La obediencia

 

www.oratoriaencasa.wordpress,com

 Por Clara Olivares

No resulta tan fácil ni tan evidente hablar sobre este tema.

Me parece que, para abordarlo tendría que partir de las definiciones que existen del término, para así, ir desgranando todo lo que éste implica.

El término obediencia (del Lat. ob audire = el que escucha), al igual que la acción de obedecer, indica el proceso que conduce de la escucha atenta a la acción, que puede ser puramente pasiva o exterior o, por el contrario, puede provocar una profunda actitud interna de respuesta.

… Obedecer implica, en diverso grado, la subordinación de la voluntad a una autoridad, el acatamiento de una instrucción, el cumplimiento de una demanda o la abstención de algo que prohíbe.

La figura de la autoridad que merece obediencia puede ser, ante todo, una persona o una comunidad, pero también una idea convincente, una doctrina o una ideología y, en grado sumo, la propia consciencia y además, para los creyentes, Dios. (Wikipedia)

Dos de los puntos que señala me parecen muy interesantes: la escucha y la noción de autoridad.

¿Qué hace que obedezcamos? ¿Por qué al escuchar la orden que nos da esa persona que «posee» el poder, acatamos su mandato?

Sin embargo, no tod@ aquel que ocupa un lugar de poder posee autoridad.

Por esa razón me gustaría incluir esta definición:

autoridad f. Derecho o poder de mandar, regir, gobernar, promulgar leyes, etc.

Persona revestida de este derecho o poder.

Crédito y fe que se da a una persona o cosa en determinada materia.

Texto que se cita en apoyo de lo que se dice: diccionario de autoridades.

 sociol. Poder justificado por las creencias de un grupo social que se somete a él.

Esta definición incluye la noción de poder. Para mí, uno de los puntos centrales del tema.

Y creo que es interesante hacer la distinción entre la obediencia porque se «debe» de la obediencia porque «se cree».

Cuando ocupamos un lugar en el que «debemos» obedecer (como en el ejército, o, en el trabajo, por poner sólo dos ejemplos), si no acatamos las órdenes que nos dan, las consecuencias que conlleva nuestra desobediencia, pueden ser más o menos graves, según sea el caso.

Es decir, que en este caso, obedecemos porque existe un poder ante el cual «tenemos» que doblegarnos.

Las razones que nos llevan a plegarnos a las órdenes de ese poder, son muy variadas, pero me parece importante destacar el miedo a las consecuencias que acarrearía la desobediencia, como una de las principales. Y me atrevería a decir que casi la única que nos mueve a doblegarnos.

Esta es una de las múltiples herramientas de las que se vale una persona de corte psicpat@n para conseguir el control sobre el otro.

Esto no significa, en ningún momento, que la orden nos pueda parecer justa, o, que hagamos lo que nos piden por placer.

En este punto, me parece interesante diferenciar entre autoridad y autoritarismo. Quien tiene autoridad, necesariamente ocupa un lugar de poder. Le obedecemos porque queremos hacerlo.

En el caso del autoritarismo, se obedece porque se debe, un «deber» que nace, por lo general, del miedo o/y del temor.

El autoritarismo impone, ejerce un abuso de poder y obliga a obedecer; en cambio la autoridad permite que el otro tome sus propias decisiones.

Entonces, ¿dónde queda nuestra capacidad para elegir?

Y, aquí es donde entra en juego la libertad.

Como lo señalo en artículos anteriores, nosotros elegimos si acatamos o no las órdenes que nos dan. Pero no olvidemos que, la verdadera libertad radica en qué elegimos, sabiendo cuáles son las consecuencias que genera nuestra elección.

Esa es la pequeña-gran diferencia. Sopesamos las alternativas y las consecuencias que éstas traen, antes de decantarnos por una de ellas.

Obedeceremos o no la orden, en función de lo que ésta implica y de lo que se pone en juego a todos los niveles.

No resulta del todo válido decir que «nos mandaron» hacer equis cosa, cada uno de nosotros, en su fuero interno, decidió hacerlo.

Y esta realidad, en general, no suele ser un plato de nuestro gusto.

Hay una película que me llamó la atención por el final que tiene («Devil’s advocate», con Al Pacino, K. Reeves y Charlize Theron). Se trata de la figura del mal encarnado como alguien con mucho encanto que invita al ser humano, a través de la seducción, a optar por la alternativa más atractiva.

Al final, el demonio dice: «la cualidad que más me gusta del ser humano es la del libre albedrío». Es cada un@ quien elige libremente qué hacer.

Cierto es que, en ocasiones, la opción de elegir no se contempla. Si otro nos amenaza con una pistola, lo más probable es que hagamos lo que nos pide, ya que preservar nuestra vida física y/o psíquica es lo más importante en ese momento.

Encuentro fascinante el papel del demonio en la película: es alguien que juega con los puntos débiles del ser humano para atraerle a su mundo. En este caso, juega con la vanidad del protagonista.

Siempre las películas que había visto sobre el tema, lo abordaban casi siempre desde el mismo ángulo: las posesiones demoníacas.

Ésta es la primera que veo que trata el tema desde la libertad que posee cada individuo para tomar las decisiones de su vida.

Y es aquí donde deseo plantear la siguiente pregunta: ¿Obedezco porque quiero, o, porque debo?.

Me gustaría pensar que cada persona escuche esa vocecita interna que le acompaña y decida «hacer lo correcto» (en otras palabras, actuar con ética), aquello que no cause daño a otro(s) y que favorezca la convivencia pacífica.

Habrá quienes posean un ámplio campo de influencia y habrá otros para quienes su círculo de personas cercanas sea reducido. A la larga, esta situación no tiene tanta relevancia.

