Por Clara Olivares
Contrariamente a lo que creemos y se nos ha enseñado, el conflicto no tiene porque derivar a la fuerza en una situación problemática.
Los conflictos nacen de la diferencia. Afortunadamente, somos diferentes: los hombres, las mujeres, los amigos, las familias, los padres, los hijos, etc.
El conflicto forma parte de nuestra vida. Somos seres sociales, lo que nos conduce siempre a relacionarnos con otros, y, en el momento es que se hace patente la diferencia (siempre la hay), inevitablemente surge un conflicto.
Cuando se reúnen dos o más personas o grupos de personas, lo natural es que se creen situaciones en las que los desencuentros estén a la orden del día.
Diferencia y conflicto van de la mano, son inseparables.
Algunas veces, las relaciones marchan como la seda hasta que aparece una diferencia. Puede ser de opinión, de gusto, de necesidades, de ópticas…
El problema no nace del conflicto en sí mismo, nace de la forma en que éste se suele resolver.
La pregunta que surge es: ¿Cuál es mi manera de gestionar esas diferencias?
Los hay que resuelven un conflicto a golpes, es decir, gana el que pega más fuerte.
Y, generalmente, el ganador suele imponer su visión. Sino, basta repasar la historia de la humanidad: está llena de seres o de grupos que imponen su punto de vista. El que se atreva a disentir será castigado.
Y los hay que no permiten que el conflicto aparezca. Se niega, no es posible que surja y se reprime.
Esta situación no se limita a las sociedades, la familia opera exactamente igual.
Es absolutamente necesario que el conflicto estalle por alguna parte para que se puedan sanear las relaciones. Es como si dejáramos de ventilar una casa por miedo a que entren moscas. Al final, ésta cogerá mal olor y el aire se viciará.
Es cierto que la sola idea de conflicto genera mucho temor. Máxime cuando se ha asistido a una manera violenta de resolverlo.
Si no se aprende a gestionar las diferencias y se barren los conflictos debajo de la alfombra, más tarde o más temprano, éstos surgirán de manera abrupta y crearán situaciones difíciles.
Aprender a resolverlos es un arte.
Me parece que la mayoría de las personas piensa en conflicto y automáticamente lo asocia a violencia.
Afortunadamente, la violencia nada tiene que ver con el tema.
Otra cosa muy distinta es que la forma violenta de resolveros haya sido la que parece que ha imperado, quizás surja de allí la confusión.
Precisamente, la mediación nace de la necesidad de encontrar una herramienta para resolver los conflictos de manera pacífica. Gracias a ella se ha demostrado que es posible, no es una quimera.
Si sólo se conoce la vía del enfrentamiento para afrontarlos, entonces se concibe a la otra parte como a un enemigo. No es de extrañar que, desde esta óptica, se declare una guerra a la otra parte.
La disputa se lleva a cabo en muy variados terrenos: un territorio, unos hijos, una herencia, etcétera, etcétera, etcétera.
En toda guerra siempre hay un ganador y, en consecuencia, un perdedor.
¿Y si se cambia de óptica, y en lugar de concebir al otro como un enemigo al que tengo que derrotar, se le percibe como a alguien que tiene una perspectiva diferente a la mía?
Se transformaría la guerra (con un ganador y un perdedor) en una situación en la que ambas partes ganan.
Y os preguntaréis, ¿y eso cómo se consigue?
No es tan difícil como se cree.
Se podría comenzar por indagar qué es lo que hace que esa persona haya llegado a esa postura. ¿Cómo, cuándo y por qué piensa como piensa?
Si yo me coloco en su lugar, ¿es posible que llegue a percibir lo mismo que él/ella?
Os sorprendería cómo el camino hacia la comprensión se abre. El otro deja de ser esa persona que me quiere fastidiar para convertirse en una que merece mi compasión, o, mi perdón, o, mi simpatía, o…
En mediación se plantean tres puntos a tener siempre presentes a la hora de abordar una situación difícil: la consecución de los objetivos, el coste en la relación y el coste emocional.
Por ejemplo: una pareja se va a separar. El objetivo sería el de conseguir el divorcio, el coste de la relación: ésta se rompe y el coste emocional para ambas partes: una de las partes sigue enamorada, o, le causa mucho dolor dejar de vivir con sus hijos.
Valorando esos tres puntos, cada una de las personas implicadas tomará una decisión.
No hace falta ponerse en una situación tan dramática. Simplemente preguntémonos ¿cómo reacciono ante un conflicto?
¿Me asusto?, ¿huyo?, ¿ataco?, ¿me cuestiono a mí mism@?
En mi próximo artículo hablaré sobre la belleza.
(Imagen: www.sobreconceptos.com)