Por Clara Olivares
La vida es movimiento y el movimiento forzosamente lleva implícito el cambio. Nada permanece igual, todo muere o se transforma.
Sin embargo, esta verdad por lo general nos produce miedo. Creo que en contadas ocasiones nos paramos y pensamos en ello.
¿Será quizás por que hacerlo nos produce la sensación de que, a la larga, el margen de control que tenemos de nuestra existencia es más bien poco?
El cambio sobreviene a veces de forma imperceptible o, por el contrario, con mucho ruido.
Por ejemplo, puede que haya comenzado a verme las primeras canas, o una persona cercana ha roto con su pareja. O quizás de manera más dramática, ayer poseía una salud excelente y hoy me han diagnosticado una enfermedad grave.
Y, al igual que sucede en esos ejemplos, de un momento a otro nos sucede algo que hace que las bases sobre las que nos apoyábamos se tambaleen.
Vamos en dirección norte y los acontecimientos nos obligan a girar 180 grados e ir hacia el sur.
En este sentido, los orientales poseen una mayor consciencia del movimiento de la vida que los occidentales.
Existe un adagio chino que dice: «cuando estés arriba no te alegres en demasía porque luego irás hacia abajo. y, si estás abajo, tampoco sufras mucho por eso ya que pronto subirás. Todo lo que sube, baja, y todo lo que baja, sube».
Y, con el paso del tiempo he llegado a constatar esta verdad.
La vida es cíclica, gracias al cambio ésta se renueva.
En el modelo sistémico se habla de la etapa de «crisis y cambio», para designar ese momento en el que todo grupo, así como sus miembros, se ve abocado a generar un cambio adaptativo para superar la crisis que le(s) ha llegado.
La crisis obliga a que se produzca el cambio. Es como si viniera un terremoto que remueve las estructuras (crisis) y empuje al grupo y a sus miembros a cambiar.
Para que se produzca el cambio es necesario un período de adaptación. Existen familias en las que se intenta por todos los medios frenar e impedir que se dé la crisis.
Es como si esas personas desoyeran los gritos que emite la crisis, por lo general, a través de uno de sus miembros.
Los síntomas se presentan, precisamente cuando se impide que tenga lugar la crisis.
Ésta produce miedo, sin lugar a dudas. Pero aferrarse a aquello que creíamos nos daba la seguridad, sólo es un espejismo, una ilusión que indefectiblemente traerá más dolor.
He observado que el período de adaptación necesario para digerir la crisis y hallar la solución que abrirá el camino para que se produzca el cambio, es cada vez menor.
Sobrevienen los cambios casi de forma simultánea y encadenada. El tiempo del que antes disponíamos para encajar los golpes de la vida, es cada vez más corto.
Nos vemos obligados a adaptarnos y responder muy rápidamente, me atrevería a decir que, incluso, de manera abrupta.
Siento que casi no hay tiempo para acoplarse a la nueva situación antes de que sobrevenga el siguiente embate.
No sé si las famosas profecías sobre el fin del mundo de las que durante el año pasado hablaron tanto, tengan que ver más con una transformación interna e individual que con un cataclismo.
Pareciera que, efectivamente, el movimiento social y personal es cada vez más rápido. Tanto que, en ocasiones, produce vértigo.
Lo que sí sé es que si nos enfrentamos a las crisis con rigidez, seguramente nos romperemos.
Aunque suene un poco a un discurso de adoctrinamiento, creo que, el aprendizaje que lleva implícita esta crisis global, es el de comenzar a ser flexibles como un junco.
Éste puede llegar a doblarse sobre sí mismo hasta rozar el suelo, pero luego vuelve a recobrar su forma original.
Y, me parece importante plasmar ese cambio de manera simbólica, como por ejemplo, pintando la casa, o, cambiando la imagen personal, o, simplemente, moviendo de sitio los muebles de nuestra habitación.
Repito, la vida es cambio. Gracias a él, crecemos y nos hacemos más fuertes.
La próxima semana hablaré sobre el compromiso.
(Imagen: www.detalent.blogspot.com)