Imagen e identidad

mujeractual.pe

(Por Clara Olivares)

La transformación de la apariencia física de esta actríz no ha dejado indiferente a nadie.

A mí me ha inspirado este artículo. Son muchas las preguntas que me ha suscitado: «¿Qué llevó a esta mujer a hacerse este cambio?» «¿Cuáles fueron sus motivaciones personales?».

Evidentemente son preguntas sin respuesta y tampoco me interesaría conocerlas, primero porque no soy su amiga, y segundo, porque no es asunto mío.

Pero lo que de verdad me hizo pensar fué en como se relacionan imagen e identidad. Me parece que tienen una estrecha relación.

Esta relación va mutando a lo largo de nuestra vida. Durante la niñez y en la adolescencia, al ser éstos períodos de formación, se está llevando a cabo la construcción de nuestra identidad.

En estos períodos la imagen ocupa un lugar preponderante, mientras que en la edad adulta ésta pasa a un segundo término, ya que se da por sentado que nuestra identidad está consolidada (teóricamente).

Pero antes encuentro pertinente aclarar la diferencia entre ambas:

* Imagen: es una representación visual de un objeto real o imaginario. En el caso que nos ocupa, sería la manifestación de la apariencia visual que alguien proyecta hacia el exterior así como las sensaciones y los sentimientos que transmiten.

* Identidad: es el conjunto de rasgos de un individuo o de una comunidad que les son propios y que les convierte en distintos a los demás. Es importante señalar la consciencia de unicidad y especificidad que se tiene de esos rasgos (innatos y adquiridos).

Como señalo en la definición anterior, la influencia del entorno familiar y social juegan un papel muy importante en esa construcción.

Puede que las características que son propias de una persona o de una comunidad no sean las que la sociedad acepta.

En estos casos nos encontramos ante un dilema: ¿Soy yo/nosotros mismo o me convierto en lo que el exterior me/nos pide para ser aceptado y no padecer la exclusión?

Hasta hace poco tiempo, muchas generaciones nos encontramos en esa tesitura y algunos de nosotr@s optamos por intentar ser lo más fieles a nuestra identidad.

Muchas veces esta opción conduce a algunas personas a la búsqueda de un entorno en el que la exigencia para ser aceptad@ resulte más fácil. Se produce así una migración hacia sociedades más permeables y más tolerantes con la diferencia.

Pero no siempre esta opción es viable y los individuos se ven impelidos a negar su propia identidad ocultándola tras actitudes o comportamientos opuestos a su verdadero ser para poder sobrevivir.

La supervivencia física y psíquica determina casi todas nuestras decisiones.

Es deseable que durante la niñez y la adolescencia esté presente una figura adulta que pueda transmitirle al joven en qué consiste esta diferencia, de manera que pueda entender que, en determinadas ocasiones, es necesario mostrar una imagen que no esté en plena concordancia con lo que somos verdaderamente, y que, no por actuar de esa manera se es poco honesto.

He conocido casos en los que una familia «aparentaba» los comportamientos y actitudes acordes a la exigencias de la sociedad en que vivía pero que en la intimidad podía manifestar su verdadera identidad. Sin ir más lejos, recordemos que esta estrategia la utilizaron muchas familias hebreas durante el nazismo.

Ser conscientes de la diferencia entre imagen e identidad marca la frontera entre cordura y locura. Si la sociedad en que se está inmerso es demasiado rígida, no admitirá ningún desvío de las normas exigidas para ser aceptad@.

Parece una nimiedad, pero no lo es para nada.

Identidad e imagen se nutren mútuamente.

Me atrevería a afirmar que tod@s hemos recurrido a la estrategia mencionada arriba. Felizmente no nos hemos visto en una situación tan dramática como la del holocausto.

No obstante, parece que estamos siendo testigos de una época particular en la que la identidad ha quedado totalmente relegada y olvidada.

Me contaba una amiga hace unos días, que había visto un documental de Corea en el que las jóvenes de 13 a 15 años pedían «a la carta» la cirugía plástica.

Ya no decían que deseaban hacerse una rinoplastia porque no les gustaba su naríz, sino que pedían que les hicieran la frente de fulanita, la naríz de zutanita, las mejillas de tal persona y la barbilla de equis. A ésto hay que sumarle el dolor al que se someten algunas para alargarse los huesos de las piernas para ser más altas.

No sé si vosotr@s no os habéis quedado impresionados, pero yo aún no puedo salir de mi asombro.

¿Qué le está pasando a la sociedad?

Parece que estamos entrando en una era en la que la famosa pregunta de «¿quién soy yo?» ha dejado de plantearse.

Ya no «soy yo», ahora «soy otr@».

Encuentro este cambio, no sólo dramático, sino peligroso.

Las sociedades las forman individuos, si estos individuos dejan de tener una identidad que les diferencie de los otros, ¿hacía dónde nos dirigimos?

Imagino que la sociedad se convertirá en un lugar conformado por clones.

Y la pregunta que me planteo es: «¿Quién determina el/los clones a seguir?»

