Por Clara Olivares
Es un hecho que cada un@ de nosotr@s ha desarrollado una destreza o una habilidad que nos caracteriza y que nos hace poseedores de un saber.
Bien sea en la fontanería, en la psicología, en la carpintería, etc. Aprendimos un oficio equis, la manera de desempeñarlo nos definirá como alguien muy buen@ en su oficio, o, buen@, o, normal.
El hecho de poseer ese saber no nos autoriza a sentirnos superiores a los demás, aunque se sea muy buen@.
Esto no quiere decir que en nuestro fuero interno al pensar en ello, una sonrisa de satisfacción aparezca en nuestra cara.
En mayor o en menor medida, todos hemos experimentado esa sensación en alguna ocasión.
Los problemas aparecen cuando estamos convencidos de que por ello somos superiores y mejores a los demás.
En algunos casos, esta creencia se forja en la niñez. Quizás fuimos niñ@s a los que se les exigió demasiado y a los que nunca se les dio un feed-back que les ayudara a valorarse.
La arrogancia podría ser el mecanismo de defensa que se creó para soportar no alcanzar jamás la perfección. Aunque se hiciera muy bien, siempre te exigían más, nunca era suficiente.
Me pregunto cuál es el tope, ¿hasta dónde se le puede exigir a alguien sin caer en la desmesura?
Esta creencia de ser mejor que los demás, bien sea en el campo de las habilidades y las destrezas, o, en el mundo de las ideas, genera personas que se sienten por encima de los otr@s.
¿Cómo se forja esta creencia?
Por lo general, la familia y el entorno ayudan a construir esa visión. En ocasiones, es la propia observación la que permite que ésta se descubra.
Los antiguos griegos acuñaron el término «mesura«, precisamente para evitar que nos envileciéramos.
En otras palabras la mesura lleva a practicar la moderación.
Conseguir el «justo medio» es un arte.
A lo largo de la vida pasamos por diferentes períodos en los que se alternan los dos extremos del término. Hay edades en las que se exacerba el creerse mejor que todo el mundo, en especial en la adolescencia. Felizmente de esta enfermedad, más tarde o más temprano, tod@s nos curamos.
Desafortunadamente, la curación no suele ser completa.
Muchas personas, al igual que algunos países, están convencidos de que su cultura es la correcta y la mejor. Consideran que quienes no comparten su punto de vista están en un error.
¡Cuántas guerras y cuántos desencuentros se han iniciado partiendo de esta premisa!
Pareciera un chiste, pero, por desgracia, esta actitud florece por doquier como la mala hierba.
Nos preguntaríamos: ¿qué hace que se llegue a poseer esa certeza?
Seguramente muchos factores, sólo me interesa destacar uno de ellos: la posesión de una mente estrecha que conlleva a una falta de miras y de humildad enormes.
Si contemplo otros puntos de vista ¿quizás el mío se tambalea y se resquebraja? Puede que descubra que a lo mejor no tiene una base sólida en la que sustentarse.
¿Será simple cuestión de miedo? A lo mejor se piense que si me aferro con pies y manos a lo mío no tengo que plantearme interrogantes incómodos, no tengo que cuestionarme.
Desgraciadamente, esta postura nos aboca a caer en el fundamentalismo.
Aquello que ha sido bueno para mi no tiene necesariamente que ser bueno para los otros.
Se puede sugerir, se puede plantear, se puede mostrar pero cuidando mucho de no caer en la imposición.
El antídoto para no pecar de arrogante es el respeto.
Una de las alternativas que ayudan a cultivar y a desarrollar una mente abierta es viajar.
Cierto es que esta actividad no está al alcance de todos los bolsillos, pero fomentando el espíritu que alimenta los viajes, habremos ganado mucho.
La actitud que impide que caigamos en una postura rígida es la curiosidad.
Ésta nos salva de convertirnos en seres dogmáticos.
La curiosidad nos lleva a salir de nosotros mismos para contemplar al otro.
Preguntas tales como ¿por qué, cuándo, cómo, qué, dónde? son las que harán que dejemos de contemplar nuestro ombligo y dirijamos la mirada hacia el mundo exterior.
Viajar amplía nuestro horizonte y nuestro mundo. Aprendemos que existen otras culturas, otro modo de contemplar la vida y de relacionarse con el otro.
Permite que nuestra mente se ensanche, hace de nosotros personas más tolerantes y abiertas.
Los factores social y cultural juegan un papel importante en nuestra manera de considerar el mundo que nos rodea, que duda cabe. Sin embargo, una mente abierta permite escuchar el discurso de otro sin juzgarlo.
No se tiene que determinar si «es correcto o incorrecto», simplemente es. No debería descalificarlo simplemente por el simple hecho de que es diferente al mío.
Lo interesante es ir descubriendo las razones que han llevado a ese alguien a pensar de esta o de aquella manera. Siempre son razones de peso las que le han conducido a esas conclusiones.
Cuando rascamos un poco, descubrimos que para esa persona su postura es la correcta. De ahí la necesidad de indagar las razones que le llevaron a tener esa actitud.
Ésto no quiere decir que no nos topemos con personas herméticas que son impermeables al diálogo. Por más que intentemos abrir puertas, éstas seguirán cerradas.
Quizás el aprendizaje que tenemos que hacer es el de aceptar que son así, aunque no compartamos sus creencias.
Practicar la mesura no es una tarea fácil… pero en el camino se aprenderá mucho sobre nosotr@s mism@s y sobre el mundo.
Es un camino apasionante que nos deparará más de una sorpresa.
En mi próximo artículo hablaré sobre el sufrimiento.
(Imagen: www.memegenerator.es)