La honestidad

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Por Clara Olivares

La honestidad (De latín honestĭtas, -ātis1 ) o también llamado honradez, es el valor de decir la verdad, ser decente, recatado, razonable, justo y honrado. Desde un punto de vista filosófico es una cualidad humana que consiste en actuar de acuerdo como se piensa y se siente. Se refiere a la cualidad con la cual se designa a aquella persona que se muestra, tanto en su obrar como en su manera de pensar, como justa, recta e íntegra. Quien obra con honradez se caracterizará por la rectitud de ánimo, integridad con la cual procede en todo en lo que actúa, respetando por sobre todas las cosas las normas que se consideran como correctas y adecuadas en la comunidad en la cual vive.

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En otras palabras, ser consecuente.

Y en la mayoría de las ocasiones no lo conseguimos

Fácil no resulta, ni mucho menos. Lo importante es no cejar en nuestro empeño.

 Se supone que una persona madura es aquella en la que su manera de pensar, sentir y actuar es la misma.

 Como reza el dicho: «obras son amores y no buenas razones«. Ya lo he dicho en otros artículos, las palabras se las lleva el viento, lo que cuenta y queda son los hechos.

Si conseguimos llegar a ser consecuentes y demostrar con hechos aquello que es lo correcto hacer, ya tenemos ganada la partida.

Otro tema es lo que nuestro corazón siente.

A veces, lo que deseamos hacer no es lo más adecuado ni lo más correcto.

Entonces, ¿seguimos el dictado de nuestro deseo, o no lo hacemos?

 Este es el eterno dilema que se nos plantea.

Seguramente, todos nos hemos encontrado alguna vez en esa tesitura. ¿Qué hacer?

Personalmente, yo he seguido las indicaciones de mi corazón, y, me atrevería a decir que, siempre esta decisión me ha dejado en paz conmigo misma.

Imagino que cada persona tomará una decisión en función de la escala de valores que rija su vida. La cual no tiene que coincidir necesariamente con la nuestra.

Me parece que la honestidad la debemos aplicar, en primera instancia, con nosotros mismos. Dejemos de contarnos historias que tomamos como reales cuando no lo son.

 Intentemos decir la verdad, aunque nos cueste. Pero también es cierto que también tenemos que ser muy ciudadosos para no dañar con nuestras palabras.

Es todo un arte, y como tal, requiere de un equilibrio para sopesar todas las variables y elegir aquella que es la más adecuada.

Para Confucio, la honestidad era uno de los valores y uno de los componentes de una personalidad saludable.

Esto implica un compromiso interno para respetar la verdad.

Así mismo, seremos bondadosos al no anteponer nuestro propio interés al de otros. Es decir, prevalecerá lo que es justo.

En mi próximo artículo hablaré sobre la fidelidad.

(Imagen: wwwr.reflexionesdiarias.wordpress.com)

 

Cuando la sinceridad es un caramelo envenenado

(Por Clara Olivares)

Si repasamos un poco la historia de la humanidad veremos que se han cometido atrocidades y atropellos en nombre de «Dios», o, de «la Verdad».

Es triste, pero la historia se sigue repitiendo una y otra vez, perece que jamás aprenderemos.

El artículo que escribo hoy nace del mismo principio: en nombre de la «sinceridad» algunas personas destilan su agresividad, su mala conciencia y su mala educación.

Es un término que utilizado como argumento de apertura en una charla hace que el otro baje sus defensas y crea que es sincero lo que va a escuchar.

Desafortunadamente, no siempre es así.

Algunas personas se amparan en ese término para dañar al otro, puede que de forma consciente, o, de forma inconsciente.

Y uno se pregunta: ¿por qué y para qué lo hacen? ¿se dan cuenta de su actuación?

Yo me atrevería a afirmar que, en la mayoría de los casos, ni se enteran!

Si interrogáramos a alguna de esas personas y le preguntáramos si considera que podría tener un poco de «mala leche» con su comentario ya que éste quizás vaya cargado de veneno, nos miraría extrañad@ y pensaría: «con lo buen@ y estupend@ que soy, esta persona está loca…»

Puede que ante la evidencia, comience a anidar en él/ella la duda, o, puede que no sea así. Como dicen en mi pueblo: «no hay mejor estrategia que una cara de idiota bien administrada».

