La fidelidad

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Por Clara Olivares

Como muestra la imagen, el perro es el icono de la fidelidad por antonomasia.

¿Cómo se ganó esta fama? Quizás porque a pesar de todo aquello por lo que pueda pasar su amo, permanece a su lado.

Ser fiel es «seguir ahí» en las buenas y en las malas. Por esa misma razón, me llaman la atención los votos que hacen los recién casados: «en la salud y en la enfermedad». Son las mismas promesas que se realizan ante lo ojos de un dios o ante los de un juez.

Alguien que se compromete a cumplir sus promesas, lo hace tomando la decisión HOY sin saber qué derroteros seguirá su vida en el futuro incierto.

No obstante, lo hace de manera lúcida y libre. De hecho la ley contempla la reducción de una condena, si el delito se ha cometido bajo coacción.

Quien es fiel cumple sus promesas a pesar de los cambios que sufrirán sus ideas, convicciones y sentimientos. ¿Esto no es uno poco soberbio? Yo pienso que se trata más de una elección inconsciente.

Me parece que quizás se relaciona más con la omnipotencia (yo puedo con todo) que con cualquier otra cosa.

Es este sentimiento, tan juvenil, de estar convencidos de que es posible hacer no importa qué, el responsable, quizás, de nuestra inconsciencia. Tampoco olvidemos que es gracias a ella que nos hemos atrevido a hacer muchas cosas.

En la medida que envejecemos aprendemos a ser más cautos, menos mal!

La palabra fidelidad proviene del latín fidelitas que significa «servir a un dios».

Cierto es que existen muchos dioses: el dinero, la fama o el poder, entre otros.

Según la definición que ofrece Wikipedia la fidelidad implica «…una conexión verdadera con una fuente».

 Por eso creo que resulta muy difícil mantener una promesa con el paso del tiempo, o no…

Eso en el caso de un sólo individuo. Pero, ¿que pasa cuando se trata de la fidelidad a un grupo? Por ejemplo, ¿a la familia? Por fidelidad a ella se llegan a hacer grandes sacrificios personales.

Nos quedaríamos sorprendidos de lo que es capaz de sacrificar un ser humano (en especial un niño) por su familia. Llegaría incluso a comprometer su salud mental para salvar al grupo.

Así, la afirmación de que la fidelidad es una virtud cobra mucho sentido.

En este punto me gustaría matizar. Creo que gran parte de lo que significa ser fiel está en consonancia con lo que cada uno es realmente, es decir, para poder ser fiel a algo o a alguien es necesario, en primer lugar, ser honestos con nosotros mismos y saber a que dios es al que servimos.

Como todo en esta vida, nada permanece inamovible, la vida es movimiento.

Las actuaciones que tuvimos en un momento equis de nuestra existencia, felizmente, con la edad y la madurez, las abandonamos y las modificamos.

Quizás no fuímos fieles a algo o a alguien por un sinnúmero de circunstancias.

Probablemente, nuestras creencias y las maniobras inconscientes que se ponían en juego, estén relacionadas con la propia historia personal, así como las estrategias de supervivencia a las que recurrimos para ser aceptados o, simplemente, incluidos en un grupo social.

Seguramente estos comportamientos no fueron los más correctos ni los más deseables, lo importante es que algún día descubramos la razón de nuestras actuaciones.

Valdría la pena averiguar qué parte de nosotros mismos se estaba jugando cuando apostábamos por esta maniobra: ¿buscar la valoración? ¿conseguir una identidad? ¿Demostrarnos algo a nosotros mismos, o al grupo?

 Dejando al margen estas preguntas, el concepto de fidelidad otorga especial atención al deber, en otras palabras, a hacer lo correcto.

O, por lo menos, tener el deseo (o la virtud) de cumplir las promesas hechas.

Creo que en la actualidad este concepto se ha banalizado y se ha manoseado enormemente.

