Por Clara Olivares
Diría que la principal razón por la que alguien miente es el miedo, ¿a qué?
Probablemente a no cumplir con las expectativas que se tiene de ell@s. O, las que ell@s creen que los demás tienen.
Esto no quiere decir que en un momento dado de su vida sí hubo alguien que esperaba tal o cual logro por su parte.
Depende de la manera en que esas expectativas fueron transmitidas, el daño causado varía. Si se dijeron de forma directa, la persona afectada probablemente no se vió atrapada en un doble mensaje: con la palabra te digo una cosa pero con mi lenguaje corporal te digo lo contrario. Es esta manera indirecta y retorcida la que causa un daño mayor.
Cualquier mensaje que se expresa con una descalificación afecta la autoestima de quien lo recibe. Máxime si se trata de un niño que aún no tiene formada una estructura psíquica sólida.
Éste suele tratarse de un comentario en apariencia inocuo e inocente pero que va cargado de veneno.
Ese alguien que se sintió desencantado le transmite al sujeto su frustración y su decepción.
No es de extrañar que el receptor de esa descalificación comience a mentir como una respuesta de supervivencia. Es decir, al mentir intenta ofrecer una imagen de sí mismo lo más parecida posible a la de alguien que sí sería aceptado y admirado.
Alguien que necesita mentir constantemente suele ser una persona con una baja autoestima.
Es como si se dijeran a sí mismos: «si me muestro tal y como soy, no voy a ser aceptado, así que mejor fabrico una imagen ideal de mí, una imagen que pienso que sí va a gustar, y, así, me aceptan«.
Estos seres poseen una fragilidad interior muy grande. Es como si su sustento psíquico se hubiera quedado a medio construir.
Necesitan causar admiración en sus seguidores, así que se crean otro yo. Uno más interesante, más atractivo, uno al que la gente llegue a amar.
Porque tristemente, muchos de ellos no se creen dignos de amor. Les resulta imposible creer que los puedan amar tal y como son.
Como en la mayoría de los casos, la problemática se inicia en la niñez con alguno de sus progenitores o con la persona que constituyó un referente identitario fuerte para ell@s.
Lo terrible de este recurso es que llegan a creer que ese otro yo inventado es real, hasta el punto de que éste llega a anular su verdadera personalidad.
Llegados a ese punto la confusión es tremenda. Entonces, ¿quién soy?
Y ya hemos visto que si una persona no puede contestar a esa pregunta, no pueden colocarse los cimientos sobre los cuales se construya la propia identidad.
Seguramente cuando la vida nos coloca cara a cara frente a esa pregunta tengamos una buena crísis.
¿Y si lo que descubrimos no nos gusta? ¿Seremos capaces de soportar esa imagen?
Si no llegamos a aceptarla vamos a tener más de un problema, eso seguro.
Aceptar que no somos seres extraordinarios, es más, que somos iguales a cualquiera, es el primer paso.
Una buena dosis de humildad no viene nada mal.
En el momento en que se descubre y se acepta quienes somos, se tiene un terreno firme y real del cual partir.
Este proceso no se hace de un día para otro, puede que no se sepa o que quizás se de cuenta de que es diferente a la persona que construyó para que le supliera.
Entonces ahí comienza la verdadera aventura: descubrir quién soy yo.
Me parece que ese descubrimiento nos llevará toda la vida… creo que es un camino que vale la pena recorrer.
Una estrategia que funciona muy bien para comenzar esa andadura es la de hacer bien lo que se me de bien hacer. Conseguir una excelencia profesional alrededor de la cual comenzar la construcción de una verdadera autoestima.
En mi próximo artículo hablaré sobre la cobardía.
(Imagen: www.oscarimorales.com)