El desorden

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Por Clara Olivares

“el orden se define como todo aquello que funciona de determinada manera o la organización de elementos en determinado espacio, realizado por un individuo inteligente.”

La mente es maravillosa

¿Existe un desorden bueno y un desorden malo? En otras palabras, ¿uno aceptable y uno que no lo es?

Depende… en función de nuestra educación, nuestra forma de ser, nuestros objetivos, el tiempo de que dispongamos, nuestra cultura, las ganas que tengamos y un largo etcétera.

Digo esto porque los conceptos de orden-desorden son tan variados como lo son los seres humanos.

Lo que es orden para una persona, para otra puede ser desorden. Como dice la definición cada persona se organiza en función de sus propias necesidades.

Existen individuos que disponen su entorno de tal forma que parecería caótico y, sin embargo, si precisan de algo, lo encuentran inmediatamente. Saben en que lugar está cada cosa.

Y también los hay que disponen todo lo que les rodea de una manera sistemática y ordenada pero que son incapaces de encontrar rápidamente lo que buscan.

Y esto nos conduce al concepto de eficacia.

¿Es nuestro sistema de ordenar uno eficaz? ¿O por el contrario, no es operativo?

La manera que tenemos de organizar nuestro trabajo, nuestro horario o nuestra jornada nos dará una idea sobre lo apto que resulta éste a la hora de obtener los resultados esperados.

¿Responde a los objetivos que teníamos cuándo la diseñamos?

Si la respuesta es un si, quiere decir que nuestra forma de organizarnos es la adecuada. Pero, si es un no, quiere decir que, probablemente esa no es la idónea.

Yo tengo la teoría de que la manera en que nos organizamos ante cualquier tarea responde directamente a la forma en que discurre nuestro pensamiento. Así, la estructura de nuestro pensamiento se plasma en el modo en que nos organizamos.

Algunos teóricos hablan del desorden como de un mal hábito. Pienso que sólo en parte. He conocido a varias personas que no se han preocupado nunca de ordenar nada, ya que siempre ha habido alguien que se ocupaba de eso por ellos. A este fenómeno suelo llamarlo “la mano que limpia” ya que es invisible para el que la tiene.

Para mi, el orden está íntimamente ligado a la armonía y a la estética. Soy consciente de que es una percepción muy personal, aunque no creo que esté alejada del concepto en sí.

Me parece que cuando algo está ordenado, necesariamente es armónico y por lo tanto estético.

Y si voy más lejos, lo armónico es bello. Calma, apacigua, tranquiliza…

Como en muchas cosas, la rigidez es una mala consejera para una convivencia provechosa y pacífica. Es decir, que si nos ponemos muy rígidos con nuestra idea del desorden, podremos llegar a convertirnos es seres intolerantes.

Ya hemos visto que, como un individuo se organiza suele corresponderse con el orden lógico que rige su pensamiento y con sus necesidades.

Por eso creo que es muy importante ejercitar nuestra tolerancia ante el otro. A algunos les costará más y a otros menos.

En mi próximo artículo hablaré sobre la seducción.

(Imagen: www.cienciaciega.blogspot.com)

 

Todo lo que encierra un simple gesto

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Por Clara Olivares

Como muestra esta imagen, el gesto que tiene el hombre al ofrecerle un calzado a la mujer que está descalza, habla por sí mismo.

No sabemos si ella lo aceptará o no. Lo que me parece interesante de la imagen es su elocuencia.

Muchas veces nos hemos visto en una situación en la que alguien tiene un gesto similar con nosotros y, por diversas razones, lo hemos rechazado.

Nos sorprendería descubrir que ese gesto estaba lleno de cariño y de buenas intenciones y que esa persona no pretendía en ningún momento fastidiarnos, todo lo contrario.

Solemos rechazar esa propuesta o esa sugerencia, generalmente por nuestra incapacidad de ver más allá.

Nos quedamos enredados en corroborar si aquello que nos brindan es lo que queremos, o, lo que deseamos, o, si estamos de acuerdo o no, o si va en contra de nuestras creencias.

Y con esta actitud somos incapaces de traspasar la superficie y ver lo que hay detrás del gesto.

Nuestra ceguera nos impide ahondar en el gesto que ese alguien tuvo para con nosotros.

Al hacerlo, situamos inconscientemente el centro de atención en nosotros mismos y, de esta forma nos olvidamos de la otra persona.

