La belleza

La venus del espejo

Por Clara Olivares

Hablar de la belleza no resulta tan fácil como pareciera. En primer lugar, porque estamos ante un concepto, una idea muy personal y en segundo lugar, porque ese criterio ha sufrido variaciones enormes a lo largo de la historia.

Esta particularidad hace que nos sumerjamos en el territorio de lo abstracto. Pensamos en ella y aunque es algo real, al mismo tiempo es algo intangible que huye de nuestra cabeza y que se escapa muy fácilmente.

Quizás el querer abarcar muchos y variados aspectos, hace que la idea que tenemos de ella a veces se nos escape entre los dedos al igual que un puñado de arena.

Si le habláramos a una persona que vivió en el siglo XVIII sobre los cánones que rigen este concepto en el siglo XXI, quizás se muriera de la risa, o, pensaría que estamos locos. Sería complicado que comprendiera que lo que nosotros consideramos bello, para ella, a lo mejor, sería algo feo y sin valor.

No es mi intención en ningún momento la de escribir algo muy sesudo (para eso están los expertos). Sólo quiero hablar sobre lo que el concepto me despierta.

Este tema está fuertemente influido por el aspecto social, pero las preferencias personales no siempre están en consonancia con lo que el gran público considera bello.

Como muchas cosas en esta vida, es el cuerpo, en última instancia, el que expresa lo que habita en el alma. Puede tratarse, por ejemplo, de una habilidad como la pintura, la música o la escultura o, de una cualidad, como la nobleza, la generosidad o la ausencia de maldad.

Lo que es evidente es que el cuerpo refleja la vida que alguien ha tenido, así como también lo que lleva en el alma.

Un ejemplo muy claro de ésto es el guitarrista de los Rolling Stones, Keith Richards. Se puede leer en su cara y en su cuerpo quién ha sido y quién es. Su historia está escrita en su aspecto físico.

Me llamó la atención un programa que emitieron en la televisión sobre este tema. Hicieron un estudio en el que mostraban a un grupo de personas unas fotos de hombres y mujeres de diferentes razas, con distintos colores de piel y de ojos, variadas formas de labios, etc. con el objetivo de determinar qué es lo que hace que alguien sea considerado bell@ y concluyeron que la mayoría de los encuestados encontraban hermosos los rostros que eran simétricos y armónicos.

Y, una vez más, nos encontramos frente a un concepto. Armonía significa equilibrio, de una música, de una cara, de un cuerpo, etc.

De entre todas las definiciones que encontré, la cualidad de la belleza que me resultó más ajustada a mi idea fue la de la armonía.

¿Por qué? porque cuando no hallo un equilibrio entre el aspecto físico y el intangible en una persona, no se produce la armonía que hace que, a mis ojos, resulte bell@.

Podemos encontrar muchos hombres y mujeres con un físico «hermoso», es decir, aquel que coincide con los cánones sociales correspondientes a la época en que se vive, pero no por ello son personas bellas.

Aunque posean un físico reconocido como bello, es imposible separar el aspecto que deja traslucir el contenido de su alma (o su psíquis, o su corazón, o su espíritu).

Observando a l@s model@s en los desfiles de moda, me llamó la atención que lo que atrae nuestra mirada es la ropa, no las personas. Seguramente, quién hace el casting escoge precisamente a aquellas cuyas características no compitan con lo que visten.

Aunque también nuestra forma de vestir habla de nosotr@s.

Así mismo, la idea de belleza se va transformando con la edad. Lo que nos resultaba atractiv@ a los 20 no es lo mismo que a los 40.

Y, menos mal. Si no que caos y que aburrimiento saldrían de esa combinación.

Lo que me interesa señalar, es que, cuando se va envejeciendo, por lo general, el físico se va marchitando: la piel deja de estar tersa, las carnes se vuelven flácidas, nos llenamos de arrugas y de canas, los atributos sexuales como el pecho, las nalgas, el pelo, etc., se «caen»… es decir, nuestro físico deja de ser portador de belleza.

¿Y qué queda? Afortunada o desafortunadamente, se refleja en nuestra cara y en nuestro cuerpo de forma irremediable aquello que alberga nuestro corazón y la historia de nuestra vida.

