Miedo a la muerte

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Por Clara Olivares

Imagino que recordaréis la segunda entrega de la saga «Piratas del Caribe» en la que el personaje de Davy Jones le preguntaba a todas sus víctimas: ¿Temes a la muerte?

Más que temerla pienso que la respuesta que todos daríamos sería que ninguno de nosotros desearía morir.

Quizás la única certeza que tenemos en la vida es que vamos a morir.

Hacemos muchas cosas para conjurar a la muerte: tenemos hijos, escribimos libros, creamos obras de arte, etc., etc., etc.

Morir asusta.

Hace poco volví a ver la maravillosa película de Woody Allen, «Hanna y sus hermanas». El personaje que hace Woody Allen, un hipocondríaco obsesionado con la muerte, busca desesperadamente creer en algo para poder sobrellevar la existencia y la angustia que ésta le genera.

Busca en las religiones la respuesta y no la haya. Finalmente acaricia la idea de suicidarse y por un accidente fortuito con su arma se ve cara a cara con la posibilidad de morir. Le asusta tanto esa realidad que sale a la calle y, agotado de tanto andar, se mete a un cine en donde proyectaban una película de los hermanos Marx.

La visión del baile que realizan los Marx, le aleja de sus obsesiones y le lleva a reconciliarse con la vida y comprender que solamente viviéndola y aceptándola, su angustia de estar vivo cesará.

Desperdiciamos tantos años de nuestra vida combatiendo nuestra angustia vital, cuando podríamos invertir ese tiempo en festejar cada instante en que seguimos vivos.

Como reza el dicho popular: «mientras haya vida, hay esperanza».

Con esta frase quiero decir que mientras sigamos vivos, siempre dispondremos de la posibilidad de abrazar la vida. Una vez muertos, no hay vuelta atrás.

Nos resistimos con tanto ahínco a entregarnos a la vida y a que ésta nos atraviese, que nos perdemos todas aquellas pequeñas cosas que hacen que ésta sea tan maravillosa.

Sí, nos moriremos algún día. Pero, mientras tanto ¿por qué nos cuesta tanto vivir plenamente?

Imagino que dejar que entre sin oponer resistencia nos lleva a perder el control, y, a eso no estamos dispuestos.

Dejar de controlar significa que ya dejo de ser yo quién  dice la última palabra.

Y la realidad es que a la vida no se la puede controlar, como tampoco a la muerte.

Intentamos desesperadamente evitar ambas opciones, o bien, resistiéndonos a la vida, o, negando la muerte.

Una de las formas que adopta la negación, y que representa de manera simbólica  la muerte, es el hecho de envejecer.

Mostrar signos externos de vejez, como por ejemplo tener canas o arrugas, perder el tono muscular, ser flácid@, etc., se combate sistemáticamente.

El empeño que tiene nuestra sociedad en detener el paso del tiempo y no envejecer, es sorprendente.

¿Os habéis fijado en la proliferación de cremas, tratamientos milagrosos, cirugías, etc. que prometen la eterna juventud?

Como si eso fuera posible!

La vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda.

Claro que envejecemos y moriremos. Como señala la segunda ley de la termodinámica: «todo tiende a destruirse». Y nosotros también.

Creo que no existe una visión más patética que la de una persona, hombre o mujer que se niega a envejecer.

Me parece que las vías que hacen soportable la existencia y que le confieren sentido a la vida, son la creatividad y el amor.

El acto de crear calma la angustia. Bien sea a través de un soporte artístico (pintura, escultura, escritura) o mediante un acto de amor, como por ejemplo, tener un hijo, dedicar la vida a una causa, etc.

Y hablo del amor en mayúsculas, es decir, amar a secas. Bien sea a una pareja, un herman@, una amig@, etc.

Como el personaje de Woody Allen en la película, la necesidad de creer en algo a lo que aferrarse es lo que dota de sentido una vida.

No sabemos si existirá otra vida después de muertos, nadie ha regresado para confirmarlo, entonces, aprovechemos la oportunidad que nos brinda el hecho de estar vivos para vivir amando, riendo, celebrando la vida y no la muerte.

Hoy no voy a anunciar de qué se tratará mi próximo artículo. Nos vemos el domingo… sorpresa!

(Imagen: www.oshodespierta.blogspot.com)

Las pérdidas y la necesidad de atravesar un duelo

(Por Clara Olivares)

Este es un tema que por lo general, la gente evita tratar.

Está muy afianzada en nuestra sociedad la negación de cualquier cosa que represente una «muerte»: envejecer, tener una dolencia física, cumplir años, perder una relación, etc., o dicho de otra forma todo aquello que signifique una pérdida.

Se penaliza duramente mostrar signos de «debilidad» de cualquier índole. Siempre se debe y se tiene que ser «fuerte».

¿Y eso qué significa?

Pareciera que mostrarse humano, es decir, expresar los sentimientos, los miedos y las angustias estuviera prohibido.

Ser y mostrarse vulnerable está vetado. Es como si el fin último a alcanzar fuese el de convertirse en una máquina tipo replicante en el más puro estilo de la película «Blade Runner».

