) en el intento. Basta con mirar los titulares de las noticias para hacerse una idea de cuales serán las consecuencias de esa gesta.

El objetivo que busca un perverso es el de dominar para luego destruir.

Escoge a su víctima: por lo general alguien que está en una situación de fragilidad (luto, abandono, pérdidas, etc.), y utiliza la seducción como mecanismo para hechizarla.

Los perversos suelen ser personas encantadoras que saben muy bien cómo utilizar sus encantos para atraer a aquell@s que serán sus futuras víctimas o a aquellas de las cuales obtendrán algún beneficio. No suelen «dar puntada sin dedal», son frías y calculadoras.

Han desarrollado la manipulación hasta convertirla en un arte.

Saben perfectamente como despertar en el otro lástima y culpa. Pervierten el lenguaje, por ejemplo, dejando frases a medio terminar, o insinuando hábilmente lo que desean sin llegar a pedirlo abiertamente, de forma que el otr@ termina acabando la frase como ellos desean que lo haga u obteniendo aquello que persigue, sin que la persona en cuestión se de cuenta de que ha sido manipulada.

Pedir diréctamente, sería posicionarse, y, éso es algo que evitan a toda costa.

El ritual suele ser el mismo: primero eligen a la víctima, luego la seducen, la encandilan, hasta que ésta cae en sus redes.

Una vez asegurada ésta, la van aislando poco a poco de sus familiares y amigos de tal forma que, pasado el tiempo no tenga a nadie en quien apoyarse.

Si por alguna casualidad, la víctima se les resiste o le señala sus tejemanejes, entonces despliegan una estrategia más perversa aún. Como digo más arriba, suelen ser personas encantadoras; utilizan sus recursos para dar una imagen intachable ante el exterior consiguiendo que se llegue a pensar que no es posible que una persona tan simpática, buena, cariñosa, etc. no sea amada por su compañer@/herman@,/jef@. Así consiguen que «él/la mala» no sea él sino el otro.

Conseguido el aislamiento, o la campaña de adoctrinamiento de los otr@s, el siguiente paso comienza con un período de pequeñas humillaciones y descalificaciones cuyo objetivo es ir minando a la persona escogida. Su víctima nunca sabrá con certeza cuál debe ser la respuesta o el comportamiento correcto que el perverso espera de él o ella.

El resultado de este juego es siempre el mismo: jamás acertarán ni encontrarán la palabra o la actuación adecuada.

De esta manera inocula su veneno y consigue que la persona le tema. Es gracias al miedo que afianza su dominio.

Siempre suele haber una amenaza (al principio de forma velada, luego se hará explícita) en la que se apoya para atemorizar a su elegid@. No es relevante si la amenaza es susceptible de cumplirse o no, lo importante es que la víctima crea que esa amenaza es verdadera.

Suelen ser personas con un olfato muy fino para detectar en el otro su flanco más débil, aquello que les hace vulnerables. Buscan el punto en el que saben que causaran más daño y hacia allí dirigen sus dardos.

Esta estrategia les permite debilitar al otro con mayor facilidad, así asestar el golpe que le romperá será más fácil.

Conseguido su objetivo de dominio, o, el beneficio que buscan, se aburren y cansan. Ésto les lleva a iniciar la búsqueda para reemplazar a su víctima.

Los perversos adolecen de un profundo vacío interior, por eso necesitan alimentarse de otr@s para llenarlo.

Este vacío nace de las carencias tan grandes que tienen y, por eso, cuando se topan con alguien que posee aquello de lo cual ell@s adolecen se dispara en su interior una profunda envidia.

Desean despojarle de esas cualidades y hacerlas suyas. Como ésto es imposible, la pulsión de destruir aquello que no pueden obtener les embarga.

Tienen una herida narcicista profunda. Si tomaran contacto con lo que sienten estarían salvados, se harían humanos. Pero, la mayoría de ellos no desean ni por asomo, reconocer ante otro sus actuaciones.