En la medida en que cada un@ de nosotr@s pueda, ¿por qué no intentar hacer esta vida más fácil y hacérsela mas agradable al otr@?

En mi próximo artículo (15 de Julio) hablaré sobre el sentido de la vida: ¿Para qué vivir?

(Imagen: www.oraturiaencasa.wordpress.com)

Cuando la sinceridad es un caramelo envenenado

(Por Clara Olivares)

Si repasamos un poco la historia de la humanidad veremos que se han cometido atrocidades y atropellos en nombre de «Dios», o, de «la Verdad».

Es triste, pero la historia se sigue repitiendo una y otra vez, perece que jamás aprenderemos.

El artículo que escribo hoy nace del mismo principio: en nombre de la «sinceridad» algunas personas destilan su agresividad, su mala conciencia y su mala educación.

Es un término que utilizado como argumento de apertura en una charla hace que el otro baje sus defensas y crea que es sincero lo que va a escuchar.

Desafortunadamente, no siempre es así.

Algunas personas se amparan en ese término para dañar al otro, puede que de forma consciente, o, de forma inconsciente.

Y uno se pregunta: ¿por qué y para qué lo hacen? ¿se dan cuenta de su actuación?

Yo me atrevería a afirmar que, en la mayoría de los casos, ni se enteran!

Si interrogáramos a alguna de esas personas y le preguntáramos si considera que podría tener un poco de «mala leche» con su comentario ya que éste quizás vaya cargado de veneno, nos miraría extrañad@ y pensaría: «con lo buen@ y estupend@ que soy, esta persona está loca…»

Puede que ante la evidencia, comience a anidar en él/ella la duda, o, puede que no sea así. Como dicen en mi pueblo: «no hay mejor estrategia que una cara de idiota bien administrada».

Como siempre, depende de la consciencia que una persona posea y/o del deseo real que tenga de poseerla.

No todo el mundo se quiere mirar en el espejo y están en su legítimo derecho  de no hacerlo.

Pero encuentro moralmente reprochable causar daño a otro, ya sea de manera consciente o inconsciente. Si es consciente, estamos frente a alguien muy retorcido, y, si es inconsciente pero otro se lo hace ver, YA ha sido informado y es difícil que lo ignore.

Lo que he observado es que este tipo de personas, por la razón que sea, no han querido o no han podido desarrollar su consciencia. Abrir la caja de Pandora produce miedo. Si se destapa no sabes con qué te puedes encontrar.

Y hay personas que optan por mantenerla cerrada, por si acaso.

Y no las culpo, seguramente encontrarán tesoros pero también verán sus propios demonios.

Pero lo que he visto es que existe un tipo de persona que al obrar mal con otro y realizar o decir cosas que «saben» que no son correctas, comienzan a sentir un malestar que es incómodo y del cual se quieren librar lo antes posible.

El malestar lo produce aquello que de pequeños nos enseñaron que se llamaba «la conciencia», «Pepe Grillo», «hacer lo correcto», etc.

Todos sabemos en el fondo de nuestro corazón cuándo hemos obrado correctamente y cuándo no. No nos engañemos.

Otra cosa es que lo admitamos. Y menos aún ante nosotros mismos.

Puede que el tipo de persona del que hablo, haya hecho, o, haya leído, o, haya dicho algo que sabe que no era lo correcto y, para deshacerse del malestar que éste hecho le causa, literalmente lo «vomita» encima de la persona que ha agraviado.

Y es en ese instante en que enarbolan la bandera de la sinceridad para depositar en ese otro su desazón y así quedarse «tranquil@s».

Qué feo es, cierto?

Y resulta que es más frecuente de lo que imaginamos.

El problema con estas personas puede ser que se niegan a crecer, es decir, quieren continuar siendo unos niños que no asumen las consecuencias de lo que hacen o dicen, en otras palabras, no desean asumir su propia responsabilidad en sus relaciones.

Suelen comenzar a decir que van a dar su opinión (aunque nadie se la haya pedido) para disparar su agresividad y su mala educación.

Desde luego no aplican lo que en otro tiempo se llamaba «mano izquierda», «delicadeza», «tacto». Hoy en día a esto mismo se le llama «asertividad».

Consiste en «ponerse en los zapatos del otro», ni más ni menos. ¿Cómo me sentaría a mí que alguien me diga esto? ¿Me enfadaría? ¿Me dolería?, etc.

Ya en otros artículos hablo sobre la manera de decir las cosas sin dañar. Me parece que es bueno recordarlo: ser sincero no tiene nada que ver con ser agresivo.

Probablemente la agresividad la esconden bajo una forma amable y honesta llamada sinceridad.

Hay muchas formas de decir cosas duras sin necesidad de dañar al otro. Podemos decir: «te favorecía más el peinado que tenías antes» a: «con ese corte de pelo te ves horroros@».

La llamada «buena educación» es, sencilla y claramente, ser asertiv@, en otras palabras, ponerse en los zapatos del otro.

Cierto es que, algunas veces hemos sido agresivos con otra persona, quizás un amig@, o un tercero que nada tenía que ver con nuestro enfado. Ése no es el problema: lo importante es darse cuenta y reparar el daño que hemos causado.

Cuando podemos hablar desde nuestro corazón no dañamos. Decirle a alguien: «me siento como un completo idiota por…, discúlpame», es un argumento que nadie puede rebatir.

¿Por qué no intentamos convertir en más amables las relaciones con las personas que están a nuestro alrededor? ¿Y si nos miramos a ver si estamos siendo agresivos y no nos damos cuenta?

A lo mejor así, poquito a poquito, este mundo va dejando de ser un lugar despiadado e inhumano.

En mi próximo artículo hablaré sobre las pérdidas y la necesidad de atravesar un duelo.

(Imagen:www.heraldodeoregon.wordpress.com)