Pero lo paradójico del asunto es que esta imposición de silencio y de negación es imposible de llevar a cabo, ya que siempre lo emocional busca la manera de expresarse.

Puede ser a través de una dolencia física (como un dolor de espalda, por ejemplo), o de una depresión, o de una contractura, o de una dermatitis, etc.

Es imposible negar una parte que conforma nuestra propia naturaleza, el ser humano es cuerpo, mente y emoción.

Hay pérdidas reales (una muerte, una bancarrota, un empleo) y pérdidas simbólicas (cambiar de década, una amistad, estatus).

Lo interesante es que, por lo general, toda pérdida real va asociada a una simbólica.

¿Qué representaba eso para mí? El hecho de saber que nunca más voy a volver a ver a esa persona, o que no voy a rejuvenecer, etc. ¿me resulta insoportable? ¿Qué hago con el desgarro que siento por dentro?

Es más fácil barrer esos sentimientos y meterlos debajo de la alfombra, a lo mejor, con suerte desaparecen.

Pero desafortunadamente no es así.

Siempre vuelven a aparecer, de forma enmascarada en la mayoría de los casos.

De ahí el título de este artículo, es necesario que se viva el duelo por esa pérdida. Es importante que se tome contacto con nuestro sentir y se atraviese el dolor.

Si no es así, es imposible que se pueda liberar el dolor, siempre permanecerá allí agazapado. Lo puedo negar, esconder, enmascarar, pero continuará existiendo y hasta que no contacte con él no me podré liberar de su influencia.

Perder siempre produce dolor.

Las personas con creencias religiosas lo tienen muy presente y su religión les ofrece fórmulas para poder hacerlo soportable: obtener méritos para la vida eterna. Es una alternativa muy útil para los creyentes.

Para aquellos que no creen en un dios, la alternativa que queda es la de la introspección.

Bucear en el síntoma que se manifiesta (migrañas, erupciones, hernias discales, etc.) hasta descubrir la emoción que subyace.

Se impone realizar un doble trabajo: el personal y el que va en contra de los dictados sociales que banalizan el dolor.

Si cogemos un periódico o vemos un telediario, descubriremos asombrados el incremento de productos y de ofertas que se ofrecen para «conjurar» la «muerte»: cremas, tratamientos, terapias para ser feliz, cómo conseguir la pareja perfecta para siempre, etc.

Pero se está olvidando algo fundamental: todas éstas mercancías las diseñan personas para personas.

Somos seres humanos, es decir, sentimos. Y lo que sentimos se expresa siempre, nos guste o no.

Por eso creo que es de crucial importancia darse permiso para vivir y atravesar el duelo que genera una pérdida. Es necesario que lloremos y que seamos conscientes de nuestra fragilidad y de nuestra condición de humanos.

Si nos empeñamos en seguir negando esta realidad, estaremos a un paso de convertirnos en seres duros y despiadados, lo que ya está contribuyendo  a la transformación de la sociedad, cada vez más inhumana.

¿Eso es lo que queremos para nuestra vejez y es el legado que le queremos dejar a nuestros hijos y a nuestros nietos?

No deja de sorprenderme aún la transformación que se opera en un desconocido cuando se le reconoce su sentir: es como si recuperara su dignidad y comenzara a brillar de nuevo.

No es tan complicado, basta con un «tiene razón, eso que cuenta es injusto», o «entiendo que esa situación le moleste o le enfade» por poner dos ejemplos.

El punto central es trasmitirle a esa persona que «tiene derecho a existir», es decir, es legítimo que sienta lo que siente. Si alguien está enfadado o triste, lo está sin más.

¿Qué sentido tiene decirle que no puede sentir lo que siente si lo siente?

Es de locos.

¿Por qué nos asusta tanto la expresión de nuestros sentimientos? En especial aquellos que han sido catalogados como «negativos» (como si existieran sentimientos y emociones positivas y/o negativas).

Los sentimientos y las emociones son eso: sentimientos y emociones, nada más. Cada uno siente lo que siente: dolor, ira, tristeza, etc.

Yo me sonreía cuando dictaba cursos en los que este tema afloraba: nunca fallaba, la gente siempre calificaba los sentimientos y las emociones en «positivos» y «negativos», en donde el objetivo a conseguir, por supuesto, era el de extinguir aquellos que pertenecían a los negativos.

Es hilarante, como si eso fuera posible. Alguien está triste o enfadado y eso es lo que siente. ¿Y qué puede hacer si es lo que siente, por mucho que ponga todo el empeño en no sentir lo que siente?

Qué discurso más loco…

No es de extrañar que comiencen a aparecer cada vez más personas escindidas y haya un enorme florecimiento de narcisistas.

Quizás la resistencia pasa por luchar para evitar caer en alguna de estas dos alternativas.

¿Y por qué no comenzamos a darnos permiso para sentir?

En el próximo artículo voy a continuar hablando de la culpabilización.

(Imagen: www.inpsico.com)