Es más, llegamos a ser incapaces de pensar en cómo se ha quedado esa persona con nuestro rechazo: me atrevería a decir que básicamente triste.

Aunque no se lo dijéramos diréctamente, le hemos transmitido nuestra negativa.

Seguramente nos sucede lo mismo en otros ámbitos.

No sé si es una cuestión de un solipsismo exacerbado, es decir, la creencia de que todo gira a nuestro alrededor.

Esta actitud la observaremos más claramente en los niños y en los adolescentes (aunque de forma cada vez más frecuente, la vemos en muchos adultos inmaduros).

La pregunta pertinente que deberíamos plantearnos es ¿y por qué me ofendo?

Seguramente porque con ese gesto me he sentido atacado.

Valdría la pena ahondar en ese sentimiento: ¿qué hace que el gesto generoso y desinteresado de otro yo lo recibamos como un ataque?

Probablemente, en el fondo, nos hemos sentido cuestionados.

Cuando caemos en un funcionamiento radical en donde no admitimos un cuestionamiento, algo en nosotros no está funcionando bien.

Cuando nos posicionamos en ese extremo ante cualquier tema, ocupamos un lugar que nos hace ser excesivamente rígidos.

¿Por qué necesitamos aferrarnos a esa postura radical?

¿Miedo quizás?

Cuando adoptamos una postura rígida, valdría la pena preguntarnos qué es lo que nos lleva a ocupar ese lugar.

¿Quizás es eso a lo único a lo que podemos agarrarnos para sentirnos seguros? ¿Es la única forma de sentirnos confirmados en nuestras creencias?

Sin duda, hay momentos de nuestra vida en los que necesitamos aferrarnos a algo para poder sobrevivir.

Pero, una vez pasado el momento álgido, ¿qué hace que sigamos en ese lugar de una rigidez extrema?

Como refleja la sabiduría popular: un objeto que sea muy rígido si se cae se rompe. Lo mismo nos puede suceder a nosotros!

Intentemos echar una mirada a nuestras reacciones para detectar ante cual de ellas nos ponemos muy rígidos: la clave radicaría en determinar los temas en los que no admitimos un cuestionamiento.

Si después de revisar nuestras actitudes encontramos algunas en las que el cuestionamiento no tiene cabida, vale la pena ahondar en ellas.

Como diría Platón: «Conócete a tí mismo».

Lo importante es comenzar a conocerse, este es un camino que jamás va a estar recorrido por completo, ya que éste acaba con la muerte.

¡Opino que siempre vale la pena iniciarlo!

En mi próximo artículo hablaré sobre la necesidad de confirmación.

(Imagen: www.tripeord.com)

¿Cuál es mi vara de medir personal?

www.lautopiaesposible.blogspot.com.06.35

Por Clara Olivares

En más de una ocasión en nuestra vida nos hemos visto sacando nuestra propia vara de medir para evaluar a una persona o a una situación determinada.

Por lo general, no somos conscientes de que lo hacemos, pero el resultado siempre suele ser el mismo: clasificamos mediante un juicio.

El juicio que emitimos puede variar, es decir, ¿somos de los que utilizamos una medida para juzgarnos y otra bien distinta para los otros? ¿Quizás somos más indulgentes con nuestros pecados y más exigentes con el que está enfrente?

O, todo lo contrario: nos juzgamos de forma implacable a nosotros mismos, y somos laxos con lo que hacen los demás.

Como digo una y otra vez, solemos repetir de forma inconsciente aquello que aprendimos.

Puede que provengamos de un pasado en el que se nos exigía ser perfectos (de forma explícita o implícita) y crecimos albergando el miedo inconsciente de que «jamás íbamos a dar la talla».

Y fruto de ese miedo, generalmente, nace una auto-exigencia descomunal, incluso una que raya en la inhumanidad.

Y yo digo, ¿ser tan duros con nosotros mismos no nos despierta un poquito de compasión?

Ay! La exigencia… ésta siempre suele albergar dos caras: una, la que puede ser implacable y que no admite la compasión y la otra, aquella que mide con un rasero a los otros y con otro a mí mismo o, a ciertas personas.

En el caso de la compasión, ésta es extensible a otr@ como a mí mism@.

Entre mayor sea el miedo que albergamos, más rígidos o más exigentes nos ponemos.

