El compromiso

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Por Clara Olivares

Ésta suele ser una de esas palabras que generan miedo y de la cual muchas personas huyen de ella como de la peste.

Me parece que salen corriendo, porque existe una enorme confusión entre la idea de comprometerse y pensar que al hacerlo se produce una pérdida de la libertad.

Algunas personas están convencidas de que si se comprometen dejan de ser libres, en otras palabras, no «quieren tener ataduras».

Y yo me pregunto, ¿y eso qué significa exactamente?

¿Atarse a qué? ¿A una persona, o, a una situación, o, a …?

Se me ocurre este ejemplo sencillo para ilustrar el funcionamiento sobre el que se basa el compromiso (evidentemente, existen muchos grados de compromiso, desde el más simple, como el que mostraré a continuación, hasta aquel en el que se pone en juego la propia vida por una causa): imaginemos que queremos ir al cine con un amig@, entonces le llamamos y nos ponemos una cita a una hora determinada para ver la película.

Se da por sentado que tanto esa persona como yo mism@ acudiremos a la sala a la hora que comienza el pase que amb@s escogimos.

Tomamos la decisión de ir a ver esa película en ese cine porque simplemente nos apeteció.

¿Esto quiere decir que me obligaron a ir? o, que ¿perdí mi libertad personal al decidir ir al cine?

Es decir, me comprometí a acudir a la cita que concretamos. Doy por hecho que la otra persona va a acudir, de la misma forma en que yo voy a hacerlo.

Tanto esa persona como yo, hemos organizado nuestro tiempo y nuestras actividades en función del cine.

No acudir a la cita sería un acto de descortesía y de mala educación enorme con la otra persona. Descortesía porque no he pensado en ningún momento que él o ella va a estar esperándome en el cine.

La única parte que he tenido en cuenta es la mía.

¿En que momento y con qué acción se cree que se ha perdido la libertad?

Yo no veo ninguna: decidí ir al cine con esa persona en particular simplemente porque me dio la gana.

Luego la hipótesis de la pérdida de la libertad ha quedado descartada.

Ahora analicemos la idea de «quedar atad@».

¿Cómo me puede atar a algo que yo he escogido en plena libertad?

Acudir al sitio y a la hora prevista significa que ¿»me até» por acordar esa cita, y acudir a ella?

Un compromiso implica unos derechos y unos deberes.

En el caso que nos ocupa, tengo el derecho de ir a ver esa película, y no otra, con tal persona y no sol@ o en otra compañía. Mi deber es acudir a la cita.

Claro, habrá quién sólo desea disfrutar de los derechos sin asumir los deberes, por ejemplo, comprometiendo el tiempo de la otra persona, pero reservándose el deber de acudir o no a la cita (sin comunicárselo al otro, evidentemente).

Me parece que este tipo de comportamiento no es jugar limpio. Porque no es justo con el otro ni significa hacer lo correcto.

¿Y que pasaría si yo acudo a la cita y la otra persona no va? Seguro que me sentará como una patada en el estómago y que me enfadaré mucho.

El compromiso funciona exactamente de la misma forma.

En primer lugar es algo que adquiero de forma libre. Es cuando me comprometo cuando ejerzo mi completa libertad.

En segundo término disfrutaré de los beneficios que dan los derechos, pero también, en contrapartida, responderé asumiendo los deberes que se derivan de mis privilegios.

Relacionarse desde esta forma de operar no es lo más recomendable, ya que despierta la suspicacia en cada persona, y, ésta invita a no creer jamás en lo que otro promete. Indefectiblemente, esta actitud lleva a que las relaciones se resquebrajen y se rompan.

Si no puedo confiar ni puedo creer en lo que el otro me dice, ¿sobre qué bases se va a cimentar esa relación?

Existen personas que a causa de la confusión que menciono unas líneas más arriba, se mueven dentro de una zona de «no posicionamiento«. Es decir, jamás se definen por una postura en concreto.

Sí, este lugar pareciera más misterioso y más atractivo, pero lo que no saben es que esa actitud solo despierta la desconfianza en el otro.

Si desconozco qué piensa y qué siente la persona con la que tengo o voy a tener una relación, nunca voy a pisar terreno firme. Ese vínculo se cimentará sobre terreno fangoso.

Luego estas personas se sorprenden de que no se confíe en ellas. Y no es porque sean malas personas, es porque no se definen.

Probablemente no lo hagan porque creen que haciéndolo dejan de ser interesantes, o, es como si creyeran que siendo honestos perdieran el poder.