Como siempre, depende de la consciencia que una persona posea y/o del deseo real que tenga de poseerla.

No todo el mundo se quiere mirar en el espejo y están en su legítimo derecho  de no hacerlo.

Pero encuentro moralmente reprochable causar daño a otro, ya sea de manera consciente o inconsciente. Si es consciente, estamos frente a alguien muy retorcido, y, si es inconsciente pero otro se lo hace ver, YA ha sido informado y es difícil que lo ignore.

Lo que he observado es que este tipo de personas, por la razón que sea, no han querido o no han podido desarrollar su consciencia. Abrir la caja de Pandora produce miedo. Si se destapa no sabes con qué te puedes encontrar.

Y hay personas que optan por mantenerla cerrada, por si acaso.

Y no las culpo, seguramente encontrarán tesoros pero también verán sus propios demonios.

Pero lo que he visto es que existe un tipo de persona que al obrar mal con otro y realizar o decir cosas que «saben» que no son correctas, comienzan a sentir un malestar que es incómodo y del cual se quieren librar lo antes posible.

El malestar lo produce aquello que de pequeños nos enseñaron que se llamaba «la conciencia», «Pepe Grillo», «hacer lo correcto», etc.

Todos sabemos en el fondo de nuestro corazón cuándo hemos obrado correctamente y cuándo no. No nos engañemos.

Otra cosa es que lo admitamos. Y menos aún ante nosotros mismos.

Puede que el tipo de persona del que hablo, haya hecho, o, haya leído, o, haya dicho algo que sabe que no era lo correcto y, para deshacerse del malestar que éste hecho le causa, literalmente lo «vomita» encima de la persona que ha agraviado.

Y es en ese instante en que enarbolan la bandera de la sinceridad para depositar en ese otro su desazón y así quedarse «tranquil@s».

Qué feo es, cierto?

Y resulta que es más frecuente de lo que imaginamos.

El problema con estas personas puede ser que se niegan a crecer, es decir, quieren continuar siendo unos niños que no asumen las consecuencias de lo que hacen o dicen, en otras palabras, no desean asumir su propia responsabilidad en sus relaciones.

Suelen comenzar a decir que van a dar su opinión (aunque nadie se la haya pedido) para disparar su agresividad y su mala educación.

Desde luego no aplican lo que en otro tiempo se llamaba «mano izquierda», «delicadeza», «tacto». Hoy en día a esto mismo se le llama «asertividad».

Consiste en «ponerse en los zapatos del otro», ni más ni menos. ¿Cómo me sentaría a mí que alguien me diga esto? ¿Me enfadaría? ¿Me dolería?, etc.

Ya en otros artículos hablo sobre la manera de decir las cosas sin dañar. Me parece que es bueno recordarlo: ser sincero no tiene nada que ver con ser agresivo.

Probablemente la agresividad la esconden bajo una forma amable y honesta llamada sinceridad.

Hay muchas formas de decir cosas duras sin necesidad de dañar al otro. Podemos decir: «te favorecía más el peinado que tenías antes» a: «con ese corte de pelo te ves horroros@».

La llamada «buena educación» es, sencilla y claramente, ser asertiv@, en otras palabras, ponerse en los zapatos del otro.

Cierto es que, algunas veces hemos sido agresivos con otra persona, quizás un amig@, o un tercero que nada tenía que ver con nuestro enfado. Ése no es el problema: lo importante es darse cuenta y reparar el daño que hemos causado.

Cuando podemos hablar desde nuestro corazón no dañamos. Decirle a alguien: «me siento como un completo idiota por…, discúlpame», es un argumento que nadie puede rebatir.

¿Por qué no intentamos convertir en más amables las relaciones con las personas que están a nuestro alrededor? ¿Y si nos miramos a ver si estamos siendo agresivos y no nos damos cuenta?

A lo mejor así, poquito a poquito, este mundo va dejando de ser un lugar despiadado e inhumano.

En mi próximo artículo hablaré sobre las pérdidas y la necesidad de atravesar un duelo.

(Imagen:www.heraldodeoregon.wordpress.com)