¿Seré yo una persona vaga?

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Por Clara Olivares

La pereza que nos invade a la hora de acometer una tarea puede llegar a convertirse en un hábito que se puede volver en nuestra contra.

Evidentemente, no todas las tareas nos despiertan el mismo entusiasmo. Razón por la cual las vamos postergando, es humano!

Ahora, ¿cuánto las retrasamos? Y ¿Con qué frecuencia?

La actitud con la que encaramos aquello que requiere esfuerzo de nuestra parte dependerá del tipo de persona que seamos, grosso modo, diría que en general existen dos grandes grupos: los activos y los pasivos.

Es como si se encendiera un motor interno que nos impulsa a la acción. Y la celeridad con que éste se enciende no es la misma para todos ni para todas las tareas.

Es normal que algunas de estas tareas las resolvamos de forma inmediata, porque nos hacen ilusión o, porque pican nuestra curiosidad o, simplemente porque nos produce placer hacerlas. Habrá tareas ante las cuales somos más activos y otras ante las que somos más pasivos.

Al margen de esto, si es verdad que la manera como actúa una persona activa difiere enormemente de la pasiva.

Para la activa, tanto las tareas agradables como las desagradables las enfrentan y las resuelven rápidamente, se pone en acción sin mayor dilación.

No la deja tranquila ni relajada la idea de tener un “pendiente” merodeando por ahí.

Prefiere disponer de su energía y de su tiempo para hacerlo y quitarse de encima el peso que le ocasionaría postergarlo.

Postergar le causa desazón. El motivo que le lleva a actuar rápidamente, quizás sea evitar sentir ese malestar.

Por lo general no le causa temor enfrentar las cosas y, aunque si así fuera, coge de la mano el miedo y hace frente a la situación.

Estas personas se caracterizan por poseer una gran fuerza de voluntad. Podría decir que es la gasolina de su motor.

Trabajan con energía y rapidez y suelen realizar su cometido en el momento en que se habla de él.

En resumen, este tipo de personas no son “vagas”.

Por el contrario, las personas pasivas suelen reaccionar ante una tarea pendiente con el “motor a ralentí” o simplemente lo tienen apagado.

No todos aquellos que son pasivos se convierten en unos vagos. Pero sí es cierto que si se instaura el hábito de postergar la tarea, terminarán convirtiéndose en vagos/as.

El rasgo más característico que poseen es el de postergar la acción.

Algunos autores a esto lo llaman procrastinación.

Muchas veces llegan a postergar aquello que les apetece. Paradójico, ¿no?

Pero, ¿por qué lo hacen?

Son varias las posibles respuestas. Puede que la tarea les suponga un cambio o, que les produzca dolor o, incomodidad o, que ésta requiera una energía que sienten que no poseen. O, simplemente que ésta suponga un compromiso para ellas.

Y esta actitud les genera mucho estrés.

Se podría decir que terminan por abordar lo importante en detrimento de lo urgente.

La poca fuerza de voluntad que demuestran, no les ayuda a encender su motor interno.

Muchas veces optan por realizar tareas que les son más agradables o que son irrelevantes.

Finalmente, me parece interesante hacer un pequeño balance sobre nuestra forma de actuar ante una tarea pendiente. Creo que al descubrir como reaccionamos podremos tener un mejor conocimiento de nosotros mismos y podremos saber qué es lo que de verdad nos mueve a la acción o, a la inacción.

En mi próximo artículo hablaré sobre el hábito que tenemos de quedarnos sólo con una parte de las múltiples características del otro, sin llegar a veces, a ser conscientes de ello.

(Imagen: www.coachingindoor.com)

Estrés

(Por Clara Olivares)

Al igual que con el miedo, el estrés es una respuesta adaptativa del organismo que permite entrar en acción.

La primera persona en utilizar el concepto en el campo de la salud fué el fisiólogo Hans Selye en los años 30 del siglo XX.

Definió el estrés (stress en inglés) como «una respuesta adaptativa del organismo ante situaciones estresantes, una respuesta no específica del organismo ante cualquier demanda».

Se asocia la palabra estrés con algo que no va bien, con un problema. Y no es así: es necesario el estrés para que nos pongamos en movimiento. Sin él quizás nos moriríamos…

Etimológicamente, la palabra «stress» significa fuerza que provoca tensión y deforma los cuerpos.

En éste caso, las fuerzas serían las demandas a las que un sujeto se ve expuesto en su vida cotidiana.

La OMS (Organización Mundial de la Salud) lo define como el conjunto de reacciones fisiológicas que preparan al organismo para la acción.

El entorno espera que el individuo se adapte a las demandas que van apareciendo y dé una respuesta.

Y es allí en donde radica el núcleo que hace que el estrés se convierta en algo negativo para el sujeto o en algo que le ayude.

Es un baile entre el mundo exterior y el mundo interior. Dependiendo del tipo de relación que tenemos con los dos mundos, así serán las respuestas que demos.