Llegando incluso a tener actuaciones absurdas, o, a ver cosas donde no las hay. Como, pensar que un gesto cualquiera puede significar que ese otro está enamorad@ de mí por ejemplo, o, todo lo contario, que me odia.

En la mayoría de los casos, suele existir una ceguera ante la vara de medir que se usa consigo mismo respecto a la que se utiliza con otro.

El caso típico es aquel en el que unos padres enamorados de su hij@, son incapaces de apreciar que algunas de las cosas que ese chiquill@ hace son actos de la más pura mala educación.

Ven como «adorable» aquello que el mundo exterior califica de «insoportable».

Sería interesante hacer un ejercicio: ¿cómo he operado yo respecto a la vara de medir que aplico?

¿Utilizo la misma conmigo y con los demás?

Existen casos en los que, pasado el tiempo, continuamos descalificando a otra persona, aunque el suceso que desencadenara el juicio que emití haya sucedido hace mucho tiempo.

¿Qué nos está sucediendo, que hace que para nosotros no corra el tiempo?

Es como si nos hubiéramos quedado anclados en un pasado permanente.

Y si lo analizamos hoy, nos podríamos plantear las siguientes preguntas: ¿fué realmente tan despreciable o tan grave ese acto?, ¿Cuáles eran las circunstancias de esa persona para que actuara así?. Desde ese momento a la actualidad, ¿ha cambiado esa persona?

Por lo general, en el caso de ser implacables, solemos serlo tanto con uno mismo como con el otro.

¿Qué estoy deseando demostrar por todos los medios? y ¿a quién?

Resulta útil observar los indicativos que arrojan las actuaciones puntuales en nuestra vida.

Es el caso de algunos padres y madres que piensan y creen que si le ponen algún tipo de límite a su hij@, van a dejar de ser «enrollados» a los ojos de ellos.

Y nada más lejos de la realidad. Un niñ@ necesita que el adulto le marque un límite, sino, crecerá perdido e inseguro.

Recuerdo lo que decía una madre que tenía una hija pre-adolescente: «dentro de poco va a comenzar a odiarme sin ninguna razón. Pues yo ahora le voy a dar un motivo real para que me odie».

Bueno, tampoco hay que pasarse… como reza el dicho popular: «ni tan cerca que queme al santo, ni tan lejos que no le alumbre».

Lo cierto es que, independientemente de la edad que tengamos, somos sensibles al juicio favorable o desfavorable que el mundo exterior tenga de nosotros.

Existen parcelas en las que este juicio juega un papel decisivo y otras en la que este juicio es más relativo.

Imagino que la importancia que le demos, dependerá de los aspectos que se pongan en juego en cada circunstancia.

No será la misma si de ese juicio depende o no nuestra supervivencia. Y no me refiero exclusivamente a la supervivencia física, la psíquica es igual o más importante.

Lo que si puedo afirmar, es que, en la medida en que vamos madurando, el juicio que otro pueda llegar a emitir sobre nosotros, deja de ser tan  trascendental y se va convirtiendo poco a poco en algo más relativo.

 En mi próximo artículo hablaré sobre la des-información y el poder.

(Imagen: www.lautopiaesposible.blogspot.com)

Ser o no ser: ¿es posible?

(Por Clara Olivares)

Aunque parezca un chiste que utiliza una expresión de Shakespeare para hacer un juego de palabras, la realidad es que de gracioso no tiene nada.

Es más, a veces resulta verdaderamente dramático el intento de tantos seres humanos que desean desesperadamente ser, es decir, poder expresar libremente lo que piensan y sienten, así como hacer lo que estiman que va en concordancia consigo mismos.

Bien sea por impedimentos familiares o sociales, la posibilidad de ser uno mismo no siempre resulta tan evidente. En algunos casos, serlo puede llegar a ser completamente inadecuado o inaceptable para el medio.

Me parece importante señalar la diferencia que existe entre una estrategia de supervivencia y una negación del otro.

Las consecuencias que acarrean estas dos opciones son muy diferentes entre sí. En el primer caso, se consigue una adaptación del individuo al entorno y en el segundo se produce una devastación psíquica que probablemente impedirá la sana construcción del soporte identitario del sujeto.

Para poder sobrevivir en cualquier ámbito es necesario que cada uno de nosotros fabrique un «otro yo» que le permita ser aceptado e incluido en la familia o en la sociedad.