Si no, escuchemos las promesas que hacen los políticos en el momento de conseguir más votos, o, cuando alguien desaprensivo antepone siempre sus intereses personales para satisfacer sus deseos a cualquier precio.

 Desafortunadamente, parece que la sociedad actual premia estas conductas.

 Y cada uno de nosotros ¿es fiel a sí mism@?

¡Elegir esta senda no es un camino de rosas!

En mi próximo artículo hablaré sobre la superstición.

(Imagen:www.leynatural.es)

La omnipotencia

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Por Clara Olivares 

El término omnipotente o todopoderoso proviene de dos vocablos, omni, que significa todo, y potente, que significa poder. Por tanto, alguien omnipotente es una persona que es capaz de hacer todo (o casi) cualquier cosa, que lo puede todo, que lo abarca todo, que no tiene ningún tipo de dificultad. Un ser omnipotente es aquel que no necesita a nadie, es poderoso en todos los sentidos, tiene un poder inagotable y sin límites, un poder infinito e ilimitado.

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Como especifica la definición, la omnipotencia se caracteriza por pensar y creer firmemente que uno puede con todo.

No importa lo que la vida nos depare, ni las dificultades que nos pongan la zancadilla, «yo puedo», así que, ¿para qué preocuparme?

Es más, ni siquiera pasa por nuestra imaginación pensar que no vayamos a ser capaces de salir siempre airosos.

Hasta que comienzan a aparecer las consecuencias de esa creencia. Puede que al principio tímidamente con síntomas que, por lo general, pasan desapercibidos y a los que más adelante diréctamente ignoramos.

Cansancio, estrés, angustia y en especial, mucha rabia.

¿Contra quién? Contra nosotr@s mism@s, contra la vida, contra «el culpable» de turno. Tristemente somos incapaces de darnos cuenta de que quién dice siempre sí, somos nosotr@s mism@s.

Como siempre en la vida, es más fácil culpar a otro de nuestras desgracias que reconocer y darnos cuenta de que quién decide siempre es uno mismo, nadie más.

El término omnipotencia generalmente se asocia a Dios, el que todo lo puede. ¿Será que en nuestra estúpida arrogancia estamos convencidos de que somos dioses?

Probablemente sí.

Es habitual observar este comportamiento en los niños y en los adolescentes en especial. En el caso de los niños éstos van aprendiendo, a medida que crecen, que existen límites que les indican que su poder no es infinito, que existen topes, gracias a ello se van formando y preparando para enfrentar la vida.

En la adolescencia el aprendizaje, muchas veces, se realiza a golpes. La vida o el otro les detienen (menos mal!)

Pero, ¿que pasa cuándo la lección no se aprendió?

La temeridad y la enorme dificultad para decir que no, constituyen dos de las consecuencias más frecuentes.

Si digo que no quizás piense de manera inconsciente que no puedo, y eso, por supuesto, es inadmisible.

La incapacidad para negarse ante cualquier cosa está ligada a una convicción profunda de creer y pensar que yo solo puedo asumir lo que venga, entonces si digo que no a alguien significaría que soy débil, que no puedo. «Yo me basto y me sobro» reza el dicho popular.

Si éste es el caso, es lógico que jamás necesite a otro, ¿para qué?

Con frecuencia nos encontramos frente a personas de 30, 40, 50 y hasta 80 años, que siguen con ese sentimiento de omnipotencia intacto. Quizás se trate de individuos que han tenido mucha suerte en la vida y en apariencia su experiencia les ha demostrado que es verdad, que son omnipotentes.

Pero, la realidad les termina por demostrar que están equivocados.

Ay! el batacazo cuando se dan cuenta de que no es así es enorme.

Entonces aparece la rabia o se deprimen. Recordemos que rabia y depresión son las dos caras de una misma moneda.

Estas personas se encuentran ante una disyuntiva: si siempre he podido con todo, ¿por qué ahora no es así? La disonancia cognitiva está servida.

Es verdad que no entienden el porqué.

Suele suceder que un hecho o una situación en concreto les haga abrir los ojos… o no.