Una persona responde a la demanda desde diversos frentes: el fisiológico, el cognitivo, el emocional y el conductual.

Todos estos elementos se mezclan y se influyen mútuamente. No es posible trazar una línea que separe uno de otro.

Lo que pensamos y sentimos repercute en lo que nuestro cuerpo hace. Si estamos en una situación de indefensión o de intrusión, lo más probable es que aparezca un herpes en el labio o nos «peguen» una gripe.

El cuerpo habla y lo hace con síntomas. Probablemente éstos digan qué es lo que la persona necesita en ese momento o denuncien precisamente aquello de lo que carece en un momento dado.

Es decir, que si de pronto alguien comienza a tener una gripe, quizás está necesitando aislarse del entorno.

No soy de la opinión de que lo que manifieste nuestro cuerpo sea caprichoso o casual. Estoy firmemente convencida de que a nivel simbólico existe una estrecha relación.

No soy ni la primera ni la única que ha observado éste fenómeno. Existen muchos autores que han escrito sobre el tema.

Como decía antes, cada uno de nosotr@s da una respuesta equis ante las demandas que nos exige el medio.

El problema aparece cuando no es posible recuperarse de la respuesta que en un momento dado se ofreció porque hay que atender la siguiente demanda. Es como si se cayera en un túnel del cual no podemos salir y tenemos que seguir respondiendo.

Es en ese punto cuándo el estrés se convierte en algo nocivo para un sujeto.

Fisiológicamente las glándulas suprarrenales secretan adrenalina al torrente sanguíneo para que la persona tenga la energía necesaria para dar la respuesta que se le exige.

Pero si una vez que ha pasado la emergencia el cuerpo no puede regresar a un estado de reposo (recuperar la homeostasis) se cae en un círculo infernal que llevará indefectiblemente a que la persona enferme.

Lo importante es aprender a manejar el estrés de forma que no nos enferme. ¿Y cómo hacerlo?

Antes que nada, empezar por analizar las características del entorno y la forma en que nosotr@s nos relacionamos con ellas. Es decir, preguntándonos qué exige de nosotros el medio en el que estamos y si estamos o no en condiciones de responder adecuadamente a lo que nos está pidiendo.

¿Cómo vivo las demandas que me piden? ¿Me siento demasiado exigid@? ¿Supone en esfuerzo superior a mis fuerzas?

No siempre se está en las condiciones óptimas para hacerlo, o no podemos hacerlo, para poder dominar el estrés que nos hace daño es necesario trabajar sobre nosotr@s mism@s y sobre los acontecimientos del entorno.

Y aquí es cuándo son tan necesarios los límites. No somos dioses, somos simples mortales y como tales es imposible estar en todos los lugares y responder a todas las demandas.

Esta constatación impone dos preguntas: ¿hasta donde? y ¿a qué precio?

Primero investiguemos cuáles son las fuentes que nos generan estrés, si logramos identificarlas la mitad del trabajo está hecho.

Es cierto que soy yo quien decide, no es esa fuerza que me posee y decide por mí y ante la cuál yo no puedo hacer nada.

Sí puedo hacer y decidir, quizás la confusión proviene de una creencia personal de que esto no es posible.

Seguramente esa creencia tiene un origen más que justificado y quizás ni siquiera nos hemos dado cuenta de que nos la han transmitido y que no es nuestra.

Es como si creyéramos firmemente que no podemos hacer nada y que estamos impotentes y desarmados ante ese «sino».

Siempre se puede hacer algo. Excepto si estamos muertos, siempre existe algo que podamos hacer.

Me parece que la clave radica en ir viendo el tipo de relación que yo mantengo con el entorno, y cuando digo relación me refiero a lo que siento, a lo que pienso y a cómo actúo ante lo que se pide de mí.

El estrés se puede manejar y controlar a condición de que lo deseemos de verdad y a que nos comprometamos con las medidas que imponen los cambios.

En el próximo artículo hablaré sobre la necesidad que tenemos del otro.

(Imagen: www.benews.it)

El miedo

(Por Clara Olivares)

Existen miedos y miedos.

Me explico. Como bien dice la definición de Wikipedia, el miedo es una respuesta natural del organismo ante un peligro. Este mecanismo permite que el sujeto entre en estado de alerta y se prepare para la acción la cual le permitirá huir del peligro.

El primero en percibir un riesgo es el cuerpo. Éste lo percibe inmediatamente y manda señales mediante una contractura muscular, o, un encogimiento en la boca del estómago, o un dolor de cabeza, o a través de un malestar masivo e indeterminado.

Estas señales le están informando a la persona que está frente a algo o a alguien que constituye una amenaza para su salud física o psíquica.

Si el sujeto está en capacidad de percibir esas señales entonces su psiquis o su mente, interpreta esas señales y reacciona para que éste se aleje del peligro.

Pero si la conexión entre su mente y su cuerpo está cortada o es defectuosa, no podrá reaccionar y alejarse de lo que le amenaza.