Hablaríamos entonces de una «estrategia de supervivencia», sana y necesaria por otra parte.

¿Pero que pasa cuándo los intentos por mostrar lo que uno es resulta imposibles? ¿Qué pasa si cada vez que alguien se expresa recibe una descalificación sistemática del medio?

Los padres, de forma consciente o inconsciente, albergan expectativas frente a sus hijos: desean que desarrollen tal o cual profesión, que consigan el éxito en equis campo, que se casen, que tengan hijos… etcétera.

¿Y si esas expectativas no coinciden con el deseo, con las aspiraciones y las preferencias del hij@?

Puede suceder que se trate de una familia flexible y respetuosa en la que la diferencia está permitida y ésta pueda llegar a tener un lugar. Así por ejemplo, un padre que deseaba que su hij@ fuera médic@, choca con lo que él/ella quiere ser, por ejemplo, bailarín.

Esta opción no se acerca ni por asomo a la expectativa de ese padre, sin embargo éste acepta y reconoce que si ese es el deseo de su hij@ y que además éste posee cualidades para desarrollar ese oficio, le apoya y le anima.

Pero si ese hij@ se encuentra en el seno de una familia o de una sociedad rígida en la cual no está bien vista su decisión, entonces comienzan los problemas.

Tanto para la familia como para el hijo. Nadie sale indemne.

Si alguien le niega sistemáticamente a otro el derecho que tiene éste a ser diferente y a existir, la construcción de ese soporte identitario del que hablaba más arriba, no va a ser posible.

¿Por qué? Porque todos necesitamos de la mirada del otro para poder saber quienes somos. Si el entorno nos devuelve una mirada valorizante, entonces sabremos que poseemos aspectos positivos que son admirables, que tenemos cualidades y que nuestras características personales poseen valor.

Si por el contrario la mirada que recibimos es descalificatoria, es decir, el conjunto de elementos que hacen que yo sea Pepe o María es inadecuado o es inaceptable, la imagen que tendremos de nosotros mismos será muy pobre y no será válida para construir alrededor de ella nuestra identidad.

Una forma de descalificar a otro, muy utilizada por lo demás, es la de emitir un juicio sobre lo que el otro es. El juicio valora al sujeto y lo aboca exclusivamente a dos salidas: aceptable o inaceptable.

Puede que si al tercer juicio (por poner un número) la persona sigue obteniendo un resultado de «soy inaceptable o inadecuado», entonces lo que probablemente sucederá es que esta actitud favorezca la creación de «otro yo» que obedezca a las expectativas del entorno para conseguir convertirse en un ser aceptable y adecuado.

Esta situación es especialmente dramática en edades tempranas durante las cuales el individuo está en un «proceso de formación».

No es posible construir una identidad sobre un elemento negativo.

Y si ese «otro yo» es diametralmente opuesto a lo que una persona es, las consecuencias a nivel psíquico pueden llegar a ser desastrosas.

Por eso es tan importante ser muy cuidadosos para no emitir juicios sobre otro, ya que el hecho de enjuiciar significa dar una aprobación o una desaprobación sobre lo que ese otro es.

Me pregunto si en el fondo y de forma inconsciente, quien enjuicia no se coloca en un lugar de superioridad frente al que tiene enfrente y le transmite sutilmente su desprecio, quizás en un intento inconsciente de compensar el daño que le causaron en algún momento de su vida y así «sanar» la herida que tiene.

Sentirse juzgado por alguien puede llegar a ser verdaderamente antipático, éste juicio va a desencadenar rabia y resentimiento producidos por la negación de que son objeto estas personas.

La persona que emite el juicio quizás haya padecido en su infancia la misma descalificación que luego aplica con el otro.

Existen muchas formas para transmitirle al otro una crítica sin dañarle.

Puede que muchos padres, abuelos y hermanos no se den cuenta de la importancia que sus comentarios pueden llegar a tener en el desarrollo emocional y psíquico de un ser humano.

Felizmente nunca es tarde para aprender y reconocer a otro siempre es posible.

El desafío sería el de plantearse qué camino tomar: ¿Despierto mi curiosidad por el otro y descubro quien es?, o, ¿Me dedico a enjuiciarle y le clasifico en el grupo de los aceptables o en el de los inaceptables?