Y, ser honesto no significa en ningún momento ser tonto o ingenuo.

Quienes no se posicionan en la vida, quitando el caso de los psicópatas, probablemente se trate de personas muy inseguras de sí mism@s.

La falta de compromiso en una sociedad me indica que sus ciudadanos operan en un nivel muy infantil en el que prima la conservación y la justificación de sus privilegios.

¿Es este modelo el que deseamos fomentar con nuestras actuaciones?

En el siguiente artículo hablaré sobre la generosidad.

(Imagen: www.restsuraacciondelootro.com)

 

La culpabilización fraternal: inculca la sumisión al grupo

(Por Clara Olivares)

Como vengo haciendo en mis dos últimos artículos, sigo desarrollando el libro escrito por el Dr. Robert Neuburger.

Hoy abordaré la última modalidad de culpar a otro: la de tipo fraternal.

Imagino que para quienes somos hijos de los años 60, ésta modalidad nos resultará muy familiar. Recordemos el movimiento hippie y todo lo que éste desató, a esto sumemos la herencia recibida para continuar la lucha sin cuartel del mundo femenino por que las féminas dejaran de ser unas criaturas indefensas e inútiles, cuyo único valor radicaba en agradar y estar bellas.

Todo el legado que nos transmitieron nuestras madres por la lucha de los derechos de las mujeres, no podía caer en saco roto.

«Acaba tu huevo, por favor. He leído en el periódico que hay gente que muere de hambre en Asia. (Amos Oz, «Cómo curar a un fanático». París, Gallimard, 2003).

«Esta clase de orden terminante seguida de una constatación de la miseria humana es un clásico de la culpabilización de tipo fraternal, utilizada por los padres para inculcarles a sus hijos el sentido de solidaridad, y, accesoriamente hacerles acabar su comida si ellos refunfuñan».

Y la lección la aprendimos muy bien. Quizás ésta haya derivado en una excesiva reivindicación por esa igualdad entre los sexos, pero como todo en la vida, esa lucha acarrea consecuencias positivas y consecuencias negativas.

«Esta técnica se apoya en una auto-culpabilización anterior, aquella que parte del hecho de que «somos culpables», sin duda ésta es la cama de nuestros sentimientos. Cuando reflexionamos con atención, es totalmente cierto que somos culpables

«Es cierto que deseamos el lugar del otro, es cierto que somos envidiosos, cierto es que hemos alimentado el deseo de matar y de devorar«.

Socialmente se han penalizado tanto los sentimientos de envidia y celos, que por otra parte son inherentes a la naturaleza humana, que confesar y admitir que se tienen equivaldría a ponerse uno mismo «la soga al cuello».

Y si además eres mujer, peor!

«El sentimiento de culpabilidad de origen fraternal preexistente encuentra sus raíces en el grupo de iguales, se trate de los compañeros de clase o de los herman@s

«Estos grupos se estructuran alrededor de los mitos de lealtad, de solidaridad, de saber compartir, de igualdad.«

«Cierto protestantismo ha podido apoyarse en esta sensibilidad, sobre el sentimiento de engendrar la culpabilidad en aquellos para los que ser egoístas constituyen en pecado grave, ya que el egoísmo confronta el sentimiento de comunidad

Dicho de otro modo, si «soy» egoísta (anteponiendo mis necesidades a las del otro) estoy dando la espalda y traicionando a la comunidad, en este caso a los hermanos, a las familias o al género masculino o al femenino.

«Calvino decía: Aquel que odia a su hermano merece ser juzgado; aquel que odia será condenado por todo el consistorio; cualquiera que cometa una injuria es culpable de arder en el fuego del infierno«.

Y si lo trasladamos a las décadas de los 60, 70 y 80, el discurso se transformaría en demostrar mediante la palabra y los actos que jamás se traicionará la lealtad al grupo de las mujeres.

Y yo me pregunto: ¿y qué pasó con los hombres? Ellos tendrían algo que decir al respecto, digo yo.

Quizás en esa lucha denodada por convertirnos en unos seres iguales a los hombres, ¿no terminamos cercenando la hombría de muchos hombres? ¿No conseguimos que los hombres que nos rodeaban se convirtieran en seres impotentes, en los planos sexual y relacional?

«Georges Simenon (escritor belga, creador del inspector Maigret ) fue culpabilizado de forma masiva por su madre quien no le perdonó jamás ser uno de sus hijos supervivientes y con un éxito reconocido».