Es necesario que la señal de alerta pase a la consciencia para que una persona se de cuenta de que está ante un peligro y reaccione.

Podría tratarse de una amenaza física (que alguien intente pegarte) o psicológica (un intento de manipulación). Es más fácil de detectar un peligro físico que uno psicológico.

Desde el punto de vista biológico, el miedo es un esquema adaptativo, y constituye un mecanismo de supervivencia y de defensa, surgido para permitir al individuo responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia. En ese sentido, es normal y beneficioso para el individuo y para su especie.(Wikipedia)

El miedo permite la supervivencia. Gracias a él se preserva la vida física y la vida psíquica.

¿Pero qué pasa cuando ese mecanismo no funciona de forma correcta? Es decir, cuando una persona es incapaz de reaccionar ante un peligro protegiéndose.

Las consecuencias suelen ser desastrosas ya que la persona es incapaz de protegerse para preservar su salud física o mental.

¿Y qué hace que esta conexión se corte? Probablemente la psiquis de esa persona la esté preservando de algo mucho peor, ya que hay situaciones en las que es mejor no enterarse de lo que está sucediendo alrededor.

Existen familias y sociedades en las que se enseña y se transmite claramente ante qué es necesario tener miedo y huir. Es el caso de un aprendizaje sano en el que se identifica la fuente del peligro.

Y también existen familias y sociedades en las que aparentemente no se identifica ningún peligro de forma clara pero en cambio se transmite el miedo a través del cuerpo (se dice que no se tiene miedo pero la persona está tensa, tiembla, etc.)

Si la palabra y el acto que sustenta ese discurso están en consonancia, esta situación no desencadenará ninguna alteración en la percepción del sujeto.

Pero cuando palabra y acción son opuestas y se refuerza la palabra como fuente de la verdad, la persona crece dividida en dos. Crece haciendo caso exclusivamente al discurso, siendo incapaz de ver que los actos que la acompañan son diametralmente opuestos.

Ha crecido sin ser consciente de esa disociación.

Desde el punto de vista psicológico es un estado afectivo, emocional, necesario para la correcta adaptación del organismo al medio, que provoca angustia y ansiedad en la persona, ya que la persona puede sentir miedo sin que parezca existir un motivo claro.(Wikipedia)

Repito, el cuerpo es el primero en registrar esa incoherencia, pero la mente esta incapacitada para interpretar esos mensajes y reaccionar. Por eso digo que la comunicación entre el cuerpo y la mente está cortada o es defectuosa.

Y si éste es el caso, la persona vive en un estado de desazón permanente en el que entra en un situación emocional de ansiedad y angustia, sin comprender de dónde proviene ese estado, o incluso, sin ser consciente de que lo padece.

Por ésta razón es importante estar alerta y aprender a escuchar al cuerpo. Cuando irrumpe una enfermedad o una dolencia no es gratuita su aparición. Probablemente habrá un importante componente emocional asociado.

Desde el punto de vista social y cultural, el miedo puede formar parte del carácter de la persona o de la organización social. Se puede por tanto aprender a temer objetos o contextos, y también se puede aprender a no temerlos, se relaciona de manera compleja con otros sentimientos (miedo al miedo, miedo al amor, miedo a la muerte, miedo al ridículo) y guarda estrecha relación con los distintos elementos de la cultura. (Wikipedia)

Cada uno de nosotros ha aprendido a comportarse ante el peligro de la misma forma en que lo hacía el entorno familiar y social en que se nació.

Existe una película magnífica que muestra de forma clarísima cómo un grupo utiliza el miedo para conseguir que ninguno de los miembros abandone el grupo. Se trata de «El bosque» (The village) del director M. Night Shyamalan.

Hablamos de una película, pero si nos trasladamos a la vida real, en las familias existe el mismo tipo de funcionamiento.

El trabajo al que nos enfrentamos como adultos consiste en seguir el rastro que va dejando nuestra forma de relacionarnos con nuestro cuerpo y con los otros para poder identificar si crecimos con esta disociación o no.

Es gracias a la comprensión del funcionamiento en el que crecimos que es posible liberarse de ese lastre que arrastramos, llamado aprendizaje. Esta comprensión permite al sujeto elegir realizar un nuevo aprendizaje desde la consciencia.

Es como ir desenredando una madeja siguiendo la punta de un hilo. En este caso, el hilo lo constituye la forma que cada uno tiene de relacionarse con su cuerpo y con el otro.

Nos podríamos preguntar el lugar que ocupa nuestro cuerpo en nuestra propia vida: ¿existe?, ¿es algo de lo que abuso?, ¿lo cuido?

Y, como todo en la vida, cada uno es libre para decidir si quiere o no desenredar su propia madeja.

Yo digo que es absolutamente recomendable hacerlo, pero repito, cada uno hará lo que puede.

A lo mejor hacerlo resulta demasiado doloroso y es mejor «no revolver el avispero».

La próxima semana hablaré sobre el estrés.

(Imagen: www.giovanny10.blogspot.com)