De alguna manera se comienza a hacer evidente lo que realmente somos y cómo hemos vivido.

Si por el camino nos fuimos amargando, en la madurez se nos pondrá una expresión de desagrado en la cara; o, por el contrario, si conseguimos amansar a ese potro encabritado que se rebelaba ante cualquiera que intentara ensillarle, nuestra expresión será pacífica, por poner sólo dos ejemplos.

Cuando nos encontramos con alguien la primera vez, se percibe cómo es su vida interior.

A veces utilizamos términos como «hermos@», «bell@» para describir las cualidades del alma de una persona.

Estamos hablando de una actuación o de su aspecto físico para decir que lo que hace, dice o piensa es lo justo, lo correcto o lo bueno. Es entonces cuando le catalogamos como una persona bella.

Sería interesante que observáramos durante un rato la imagen que nos devuelve un espejo y nos preguntáramos qué pensaríamos sobre la persona que estamos viendo.

¿Nos gusta?, ¿la rechazamos?, ¿nos resulta antipática?, ¿la encontramos hermosa?, ¿qué aspecto de nosotr@s ha adquirido más relevancia?

Las respuestas que nos diéramos reflejarían cómo nos sentimos en nuestro cuerpo.

Y, mientras sigamos vivos, podremos modificar aquello que no nos agrada.

Creo firmemente que la vida es enormemente generosa y que siempre nos ofrece más de un oportunidad para cambiar.

La próxima semana hablaré sobre la sexualidad.

(Imagen: «La Venus del espejo», Diego de Velázquez. National Gallery, London)

 

 

¿Quién soy yo?

identidad

Por Clara Olivares

Seguramente en algún momento de nuestra vida nos hemos hecho esta pregunta.

Puede que hayamos intentado encontrar la respuesta a través de diversos caminos.

A lo mejor encontramos la respuesta, o, a lo mejor no. O, quizás aún la estamos buscando.

En cualquier caso, independientemente de los caminos elegidos, una cosa si es cierta: nadie puede vivir sin tener una idea (aunque sea precaria e imprecisa) de quién es.

Para ir construyendo esta idea es necesario que nos adentremos en tres áreas básicas: la familiar, la social y la profesional (o el oficio que nos define en este campo).

Si no sé de dónde vengo es muy difícil que llegue a saber quién soy. Esta dirección nos llevará a indagar en el pasado familiar.

Probablemente será necesario que averigüemos quiénes fueron nuestros abuelos y nuestros padres.

En algunas familias la memoria familiar no está muy clara ni es fácil acceder a ella.

Cabría preguntarse sobre qué bases fue construida la identidad familiar, en otras palabras, contestar a preguntas como: ¿Qué tipo de familia éramos? ¿Cómo nos veía el entorno? ¿Éramos aceptados?, o, por el contrario nos criticaban, etc.

¿Cuál era la mirada que tenía cada uno de los miembros de mi familia sobre nuestros orígenes? ¿Se percibía admiración, o, desprecio, o, vergüenza?

La respuesta que demos a cada una de estas preguntas nos marcará la dirección a seguir.

Todo grupo se crea y se construye alrededor de un mito: «somos los Pérez, los más inteligentes», o, «los más graciosos», o, «los más hábiles para los negocios»…

Da lo mismo que se trate de una familia, una pareja, una amistad o un partido político. El mito fundador (en la mayoría de los casos, inconsciente) es el núcleo alrededor del cual se fundamenta una relación.

Y, en este punto, es cuando «la puerquita torció el rabo», como reza el dicho.

En algunas ocasiones ese mito nace de una carencia.

Me explico: si, por ejemplo, una familia es tremendamente anodina y común, es necesario que se construya un mito que enaltezca y transforme esta carencia. Y entonces se crea el mito de un pasado familiar épico, noble, fuera de lo común para poder dotar a los miembros del grupo de una identidad fuerte.

Pero, desafortunadamente en este caso, se ha creado una leyenda sobre algo irreal.

¿Por qué? Os preguntaréis. Pues por la profunda necesidad de tener algo de valor al rededor de lo cual construirse identitariamente.

Ningún ser humano puede estructurar su identidad sobre algo negativo.

Este podría ser el nacimiento de un miedo: ¿y si el desfase que existe entre mito y realidad es demasiado grande? ¿Dónde queda mi identidad?