«A sus ojos (de la madre) debió haber sido Georges el que hubiera debido morir y no Christian, su hermano mayor, el preferido.»

«…para su madre, Georges era el responsable de la muerte de su hermano. Así un día hace este comentario: ¿Por qué ha sido Christian quién ha muerto y no tú?, o, Es curioso, es Georges quién tiene la gloria y Christian quien tenía el genio».

«Todos los esfuerzos desplegados por Georges para ganarse el amor maternal fueron en vano. Incluso el dinero que él le dio, ella no lo gastó: es más, un día se lo devolvió todo.»

Pesadita esa carga, no? A mí me parece que al igual que Simenon, cada uno de nosotr@s lleva puesto, de forma consciente o inconsciente, un fardo de culpa al haber sido desleal al grupo, llámese éste a las mujeres, a la pareja, a la familia, etc.

«La deuda de solidaridad: En una pareja, existen dos tipos de solidaridad. La primera concierne al mundo interno de la pareja que se traduce esencialmente en la idea de que cada uno debe participar con las labores domésticas, con la educación de los hijos y en aportar su contribución financiera de acuerdo a sus ganancias. Todo esto respetando siempre una igualdad, de tal manera que el hecho de compartir sea vivido por cada uno como algo justo«.

«Esta igualdad de roles generalmente no plantea problemas porque la igualdad tiende a fraternizar a la pareja, es decir, a deserotizarla.«

Este párrafo ilustra muy bien una de las consecuencias negativas que conlleva funcionar con esta modalidad.

Nadie desea estar en pareja con su hermanit@. Sí, puede resultar un lugar muy cómodo en donde se comparten afinidades, gustos, hobbies, etc.

Pero en el fondo y de forma inconsciente, tanto él como ella buscan la diferencia, es decir, buscan a un hombre que se imponga, que sea decidido, que tome el papel activo en el juego de la seducción y a una mujer que se entregue y que se deje seducir. Se daría así inicio a un baile seductor que puede llegar a ser tremendamente satisfactorio para las dos personas.

Hemos puesto tanto empeño en que los sexos sean iguales, que se ha creado el monstruo de la indiferenciación. Es necesario que seamos diferentes del otro: de la madre, del padre, de los hijos, de la pareja, del otro sexo.

Si no hay diferencia no se podrá construir la estructura psíquica interna necesaria para un soporte identitario, es decir, aquel que responde a la pregunta de ¿quién soy yo?.

No puedo ser ni mi madre, ni mi pareja, ni mi herman@, si eso sucediera me sumiría en la locura.

«La solidaridad en esta configuración, significa igualmente sostener y apoyar a su pareja en caso de dificultades personales de cualquier índole, de suerte que se espera una muestra de solidaridad en caso de que surja una situación dramática, como la enfermedad o la pérdida de un hijo.»

Y ésta me parece que es una consecuencia positiva y más aún en los tiempos que corren, en los que cada uno «barre para su casa» exclusivamente.

«La segunda forma de solidaridad conyugal tiene que ver con el mundo exterior a la pareja, por ejemplo la familias de origen. Alguno de los dos puede estar en conflicto con su propia familia (por una herencia, por la participación en una empresa familiar, etc.) o con la familia de su pareja (la no aceptación, los problemas causados por la llegada de un hijo, etc.).»

«También puede esperarse la solidaridad de la pareja en los casos de duelos familiares, o de relaciones con amigos o conocidos que puedan ser irrespetuosas o intrusivas, o cualquier otra circunstancia en la que cada uno de los miembros de la pareja espere que el otro se muestre unido haciendo un frente común ante las dificultades.»

Y si ésto no se da en la pareja, nacen los problemas: quizás se caiga en un bucle de reproches y de peleas que van minando y desgastando a los dos miembros de la pareja.

«La solidaridad no se paga con palabras, necesita de los actos: una escucha activa, un gesto en el momento oportuno, en particular cuando uno de los dos se encuentra en un momento de desarraigo

«Saber escuchar y ayudar cuando se necesita no siempre es fácil y los problemas pueden surgir si alguno de los miembros de la pareja no ha sentido el sostén que necesitaba del otro.«

«Dos tipos de circunstancias son las que van a constituir problemas en la pareja: cuando la solidaridad (muy activa en la vida cotidiana), transforma a la pareja en un equipo desexualizado y cuando uno de los miembros no ha cumplido con su rol de sostén frente a la adversidad».