La semana próxima hablaré sobre la envidia y los celos.

(Imagen: www.people.tribe.net)

Conclusiones: los beneficios de la educación culpabilizante

(Por Clara Olivares)

«Si se hace una clasificación burda de la culpabilidad en relación con los problemas mórbidos, ¿por qué no se arregla igualmente lo que se ha vivido desde el punto de vista afectivo e íntimo, la indignación, el amor, el gozo y la alegría? Escribe Jean Delumeau en «El pecado y el miedo. La culpabilización en Occidente entre los siglos XIII y XVII», París, Fayard, 1994″

Comparto la idea de Delumeau, pero para llegar a ese punto hay que «empezar por el principio».

Y el principio consistiría en darse permiso a uno mismo para que la duda entre en el sistema, es decir, que pueda cuestionarme a mí mism@.

«Para conseguir esos fines, la educación utiliza las disposiciones previas del niño para culpabilizarse en diferentes terrenos y bajo diferentes formas

Estoy completamente de acuerdo con Neuburger cuando afirma que todos somos culpables (artículo de la semana pasada).

Valdría la pena preguntarse cuál estilo de culpabilización es el que prima en nuestra vida.

Lo planteo, ya que se suele recrear el mismo esquema de culpabilización al que fuimos sometidos en la relación de pareja o en la de amistad cuando somos adultos.

«En efecto, es gracias a que hemos recibido una culpabilización de tipo paterno que hemos adquirido el sentido de la justicia, del bien y del mal, así como el aprendizaje encaminado a mantener la palabra dada y a comprometernos».

«Así mismo, gracias a que la madre o sus sustitutos amenazaban con retirarnos su afecto, sabemos que es amar y ser amado«.

«Y debido a que fuimos culpabilizados al ser acusados de egoístas, de no tener en cuenta al otro, aprendimos a ser solidarios, a compartir y a fraternizar.»

«La culpabilización conlleva así mismo una reflexión sobre la libertad que tenemos de utilizar nuestro cuerpo y sobre sus límites: sexo, masturbación, drogas, alcohol, tabaco (actualmente se culpabiliza mucho el hábito de fumar).»

«También invita a reflexionar sobre lo que cada uno de nosotros debe tener o no como creencias, como opiniones, como saber, como pensamientos. ¿Tengo el derecho a pensar de forma diferente a mi propia madre? se pregunta el niño.»

La forma de culpabilización a la que estuvimos expuestos ha formado parte integrante de lo que somos y en lo que nos hemos convertido.

En otras palabras, ha venido a formar parte de nuestra estructura psíquica. Somos el conjunto resultante de las características que nos son propias, de la herencia familiar y social así como la particularidad que ha marcado la época en la que nacimos.

«Es una reflexión sobre el futuro: ¿qué se espera de mí? a nivel de mis ambiciones, de mi profesión».

«Partiendo de estas hipótesis, todos los factores culpabilizantes entran en juego, en un sentido o en otro. Existen familias en las que uno no puede ser otra cosa diferente a un político, y existen familias en las que serlo se considera casi una traición».

Insisto: ¿cuál es la ingerencia que mi familia tiene en mis decisiones y cuál es mía? ¿Qué me hizo tomar tal o cual decisión y no otra?

«Los fenómenos de culpabilización familiar y social juegan un papel importante en la elección de los propios objetos sexuales: escoger entre la homosexualidad o la heterosexualidad, y en especial en la elección de la pareja.»

Permitir que la duda entre, consigue que se pueda separar de forma consciente aquello que me pertenece, qué es mío, de lo que no lo es.

Y este ejercicio abre el camino hacia la libertad (o por lo menos a ir despejando el camino para llegar a ella).

«Se trata de una culpabilización vital y necesaria porque ella va a marcar un límite y este límite es susceptible de ser transgredido«.

«La culpabilización nos estructura. Ella ofrece una especie de pilar mítico que crea una serie de convicciones sobre lo que está bien o está mal, sabiendo que nuestro libre albedrío funcionará mejor si disponemos de puntos de referencia claros para decidir si los seguimos o si los transgredimos.»

Es importantísimo que se haga consciente la noción de límites, sin ellos no es posible que se lleve a cabo una construcción psíquica interna.