Hacerlo les obligaría a asumir la responsabilidad de sus actos.

En su mente, el otro SIEMPRE es el culpables. Ellos son intachables.

Es tal la angustia y el temor que les produce la posibilidad de aceptar ante los otros lo que hacen que siguen en esa rueda diabólica de culpar siempre a alguien del exterior de sus fallos.

No soportan que esa imagen que quieren mostrar tenga fisuras. Si lo pudieran hacer se deprimirían y ésto les rescataría.

Hasta la actualidad no me he topado con ningún perverso que se haya humanizado. No obstante, sí son muchos los casos de personas que inconscientemente han tenido actuaciones perversas, pero que al hacércelas ver rectifican. Menos mal!!!!

En mi próximo artículo hablaré sobre lo que hay que hacer cuando un perverso se cruza en nuestro camino o intenta convertirnos en su víctima.

(Imagen:www.potrerostiempos.com)

Hijos parentalizados

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Por Clara Olivares

Creo que para comprender mejor este fenómeno es necesario esquematizar someramente los grupos que conforman una familia.

La familia nuclear está formada por: el grupo de los padres y el grupo de los hijos, ambos con diferentes roles y perteneciendo a distintas categorías.

Luego está la familia extensa, aquella que abarca tres generaciones, incluiría a los abuelos y a los tí@s.

Para conseguir una buena salud mental es necesario que éstas entidades estén claramente diferenciadas. Desafortunadamente no siempre es así, en algunos casos los roles y las categorías están confundidos, mezclando todos los niveles.

Una de las consecuencias de esta confusión es que algunos padres parentalicen a uno o a varios de sus hij@s.

Cuando uno de los padres arrastra una inmadurez emocional, puede que esa carencia le conduzca a escoger, de manera inconsciente, a uno o a varios de sus hijos para llenarla.

Nos encontramos entonces frente a un hijo parentalizado.

Existen dos tipos de perentalización:  la primera hace referencia a aquella en la que aparece una inversión de roles evidente entre padres e hijos (puede ser instrumental y/o emocional). La segunda es cuando uno de los padres hace una promesa a su hijo, de manera directa o indirecta, de forma que ese hijo abandona el grupo de sus iguales (hermanos) creyendo que será incluído en el nivel de los padres.

Lo dramático de esta versión es que se trata de una falsa promesa: un hijo jamás puede estar al nivel de los padres por la sencilla razón de que es «hijo».

Voy a hablar en primer lugar del tipo número uno.

El lugar que debería ocupar el padre (o madre) es reemplazado por el hijo, dando lugar a niños que en lugar de jugar y descubrir el mundo, tienen que ocuparse de las labores domésticas o de cuidar y proteger a sus padres.

Quien cuida, protege, guía y da sostén es el hijo en lugar del progenitor.

Así encontramos pequeños que se hacen responsables de ocuparse de sus hermanos, de hacer la comida, limpiar la casa, etc., labores de las que debería ocuparse el adulto.

También suelen asumir el cuidado y la atención de alguien que enferme en la familia: vela porque éste tome los medicamentos, esté atendido, acompañado, etc.

Éstos son ejemplos de la parentalización de tipo instrumental.

La emocional es un poco más compleja: recae sobre los hombros del pequeño todo el peso de ser el sostén emocional del adulto. Convirtiéndose en aquél que escucha, cuida, apoya, protege y es depositario de las confidencias de su padre o de su madre.

En estos casos se hace evidente una falta de límites por parte del adulto. Hay cosas que un hijo no debe saber ni debe escuchar, y mucho menos debe hacer.

La imposibilidad por parte del adulto de establecer límites, es algo más común de lo que imaginamos.

Esta carencia trae consecuencias que alteran la interiorización de la noción de límites (absolutamente necesaria para una sana construcción de la identidad) en el hijo. Si alguien no tiene claro hasta donde puede llegar, es decir, en qué lugar comienza a diferenciarse del otro, será complicado que sepa quién es.