¡Qué miedo!

En mi próximo artículo hablaré sobre el desapego.

(Imagen: mujeractual.pe)

¿Quién soy yo?

identidad

Por Clara Olivares

Seguramente en algún momento de nuestra vida nos hemos hecho esta pregunta.

Puede que hayamos intentado encontrar la respuesta a través de diversos caminos.

A lo mejor encontramos la respuesta, o, a lo mejor no. O, quizás aún la estamos buscando.

En cualquier caso, independientemente de los caminos elegidos, una cosa si es cierta: nadie puede vivir sin tener una idea (aunque sea precaria e imprecisa) de quién es.

Para ir construyendo esta idea es necesario que nos adentremos en tres áreas básicas: la familiar, la social y la profesional (o el oficio que nos define en este campo).

Si no sé de dónde vengo es muy difícil que llegue a saber quién soy. Esta dirección nos llevará a indagar en el pasado familiar.

Probablemente será necesario que averigüemos quiénes fueron nuestros abuelos y nuestros padres.

En algunas familias la memoria familiar no está muy clara ni es fácil acceder a ella.

Cabría preguntarse sobre qué bases fue construida la identidad familiar, en otras palabras, contestar a preguntas como: ¿Qué tipo de familia éramos? ¿Cómo nos veía el entorno? ¿Éramos aceptados?, o, por el contrario nos criticaban, etc.

¿Cuál era la mirada que tenía cada uno de los miembros de mi familia sobre nuestros orígenes? ¿Se percibía admiración, o, desprecio, o, vergüenza?

La respuesta que demos a cada una de estas preguntas nos marcará la dirección a seguir.

Todo grupo se crea y se construye alrededor de un mito: «somos los Pérez, los más inteligentes», o, «los más graciosos», o, «los más hábiles para los negocios»…

Da lo mismo que se trate de una familia, una pareja, una amistad o un partido político. El mito fundador (en la mayoría de los casos, inconsciente) es el núcleo alrededor del cual se fundamenta una relación.

Y, en este punto, es cuando «la puerquita torció el rabo», como reza el dicho.

En algunas ocasiones ese mito nace de una carencia.

Me explico: si, por ejemplo, una familia es tremendamente anodina y común, es necesario que se construya un mito que enaltezca y transforme esta carencia. Y entonces se crea el mito de un pasado familiar épico, noble, fuera de lo común para poder dotar a los miembros del grupo de una identidad fuerte.

Pero, desafortunadamente en este caso, se ha creado una leyenda sobre algo irreal.

¿Por qué? Os preguntaréis. Pues por la profunda necesidad de tener algo de valor al rededor de lo cual construirse identitariamente.

Ningún ser humano puede estructurar su identidad sobre algo negativo.

Este podría ser el nacimiento de un miedo: ¿y si el desfase que existe entre mito y realidad es demasiado grande? ¿Dónde queda mi identidad?

No olvidemos que el mito tiene una función: la de aglutinar a los miembros de un grupo y proveerles de identidad.

En ningún momento el mito es fiel a la realidad (o, por lo menos en la mayoría de los casos). Por eso es un mito.

El miedo surge de forma inconsciente porque, en algún lugar dentro de cada uno de nosotros, se «sabe» que lo que cuenta el mito, no se apoya en una verdad.

Entonces, ¿qué hago? ¿hacia dónde me dirijo? ¿y si resulta que las bases de lo que yo soy no existen?.

Este planteamiento me sugiere una imagen:¿recordáis esos programas sobre la naturaleza en los que un miembro de una manada se pierde y queda a merced de los elementos? Ha perdido el arropamiento y la protección que le da el hecho de «pertenecer» a un grupo.

Pareciera algo banal y anodino, pero por desgracia no lo es.

Pienso en esas personas que, para salvar su vida, han tenido que huir de una persecución, o, de un desastre natural, y, que de un día a otro, se encuentran despojadas de todo aquello que representaba su propia identidad: un idioma, un lugar geográfico, una etnia, un paisaje, una familia, un oficio, una pareja…

En otras palabras, el individuo está en un momento de gran fragilidad. Es más vulnerable a los arañazos y a las embestidas de la vida o de los otros. De la misma forma que sucedía con el individuo apartado de su manada.

Saber quién se es, o, dicho de otra forma, poseer una identidad, es, a la vez, algo muy frágil y al mismo tiempo algo muy poderoso.

Se «está» frágil, no se «es» frágil. Felizmente la identidad puede volver a construirse cuando resulta devastada.

Es importante acudir a las diferentes fuentes de las que se alimenta para nutrirse de ellas y reinventarse.

La vida es cambio y es movimiento. Nada permanece igual.

Sí, ésta idea a veces asusta, pero si conseguimos perderle el miedo, nos volveremos a inventar.

Así ha sido la historia de la humanidad, y, la humanidad está hecha de individuos, no lo olvidemos.

En mi próximo artículo hablaré sobre los buenos modales o la llamada buena educación

(Imagen:www.identidadrobada.com)