Con esta exposición se comprenden muy bien las consecuencias que pueden llegar a traer en cualquiera de los miembros de la pareja, el hecho de que alguno de los dos transgreda los límites que constituyen las fronteras de ese mundo íntimo llamado pareja.

En mi próximo artículo finalizaré el tema de la culpabilidad con las conclusiones a las que el Dr. Neuburger llega en su libro.

(Imagen:www.bouwhuis.com)

¿Cómo reconocer a una persona violenta? ¿Qué hacer?

(Por Clara Olivares)

Si nos tomamos el tiempo para examinar nuestra vida con un poco de detenimiento, encontraremos que alguna vez hemos sido violentos con un ser vivo, puede tratarse de una persona, o, de un animal.

Por lo general, quienes muestran comportamientos violentos (conscientes o inconscientes) suelen ser personas cuyo modo de relacionarse con otro es de tipo perverso.

Afortunadamente, el hecho de haber mostrado una actuación violenta o haber realizado una maniobra perversa en un determinado momento, no nos convierte necesariamente en una persona violenta.

Uno puede tener un comportamiento violento y no ser consciente de ello. Es gracias a que un tercero nos lo hace ver para que seamos conscientes de nuestra actuación y hagamos algo al respecto.

Esto hay que tenerlo muy presente a la hora de discernir entre quién es un perverso y quién no lo es.

Basta con decir una sola vez que la actuación que se ha tenido ha sido violenta para que ésta se detenga y no se vuelva a repetir.

Este instante es crucial, ya que es a partir de la respuesta y de la actitud que esa persona muestra ante quien le hace ver su funcionamiento, que podemos determinar si es alguien sano pero inconsciente o es un ser violento-perverso.

Si la persona en cuestión posee la capacidad para reconocer que ha obrado de forma violenta y se disculpa, es posible que haya una posibilidad de establecer una relación. Para que sea posible algo en lo que la violencia no esté presente, es indispensable que la persona realice una reparación del daño que causó y que no vuelva a repetir el acto violento, por supuesto.

Lo único que hace posible crear un vínculo con una persona que ha dañado a otra es que aquella repare el daño que provocó.

De nada vale que se disculpe o pida perdón y luego repita el acto violento. Si así actúa, lo más probable es que estemos en presencia de un/una pervers@.

Si ante la notificación de que ha vulnerado a otro siendo violent@, éste vuelca toda la culpa de lo sucedido sobre el que reclama, sin llegar a asumir su propia responsabilidad en la actuación que el otro le señala, «apaga y vámonos», como dicen sabiamente en España, nuevamente nos encontramos frente a una persona violenta-perversa.

Los sujetos violentos han aprendido a ser violentos. Quien maltrata, ha sido a su vez maltratad@. Es una cadena.

El perverso suele tener una herida narcisista enorme, no ha podido superar la etapa narcisista normal en cualquier proceso de maduración, es decir, no ha podido construir una buena imagen de sí mism@.

Este hecho es crucial para el sano desarrollo psíquico de un ser humano, es gracias a la interacción con el otro que se construye nuestra psiquis, ésta conformará la columna vertebral interna sobre la que una persona se estructura. Si hemos sido amados y respetados actuaremos de igual manera con los otros, seremos respetuosos y cariñosos con los que están a nuestro alrededor.

Si recibimos de nuestro entorno respeto, cariño, reconocimiento como seres humanos y hemos sido dignificados, entonces podremos poseer un buen concepto de nosotros mismos. Sabemos que somos seres que merecemos ser amados.

Con una persona violenta este proceso no se llevó a cabo.

Una persona adulta que reclama constantemente una mirada de admiración del otro, seguramente o no llegó a superar la etapa del desarrollo del período narcisista, o, es perversa.

Creo que es muy importante hacer la distinción entre alguien pervers@ y alguien que en algún momento dado tiene una actuación violenta, pero que no es consciente de que ha sido violento y repara el daño.

El primero ejerce la violencia con plena consciencia de lo que está haciendo. En el otro caso, puede tratarse de alguien que no puede soportar la imagen de sí mismo que le devuelve el otro y responde atacando de forma inconsciente.

Hablo de un perverso puro y duro  o de un «perversón» (utilizo este término para diferenciar el grado de consciencia con la que una persona ejerce la violencia), en ambos casos una relación sana con este tipo de personas no es posible.