Así mismo, cuando crece, es probable que el niñ@ sea consciente de la parentalización de que fué objeto y la ira comience a aumentar en su interior.

No es de extrañar que éstas personas busquen de manera inconsciente parejas y amig@s que funcionen de la misma forma que sus padres en un intento neurótico de conseguir un «esta vez si sale bien». Lo que no saben es que, a menos que lo trabajen de forma consciente, jamás saldrán bien las cosas con el tipo de persona que suelen escoger, es imposible que con él/ella funcione la relación.

Qué malas pasadas nos juega el inconsciente, ¿no?

El segundo tipo de parentalización se caracteriza por un desplazamiento del hijo en cuestión a un lugar que lo sitúa entre el grupo de los hermanos o «fatría» y el grupo de los padres.

Es una especie de limbo en el que queda en medio de los dos grupos sin pertenecer a ninguno de los dos.

De un plumazo, esta designación le perjudica la relación con sus hermanos. Éstos lo perciben como un espía infiltrado de los padres, lo que conlleva que delante de él ellos tengan que ser muy cuidadosos con lo que dicen y hacen por miedo a que los delate ante sus propios padres.

Para compensar, el primogenitor que lo escoge le proporciona privilegios que, por otra parte niega a sus hermanos, pero cuidando mucho de que éstos no interfieran con el lugar que como padre o madre ocupa. Es decir, el poder de que dispone este hijo es relativo.

Con esta estrategia el padre o la madre ratifica esa promesa velada que le hizo a su hij@, trayendo como consecuencia un incremento de la rabia y del rechazo de los hermanos y dificultando aún más su relación con ellos.

Este hijo entonces, ¿a quién es leal? Por lo general a sus padres, ya que ellos representan el poder. Es aquí cuando aparecen los «delatores», los «chivatos» que todos hemos conocido.

La parentalización siempre es nefasta para quienes la han sufrido. Ambos tipos generan una rabia enorme, ya que a ese hij@ le han robado literalmente su niñez y le han estropeado su capacidad de relacionarse de forma sana con sus iguales y con quienes ocupan puestos de poder.

Otra de las consecuencias es el aumento de un sentimiento de culpa del que el sujeto en cuestión no es capaz de discernir de donde proviene. Se siente culpable de algo pero no llega a saber a ciencia cierta de qué.

Ser conciente de ésta realidad suele ser un trago amargo, pero vale la pena tomarlo ya que, la liberación que supone se ve compensada con creces. Se llega a comprender el porqué de los comportamientos y actitudes que hemos arrastrado durante años.

Éstos no han surgido por generación espontánea, existe una razón poderosa que los avala. Ver de dónde provienen permite constatar que no son un sueño ni algo que mi imaginación ha creado.

En mi próximo artículo hablaré sobre los mecanismos de defensa.

(Imagen: www.ivanms12.blogspot.com)

La obediencia

 

www.oratoriaencasa.wordpress,com

 Por Clara Olivares

No resulta tan fácil ni tan evidente hablar sobre este tema.

Me parece que, para abordarlo tendría que partir de las definiciones que existen del término, para así, ir desgranando todo lo que éste implica.

El término obediencia (del Lat. ob audire = el que escucha), al igual que la acción de obedecer, indica el proceso que conduce de la escucha atenta a la acción, que puede ser puramente pasiva o exterior o, por el contrario, puede provocar una profunda actitud interna de respuesta.

… Obedecer implica, en diverso grado, la subordinación de la voluntad a una autoridad, el acatamiento de una instrucción, el cumplimiento de una demanda o la abstención de algo que prohíbe.

La figura de la autoridad que merece obediencia puede ser, ante todo, una persona o una comunidad, pero también una idea convincente, una doctrina o una ideología y, en grado sumo, la propia consciencia y además, para los creyentes, Dios. (Wikipedia)

Dos de los puntos que señala me parecen muy interesantes: la escucha y la noción de autoridad.