Si éstos no existen o son demasiado rígidos, nos moveremos en la vida ciegos, sin comprender muy bien de dónde proviene nuestro malestar ni del porqué de las reacciones que tienen las personas que están a nuestro lado en relación con nosotros.

La transgresión de esas fronteras siempre trae consecuencias, bien sea para nosotros mismos o para otros.

«Esta culpabilización educativa o la educación culpabilizante, influye igualmente en el tipo de relación que establecemos con el otro: altruísta, egoísta, etc.»

«… la educación es la transmisión del mito familiar y el mito social de una época determinada. Este conjunto va a construír una neurosis normal, es decir, aquella que hace que un individuo se haga preguntas«.

Preguntémonos si era posible o no cuestionar nuestro entorno, más específicamente a nuestros padres y a nuestra familia.

¿Qué consecuencias traía ese cuestionamiento? A mayor fragilidad menor espacio para la duda, es decir, entre más frágil esté una familia o un individuo, menor será la posibilidad de cuestionarle nada. En muchos casos esta fragilidad viene dada por el miedo.

«No hay que olvidar las ventajas y las desventajas que la culpabilización conlleva si se aplica en exceso o en defecto, es decir, si se centra exclusivamente en una sola técnica, puede igualmente tener efectos patógenos dando lugar a neurosis, fobias, inhibiciones y síntomas.

Neuburger expone de manera clara y contundente las consecuencias que conlleva una culpabilización demasiado laxa o demasiado estricta.

El hecho de poder ir identificando elementos de nuestra propia historia nos aportará una información muy valiosa sobre lo que somos. La información desemboca en la comprensión y ésta en la apertura de la consciencia.

«Resumiendo: para alguien para quien la culpabilización paterna es la que está más presente, diría: quiero ser respetado. La culpabilización materna, expresaría: quiero ser amado, y la fraternal: quiero ser apreciado, estimado y reconocido.»

«Nace así la pregunta, ¿pero estas personas son capaces de escuchar al otro, de interesarse verdaderamente por él, de amarle?«

Y con éste planteamiento se iría al siguiente paso: ya tengo identificado el tipo de culpabilización en el cual crecí, y ahora, ¿qué hago con ello?

Decidir qué me apetecería hacer con esta información. Puedo utilizarla para dominar a otros, o, puedo utilizarla como punto de partida para un viaje personal hacia la consciencia.

Me parece que lo importante es que seamos nosotros quienes tomemos la decisión. Quizás en el pasado no tuvimos la oportunidad de elegir pero hoy sí.

«Porque mostrar interés por el otro cobra sentido cuando se obtiene con la reciprocidad aquello que cada uno espera. Por ejemplo, yo amo en el otro su capacidad  para demostrarme, mediante su testimonio, que me respeta, o, que me ama, o, que me da un reconocimiento.»

«En el primer caso (vía paterna) las personas con este tipo de culpabilización aman a la familia, el segundo grupo (vía materna) aman a la pareja y el tercero (vía fraternal) aman los grupos asociativos no importa de qué índole sean.»

La clave radica en la pregunta: ¿con que técnica estoy funcionando hoy? Si comprendo de dónde vengo podré entender lo que ahora soy y decidiré hacía dónde me quiero dirigir.

Encuentro el viaje de inmersión fascinante y por el hecho de emprenderlo vale la pena estar vivo. ¿No os parece?

En mi próxima entrega hablaré sobre el deseo.

(Imagen: www.blogs.periodistadigital.com)

 

Marcar límites: una necesidad vital

(Por Clara Olivares)

Soy consciente de que me he metido en un tema difícil y espinoso. He de confesar que pasó mucho tiempo antes de que llegara a comprender del todo el concepto, quizás porque mi propio aprendizaje se llevó a cabo dentro de un contexto en el que había una total ausencia de límites.

Me parece que nunca nos llegamos a imaginar lo indispensables que pueden llegar a ser. Es más, muchas veces ni nos enteramos en qué consisten y porqué son tan necesarios.

Pero la buena noticia es que de forma inconsciente los establecemos (en la mayoría de los casos).

Sin ellos no es posible para un individuo la construcción de su propia identidad. Es gracias a su existencia que un ser humano puede construirse un soporte identitario alrededor del cual apoya su ser, en otras palabras, llega a saber quién es.

Un límite es ese punto en el que se dice: hasta aquí puedes. Normalmente es el otro quien se lo marca a uno y es gracias al intercambio que genera una relación que se lleva a cabo esa construcción.