Si en este punto no dan el salto hacia la consciencia y se dan cuenta de que su funcionamiento infantil les ha conducido a esa situación, se les va a hacer aún más difícil el camino porque estarán cada vez más ciegos.

Recordemos que no hay que confundir la valentía con la temeridad. En el primer caso se conocen de antemano las consecuencias que trae una actuación, y aún sabiéndolo, se actúa. En el segundo caso se enfrentan al peligro ciegamente sin contemplar las consecuencias que pueden acarrear su enfrentamiento.

Están convencidos de que van a salir ilesos porque siempre ha sido de esa manera.

«Crecer duele». Aceptar que no se puede con todo y de que siempre se necesita a otro, les hace vulnerables.

El antídoto para neutralizar esta dolencia es una buena dosis de humildad.

Reconocer que nuestro cuerpo tiene límites y que es indispensable escucharlos y respetarlos, impedirá continuar actuando en un registro omnipotente a la hora de enfrentar las obligaciones y los avatares de la vida.

La humildad también nos enseña que necesitamos de otro y, que no por eso somos menos fuertes.

Para conseguir superar este funcionamiento infantil, aprendamos a decir que no, sabiendo que hay cosas que no podemos asumir porque tenemos límites. Cuando se aceptan la propia fragilidad y la propia vulnerabilidad, nos humanizamos, y, gracias a este proceso se va curando la omnipotencia.

En mi próximo artículo hablaré sobre la crueldad.

(Imagen: www.dfjr.blogspot.com)

La renuncia

 

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Por Clara Olivares

«La renuncia es el acto jurídico unilateral por el cual el titular de un derecho abdica al mismo, sin beneficiario determinado». Wikipedia.

Esta definición desde el punto de vista jurídico, creo que aclara muy bien el término.

Hace referencia al acto de dejar de ser beneficiario de algo, sin explicar las razones que han llevado a ello.

Me atrevería a afirmar que son dos las circunstancias en las que una renuncia tiene lugar: la que viene dada por una decisión personal sin hechos precedentes que la motiven; y, la que un sinnúmero de circunstancias han llevado a ella.

En el primer caso, se decide abstenerse de algo, un privilegio, una relación, dinero, una herencia, etc. por múltiples razones de índole personal.

En el segundo caso, la cosa es más compleja.

Me explico. En algunas ocasiones un ser humano se haya en una situación en la que pierde cosas… salud, justicia, bienes, y se encuentra ante la realidad que constata esa pérdida.

Como dirían es España: ¿y eso cómo se come?

La primera reacción, por lo general, es que se niegue la evidencia. Máxime cuando esa pérdida representa una parte importante de nuestra identidad.

La negación no hace que el hecho desaparezca mágicamente, ¡ojalá!

Pasada esta fase, la cruda realidad continua estando presente, y, ésta, no la podemos seguir negando. Sería como intentar tapar el sol con las manos: es imposible.

Esta constatación da paso a una época de luto. Sí, me parece que es muy importante autorizarnos a vivir el dolor que nos causa la desaparición de eso que tuvimos y ya no está.

Seguramente nos provocará mucha rabia en un principio, luego vendrá la necesidad de llorar la pérdida. Es necesario y sano hacerlo.

No podemos desvincular a nuestro corazón de nuestra vida. Lo que sentimos está ahí.

Otra cosa es que lo podamos escuchar…

Llegados a este punto, nos encontramos ante dos caminos: seguimos furiosos con la vida y nos amargamos, o, aceptamos la situación.

No es fácil, que duda cabe, pero no tenemos alternativa si decidimos que no nos queremos amargar.

Imagino que a ésto se le llama madurez.

Se requiere una gran dósis de humildad… supone un bofetón para la omnipotencia. Finalmente comprobamos que no podemos con todo, la VIDA no se puede controlar.

En mi próximo artículo hablaré sobre la necesidad de tener un sueño en la vida.

(Imagen: www.mipequeniograndiario.blogspot.com)