¿Qué hace que obedezcamos? ¿Por qué al escuchar la orden que nos da esa persona que «posee» el poder, acatamos su mandato?

Sin embargo, no tod@ aquel que ocupa un lugar de poder posee autoridad.

Por esa razón me gustaría incluir esta definición:

autoridad f. Derecho o poder de mandar, regir, gobernar, promulgar leyes, etc.

Persona revestida de este derecho o poder.

Crédito y fe que se da a una persona o cosa en determinada materia.

Texto que se cita en apoyo de lo que se dice: diccionario de autoridades.

 sociol. Poder justificado por las creencias de un grupo social que se somete a él.

Esta definición incluye la noción de poder. Para mí, uno de los puntos centrales del tema.

Y creo que es interesante hacer la distinción entre la obediencia porque se «debe» de la obediencia porque «se cree».

Cuando ocupamos un lugar en el que «debemos» obedecer (como en el ejército, o, en el trabajo, por poner sólo dos ejemplos), si no acatamos las órdenes que nos dan, las consecuencias que conlleva nuestra desobediencia, pueden ser más o menos graves, según sea el caso.

Es decir, que en este caso, obedecemos porque existe un poder ante el cual «tenemos» que doblegarnos.

Las razones que nos llevan a plegarnos a las órdenes de ese poder, son muy variadas, pero me parece importante destacar el miedo a las consecuencias que acarrearía la desobediencia, como una de las principales. Y me atrevería a decir que casi la única que nos mueve a doblegarnos.

Esta es una de las múltiples herramientas de las que se vale una persona de corte psicpat@n para conseguir el control sobre el otro.

Esto no significa, en ningún momento, que la orden nos pueda parecer justa, o, que hagamos lo que nos piden por placer.

En este punto, me parece interesante diferenciar entre autoridad y autoritarismo. Quien tiene autoridad, necesariamente ocupa un lugar de poder. Le obedecemos porque queremos hacerlo.

En el caso del autoritarismo, se obedece porque se debe, un «deber» que nace, por lo general, del miedo o/y del temor.

El autoritarismo impone, ejerce un abuso de poder y obliga a obedecer; en cambio la autoridad permite que el otro tome sus propias decisiones.

Entonces, ¿dónde queda nuestra capacidad para elegir?

Y, aquí es donde entra en juego la libertad.

Como lo señalo en artículos anteriores, nosotros elegimos si acatamos o no las órdenes que nos dan. Pero no olvidemos que, la verdadera libertad radica en qué elegimos, sabiendo cuáles son las consecuencias que genera nuestra elección.

Esa es la pequeña-gran diferencia. Sopesamos las alternativas y las consecuencias que éstas traen, antes de decantarnos por una de ellas.

Obedeceremos o no la orden, en función de lo que ésta implica y de lo que se pone en juego a todos los niveles.

No resulta del todo válido decir que «nos mandaron» hacer equis cosa, cada uno de nosotros, en su fuero interno, decidió hacerlo.

Y esta realidad, en general, no suele ser un plato de nuestro gusto.

Hay una película que me llamó la atención por el final que tiene («Devil’s advocate», con Al Pacino, K. Reeves y Charlize Theron). Se trata de la figura del mal encarnado como alguien con mucho encanto que invita al ser humano, a través de la seducción, a optar por la alternativa más atractiva.

Al final, el demonio dice: «la cualidad que más me gusta del ser humano es la del libre albedrío». Es cada un@ quien elige libremente qué hacer.

Cierto es que, en ocasiones, la opción de elegir no se contempla. Si otro nos amenaza con una pistola, lo más probable es que hagamos lo que nos pide, ya que preservar nuestra vida física y/o psíquica es lo más importante en ese momento.

Encuentro fascinante el papel del demonio en la película: es alguien que juega con los puntos débiles del ser humano para atraerle a su mundo. En este caso, juega con la vanidad del protagonista.

Siempre las películas que había visto sobre el tema, lo abordaban casi siempre desde el mismo ángulo: las posesiones demoníacas.