Hablo de TODAS la relaciones posibles: entre padres-hijos, con los amigos, los parientes, la pareja, etc. Y por supuesto, consigo mismo.

Sin la presencia de un límite es imposible establecer y construir una relación verdadera con otro. Y hablo de una relación que, con el tiempo, se llega a convertir en un apoyo, en una pertenencia y que, además, contribuirá al crecimiento mutuo.

Decir sistemáticamente que no o prohibir algo, no es poner un límite. Y me parece que a veces se confunden estos conceptos.

Cuando el otro nos transmite el mensaje de: ésto te lo permito, ésto no, o, ésto lo acepto y ésto no, etcétera, nos está marcando un límite. Ya sabemos hasta donde podemos llegar con esa persona.

Imaginaros por un momento que circuláis por una autopista en la que no existe ninguna señal: ¿cómo sé que estoy circulando en el sentido correcto y así evitar tener un accidente? ¿Y si voy a una velocidad mayor de la que permite el diseño de la carretera y me desbarranco? ¿Cómo me entero? ¿Cómo sé que se aproxima una curva cerrada?

Así sucede en las relaciones interpersonales. Si no se marcan los límites no podemos saber cuáles son las reglas del juego para poder aprenderlas.

Cuando existe una ausencia de límites, reina el caos. Siempre su inexistencia pasa una factura, así como también la rigidez.

Se puede pecar de exceso o de defecto. O nos quedamos cortos (ausencia) o nos pasamos (rigidez).

Mensajes del tipo: todo vale, o, nada está permitido, ilustran los extremos en que se puede caer.

Un ejemplo que muestra este tipo de funcionamiento es cuando un niño pequeño (y no tan pequeño) tiene una pataleta y el adulto no hace nada. Los que observamos desde fuera el espectáculo nos subimos por las paredes y normalmente comentamos: ese crío se merece una palmada.

Una reacción por parte del adulto que sirva para marcarle un límite a ese niño le está enviando un mensaje que diría: hasta aquí puedes seguir la pataleta, no te permito continuarla. Si le establece un límite, observará atónito que el niño se calma. Éste ha aprendido qué puede hacer y qué no, ya lo sabe. Y es precisamente ese conocimiento el que le permite calmarse y estructurarse internamente.

Porque el no saber hasta dónde se puede llegar (en otras palabras, aprender las reglas del juego) genera una angustia devastadora. Todos los seres humanos necesitamos que nos pongan límites.

Me pregunto si la parálisis que observamos en algunos adultos no proviene del miedo de marcar un límite claro. Miedo a no ser un padre/madre «enrollado o cool», o, a pensar que el otro va a dejar de admirarlo o de quererlo, o, pensar que «qué va a pensar de mí», etcétera.

En el caso de la relación con otro, lo dramático es que sino existen límites, nunca se llega a comprender qué pasa. Es como intentar jugar un juego nuevo sin un manual de instrucciones.

Y como señalo más arriba, el hecho de sobrepasar los límites personales también pasa una factura.

Todos poseemos un límite físico, emocional e intelectual. Cuando se sobrepasa cualquiera de ellos, se enferma, se tiene un ataque de furia o se disparan una serie de ideas catastróficas, por ejemplo.

El inconsciente y el cuerpo son sabios y mandan mensajes sutiles que informan cuándo se han sobrepasado los límites personales.

Los traspasamos por un sinnúmero de razones, la inmensa mayoría proviene del tipo de aprendizaje que hicimos en nuestro entorno familiar.

Podemos venir de una familia en donde se exigía demasiado, o de una en donde nunca era suficiente, o de una que descalificaba sistemáticamente, o de una en donde no había límites

Quizás lo importante es tener presente que el aprendizaje que hicimos es el que es, en el pasado hicimos lo que pudimos e intentamos comprenderlo, pero HOY sí podemos hacer algo.

Esa perspectiva permite dos cosas: una, a ser más compasivos e indulgentes con los pecados ajenos y con los propios, a dejar de ser tan rígidos y, dos, a que lo podemos cambiar, podemos construir otra realidad.

No sé a vosotros, pero a mí me llena de esperanza.

Y continuándo esta reflexión, el próximo artículo tratará de un tema diréctamente asociado con éste: la violencia.

(Imagen: www.skacat.com)