Ambos poseen un vacío interior enorme que suelen llenar de diversas formas. El perverso se alimenta de lo que poseen otras personas: buen corazón, generosidad, auto estima, etc. Cree que si despoja a otro de las cualidades de las cuales él adolece, su vacío se va a llenar y su angustia va a cesar.

Un «perversón» no soporta su propia angustia y su malestar hace que se apodere de otro y le convierta en una extensión de sí mismo moldeándole a su gusto. Se trata de invasión, de falta de respeto, de carencia de límites, de violencia en resumidas cuentas.

Repito, lo que marca la gran diferencia entre uno y otro, es el grado de consciencia que estas personas poseen de sus actuaciones violentas y/o del deseo que tengan de ser conscientes de ellas, y, por supuesto, de si hay una reparación por su parte o no la hay.

Si no hay una reparación, nada es posible.

En el caso de un perverso la única vía posible para no perecer, es huír y lo más lejos de ser posible.

Cuando se trata de un «pervers@n», si éste no muestra un deseo real de reparar el daño que ha causado, o, de cuestionarse a sí mismo y permitir que la duda anide en él, lo más aconsejable es ponerse lejos de su alcance.

En el caso de la violencia ejercida por un/una pervers@, lo primero que debemos hacer es denunciarle ante las autoridades encargadas (policía) y en segundo término es dejarle claro que su actuación es violenta y que ésta constituye una vulneración de la integridad de cualquier persona además de  que social y moralmente no es aceptable.

Nadie, absolutamente nadie merece ser tratado de forma violenta.

Uno tiene derecho a enfadarse pero no puede causar daño a otro a causa de su enfado.

No existe ningún argumento válido para maltratar a otra persona. Cualquier discurso que se despliegue para justificar el daño causado carece de todo valor.

Una vez que nos hemos ocupado del pervers@/»pervers@n» de turno, a quien hay que atender inmediatamente es a la víctima.

Es muy importante transmitirle que ella no ha hecho ni dicho absolutamente nada para que merezca ser tratada de forma violenta.

La persona que ha sido maltratada cree profundamente que merece ser castigada, golpeada, etc. Este sentimiento surge del trabajo que ha hecho su verdug@ para llegar a tenerla bajo su poder total.

Nadie está exento de caer en las garras de un/una pervers@/»pervers@n», basta con tener un soporte psíquico precario, o, estar en una situación de desprotección, desarraigo, soledad, abandono, etc. que fragilice a la persona y la haga más vulnerable para que un pervers@/»pervers@n» la elija para dominarla.

Es importante mostrarle a la víctima que está bajo el poder de una persona perversa y que ella no es culpable de éso. También que lo que el perverso hace es violento.

El «perversón» así como el perverso no es que posean una gran inteligencia, es que son muy hábiles. Poseen una habilidad especial para encontrar el lado vulnerable del otro y atacar por ahí. En el caso de un/una «pervers@n» éste lo hace como una defensa inconsciente en tanto que el perverso lo hace para dominar, controlar y destruir al otro, necesita que el otro se fragilice y se rompa para tenerlo dominado y no pueda defenderse.

Una persona perversa necesita enmascarar sus propias debilidades y por eso destruye al que sí posee lo que ella no tiene.

Tanto el uno como el otro no van a permitir que su víctima les deje y se vaya sin presentar batalla. Desplegarán todo su armamento para evitarlo: manipulación, amenazas, culpabilización, etc. harán todo lo que juzguen necesario para que su presa no abandone el juego.

En dos de mis artículos anteriores hablo de algunas estrategias para decir no. Utilizarlas con este tipo de personas es tremendamente útil.

También es importante no morder el cebo que lanzan (con una descalificación, a través de la culpabilización, o haciéndose la víctima, por poner tres ejemplos) y caer en una cadena de justificaciones y de argumentos que terminará en la aceptación por parte de la víctima del argumento que ellos plantean. Siempre ganarán porque son tremendamente hábiles en ese juego.

Es importante mantenerse sereno, no «entrar al trapo» como reza el dicho, es decir, no responder al envite que nos lanzan, y, fundamental, no engancharnos en la rabia que nos despiertan sus palabras. Se trata de cebos, no lo olvidemos.

Si caemos en manos de este tipo de personas y conseguimos salir airosos será una lección que no olvidaremos en la vida. Desarrollaremos un olfato prodigioso para detectar a un/una pervers@ o a un «pervers@n» a leguas.

La semana que viene hablaré de algo mucho más ligero: el placer.

(Imagen: www.123rf.com)