Ésta es la primera que veo que trata el tema desde la libertad que posee cada individuo para tomar las decisiones de su vida.

Y es aquí donde deseo plantear la siguiente pregunta: ¿Obedezco porque quiero, o, porque debo?.

Me gustaría pensar que cada persona escuche esa vocecita interna que le acompaña y decida «hacer lo correcto» (en otras palabras, actuar con ética), aquello que no cause daño a otro(s) y que favorezca la convivencia pacífica.

Habrá quienes posean un ámplio campo de influencia y habrá otros para quienes su círculo de personas cercanas sea reducido. A la larga, esta situación no tiene tanta relevancia.

En la medida en que cada un@ de nosotr@s pueda, ¿por qué no intentar hacer esta vida más fácil y hacérsela mas agradable al otr@?

En mi próximo artículo (15 de Julio) hablaré sobre el sentido de la vida: ¿Para qué vivir?

(Imagen: www.oraturiaencasa.wordpress.com)

¿Cómo encaramos las vicisitudes de la vida?

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Por Clara Olivares

La vida no da tregua.

Suele estar plagada de contratiempos, cambios, sorpresas, unas agradables y otras desagradables, alegrías, tristezas, pérdidas, ganancias, etcétera.

No os cuento nada que ya no sepáis.

Pero, ¿cómo las encaramos? ¿de qué forma las percibimos? ¿cómo las vivimos?

En otras palabras, ¿cuál es el lugar en que me coloco cuándo éstas aparecen en el horizonte?

No siempre somos conscientes de nuestra actuación. De ahí que resulte muy importante, tanto para la propia persona como para las que conviven con ella, que ésta comience a observar y a darse cuenta de sus propias actuaciones.

Si no es así, lo más probable es que continúe siendo presa de sus hábitos, y, algunos de éstos a veces se convierten en un obstáculo más que en una ayuda para el propio sujeto.

Y no de forma exclusiva para la persona en cuestión, también para quienes están a su lado. Las limitaciones y dificultades que tiene afectan siempre la relación con el otro.

Puede que éstas incidan levemente, lo que no causará conflictos en la relación.

Pero cuando se convierten en algo que afecta el vínculo, me parece que es muy necesario que se haga algo por parte de quien origina la causa del problema, así como por parte de la otra persona, aunque ésta última ocupe un lugar secundario en el asunto.

Como he venido repitiendo en todos los artículos que he escrito, son múltiples los factores que se ponen en juego. Los que me parecen más relevantes a la hora de efectuar un análisis son: la historia familiar y la personal.

Sería interesante que nos planteáramos estas preguntas: ¿qué papel es el que he desempeñado en mi familia? ¿Cuál ha sido la constante en mi vida? ¿Quiénes desencadenan en mi ese funcionamiento?

He asumido el rol de: ¿el/la salvador@?, o, ¿el de víctima?, o, ¿el de sacrificad@?…

A todos nos han asignado un personaje, lo trágico del asunto, es que irrumpimos en una obra de teatro que ya había comenzado.

Puede que estemos de acuerdo, o no, con el personaje que nos dieron.

Si lo aceptamos, lo llevamos a cabo con esmero. Pero si no es así, nos rebelamos.

Quizás fuimos personas conflictivas, o, una que cuestionaba cualquier decisión u opinión, o, la que se oponía sistemáticamente… el abanico es tan amplio como lo son los seres humanos.

Solemos repetir de forma inconsciente aquello que aprendimos. Esta forma de funcionar se recrea una y otra vez en nuestras relaciones de adult@: en el trabajo, con los amig@s, con la pareja…

Volviendo a la auto-observación: ¿qué actitud suelo tomar?

Existen muchas y muy variadas, pero sólo voy a abordar las que aparecen con más frecuencia.

La víctima: es una de las actitudes que suele generar más rabia en los otros.