No olvidemos que el mito tiene una función: la de aglutinar a los miembros de un grupo y proveerles de identidad.

En ningún momento el mito es fiel a la realidad (o, por lo menos en la mayoría de los casos). Por eso es un mito.

El miedo surge de forma inconsciente porque, en algún lugar dentro de cada uno de nosotros, se «sabe» que lo que cuenta el mito, no se apoya en una verdad.

Entonces, ¿qué hago? ¿hacia dónde me dirijo? ¿y si resulta que las bases de lo que yo soy no existen?.

Este planteamiento me sugiere una imagen:¿recordáis esos programas sobre la naturaleza en los que un miembro de una manada se pierde y queda a merced de los elementos? Ha perdido el arropamiento y la protección que le da el hecho de «pertenecer» a un grupo.

Pareciera algo banal y anodino, pero por desgracia no lo es.

Pienso en esas personas que, para salvar su vida, han tenido que huir de una persecución, o, de un desastre natural, y, que de un día a otro, se encuentran despojadas de todo aquello que representaba su propia identidad: un idioma, un lugar geográfico, una etnia, un paisaje, una familia, un oficio, una pareja…

En otras palabras, el individuo está en un momento de gran fragilidad. Es más vulnerable a los arañazos y a las embestidas de la vida o de los otros. De la misma forma que sucedía con el individuo apartado de su manada.

Saber quién se es, o, dicho de otra forma, poseer una identidad, es, a la vez, algo muy frágil y al mismo tiempo algo muy poderoso.

Se «está» frágil, no se «es» frágil. Felizmente la identidad puede volver a construirse cuando resulta devastada.

Es importante acudir a las diferentes fuentes de las que se alimenta para nutrirse de ellas y reinventarse.

La vida es cambio y es movimiento. Nada permanece igual.

Sí, ésta idea a veces asusta, pero si conseguimos perderle el miedo, nos volveremos a inventar.

Así ha sido la historia de la humanidad, y, la humanidad está hecha de individuos, no lo olvidemos.

En mi próximo artículo hablaré sobre los buenos modales o la llamada buena educación

(Imagen:www.identidadrobada.com)

 

¿Cómo se construyen las relaciones?

 

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Por Clara Olivares

Este artículo me lo ha inspirado el comentario que dejó un lector del blog a quién le estoy muy agradecida. Sus palabras me han hecho reflexionar y analizar los puntos que planteaba.

Dado que los seres humanos somos por naturaleza gregarios y que ésto nos hace vivir en sociedad, es interesante echarle un vistazo a la forma en que se construyen las relaciones con otros.

El primer impulso que nos hace acercarnos a otro individuo suele ser la necesidad.

Si observamos el funcionamiento social de los primates, éstos, al igual que nosotros, buscan la forma de llegar a pertenecer a un clan.

Da igual la vía que utilice para entrar en él, es importante ser incluido ya que éste le procura compañía, protección y amparo, además de una pertenencia.

Y cualquier ser humano necesita una pertenencia.

Dentro del grupo aprende varias cosas, como por ejemplo, las reglas de convivencia, aquello que está permitido y lo que no, a quien obedecer y a quién temer, etc.

Los seres humanos aprendemos las mismas cosas y casi de la misma forma.

Nuestro primer núcleo de aprendizaje lo conforma la familia. Luego, cuando comenzamos a socializarnos interactuando con el exterior, aprendemos en el colegio las normas que rigen al clan, en este caso, la sociedad a la que pertenecemos.

Por eso me parece que, partiendo de las necesidades personales y sociales, busquemos establecer lazos con el otro.

En función de cómo ha sido ese aprendizaje, así estableceremos las bases de nuestras relaciones interpersonales.

De nuestra percepción del mundo, la de nuestra familia y de la realidad de las personas que conforman nuestro núcleo social, surgirán los ideales que buscamos en otro.

Elegiremos nuestras parejas y amigos entre aquellas que obedezcan a ese ideal.

Unas veces coinciden y otras veces no.

En algunas ocasiones, de forma inconsciente, le atribuimos al otro cualidades que éste no posee.

Luego viene el batacazo cuando comprobamos que la realidad y las  expectativas que tengo son diferentes, o, incluso, opuestas a aquellas que buscamos.

Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Por qué razón elegimos a una persona que no obedece a lo que nosotros deseamos en el fondo de nuestro corazón?

Imagino que por una necesidad poderosa de que ést@ sea como yo desearía que fuera, no como es en realidad.

Cuando el entorno del que venimos no es muy acogedor, o, es hostil, desarrollamos una esperanza que crece agazapada de forma inconsciente, la cual se expresaría como un: «por favor, que las personas que he elegido no sean como en realidad las estoy percibiendo«.

Ésta lleva a la siguiente pregunta: ¿es este funcionamiento una constante en mi vida? y, si es así, ¿de dónde viene?

Para hallar la respuesta tendremos que retroceder en el tiempo buscando responder al interrogante: ¿dónde y cuándo lo aprendí?

Este camino se puede hacer en solitario, o, con la ayuda de un profesional.

El hilo conductor de esta búsqueda lo constituye el historial de nuestras relaciones.

Sería interesante observar si todas los tipos de relación obedecen a un mismo patrón, o, si las relaciones de amistad se conforman de forma diferente que las amorosas; o si buscamos recrear el mismo tipo de relación que tuvimos con un padre o con una madre, etc.

Lo que más me llamó la atención del comentario de mi lector, era que hablaba de la meta que se busca en las relaciones sociales.

Decía que, había observado que la meta que se perseguía generalmente era la de llegar a ser una persona independiente.

Me quedé perpleja al constatar que yo había crecido con ese mismo discurso.

Y me pregunto: ¿eso qué significa?, ¿es eso posible?, ¿de qué estamos hablando exactamente?

Ser independiente significaría «¿no necesitar a nadie?».

Claro, si consigo ese objetivo, contrarresto de forma tajante toda posibilidad de que me duela la ausencia de ese otro que tanto anhelo.

Quizás habría que establecer una diferencia entre «ser independiente» y «ser autónomo».

Independencia se traduce, creo yo, en un «yo puedo todo sol@».

«Puedo» ¿con qué?. Con la vida, con el amor, con la amistad…

Volviendo al punto de partida de este artículo, no creo que sea posible no necesitar a nadie.

TODOS necesitamos a otro.

Me parece que la palabra «dependencia» se confunde con «quedar a merced de».

Es como si se pensara que si le declaro a alguien que «le necesito» ya no podré jamás sustraerme a la dominación que ese otro tenga sobre mí.

Y, nada más lejano de la realidad.

La clave reside en tener clara la diferencia entre ser dependiente y ser autónomo.

Una cosa es establecer relaciones de dependencia, entendidas como la incapacidad de concebir la realización de una acción sin la ayuda y la presencia de otra persona. En otras palabras, sino hay un otro, yo sol@ no me puedo desempeñar.

Bien sea en el territorio social, profesional, personal, etc.

Y otra bien distinta es construir una relación teniendo siempre presente que necesito a otro, pero que no le preciso para vivir. 

En el primer caso, siempre estaré a merced de esa persona. En el segundo, iré encaminad@ a convertirme en alguien autónomo. Y una de las consecuencias que esta realidad acarrea, es que seré una persona independiente de verdad.

Muchas veces hemos adoptado la imagen de alguien falsamente independiente, es decir, de alguien que aparentemente no necesita de nadie.

Y lo que no nos damos cuenta es que desde ese lugar sí que estamos a merced de otro porque seremos terriblemente frágiles.

Es mentira que no necesitemos a otra persona. Sin ella no sabríamos jamás quienes somos.

Una cosa es la dependencia que lleva a fragilizar y otra bien distinta la dependencia que permite darnos cuenta de que siempre necesitaremos a otro.

La persona que posee más dependencias es la que es más libre.

En otras palabras, poco a poco se va perdiendo el miedo a creer que necesitar a otro significa depender de él para vivir.

Las relaciones sólo se construyen con el paso del tiempo. Es como si de una casa se tratara: hay que ir añadiendo ladrillo a ladrillo.

No se construye de un día para otro.

Os planteo dos preguntas: ¿qué tipo de casa deseo construir? y ¿es posible hacerlo con la persona que he escogido para ello?

(Imagen: www.omarortiz.wordpress.com)