  • La frase que define esta modalidad es toda aquella que encierra el mensaje de: «pobrecit@ yo».
  • Como por ejemplo: «qué injusta es la vida conmigo, que injust@ eres tú, con todo lo que siempre he hecho por ti, ¿así me pagas?, siempre me estás criticando, etc.
  • Genera rabia ya que la persona está haciendo un chantaje afectivo. Se coloca en el lugar del «mundo y todos están en mi contra, con lo intachable y buen@ que soy».
  • Suele ser una maniobra para hacer sentir culpable al otro de forma que el que tiene el «problema» jamás es él o ella.
  • Y ésta no es una práctica reservada en exclusividad al género femenino. También hay hombres que interpretan este papel con maestría.

El salvador@: por todos los medios de que dispone, es su obligación salvar a cualquiera que esté en dificultades.

  • Jamás tienen en cuenta lo que la persona afectada necesita, o, desea, o, quiere. Ell@s determinan qué es lo que (de acuerdo a su percepción) alguien en esa situación precisaría, y, sin más lo llevan a cabo.
  • De nada sirve que el sujeto afectado les haga saber que NO es eso lo que precisa, es otra cosa, o, simplemente no necesita nada.
  • Pero estos ruegos suelen caer en saco roto.
  • No escuchan, pero no porque sean malas personas, ni mucho menos. Me parece que es tan grande su necesidad de sentir que salvan que son incapaces de VER al otro.
  • En algunas ocasiones se sienten realmente impotentes al ver que «no son útiles» y este sentimiento es tan poderoso que suele enmascarar cualquier otro.

El que niega: la frase «aquí no pasa nada», creo que resume esta actitud.

  • Cuando hablo de negación me refiero a la percepción que se tiene de que no está sucediendo nada.
  • Y como nada pasa, ¿para qué tanto revuelo?
  • Lo increíble de esta postura es que, aunque se le pongan enfrente las evidencias, su actitud no cambia. No las ven.
  • Funcionan como las avestruces: meten la cabeza en un hoyo.
  • Desde su óptica (el hoyo) no hay nada de qué preocuparse.

El/la héroe/ína: es la persona que asume que «ella/él puede con todo».

  • Como siempre hemos visto, esta creencia tiene puntos a favor y puntos en contra para quien la asume.
  • A favor: sabe desenvolverse con bastante solvencia cuando se trata de resolver problemas. Enfrentan la vida y sus dificultades diréctamente.
  • Suelen ser personas bastante resolutivas e independientes.
  • En contra: no es verdad que alguien pueda con todo. Nadie es Atlas, sólo en la mitología Griega, las evidencias de la vida son bien diferentes.
  • Cuando estas personas se estrellan con la realidad, suelen salir dañadas (física o emocionalmente).
  • Quizás lo más perjudicial que tiene para ellas, es que piensan que NO necesitan de nadie. ¿Para qué, sin son omnipotentes?

Independientemente de la modalidad que hayamos escogido o heredado, subyace la problemática que causa esta dificultad: la incapacidad para asumir la propia responsabilidad en una situación.

O en la vida.

Y cuando digo «responsabilidad» me estoy refiriendo a una que comprende exclusivamente la PROPIA, no la ajena.

Hay que ser muy cuidadosos a la hora de diferenciar una de otra. O bien nos pasamos (asumimos la propia, la del otro, la de la humanidad…) o, nos quedamos cortos (no asumo NADA).

Creo que en más de una ocasión, todos hemos padecido a alguien con alguna de estas características.

Dándonos cuenta de ello, quizás comencemos a comprender lo que cualquiera de estas actitudes genera. Sabemos de lo que estamos hablando.

Es importante que despertemos las alarmas para comenzar a percibir cual es nuestra propia actitud.

¿Cómo? Observando cómo reaccionan las personas que están a nuestro lado para luego preguntarnos: ¿esa reacción guarda alguna relación conmigo, o, con lo que hago?

En mi próximo artículo hablaré sobre cómo el hecho de interactuar con otros potencia nuestra creatividad.

(imagen: www.recursosdeautoayuda.com)